Una del Oeste

En cuanto se apagan las luces de la sala aparece ante nuestros ojos un paisaje inabarcable: llanuras fértiles, mesetas recortadas, cañones vertiginosos excavados por ríos bravos, montañas azuladas por la altura y la distancia, desiertos pedregosos e inclementes… Nos arrellanamos en la butaca porque sabemos qué tipo de película nos espera: una del Oeste.

El western es un género (cinematográfico, pero también literario) auténticamente norteamericano. La acción de sus obras transcurre en el Oeste de Estados Unidos, por lo general en el periodo que va entre 1850 y finales del siglo XIX. Su marco son los paisajes descritos en el párrafo anterior, situados al oeste y al suroeste del país y en ese entorno se desarrollan historias que tienen que ver con el poblamiento, la colonización y el desarrollo económico de una nación nueva. Sus protagonistas son, por lo tanto, los colonos, los hombres de la frontera, los indios, el ejército, los fuera de la ley que intentan sacar provecho del vacío de poder de los nuevos territorios y aquellos que intentan meterlos en cintura. Todos estos personajes conforman el paisaje humano que hizo posible la creación de Estados Unidos, superpuesto al paisaje natural de un país del tamaño de un continente. Así pues el western es el género histórico de un país sin apenas historia: habla del medio físico, hostil aún dentro de su belleza; de la ampliación del estado político (gracias a la aportación de la emigración masiva desde Europa y a costa del desplazamiento de los indios de sus territorios); de la economía que hace posible la acumulación de riqueza (sobre todo la ganadería y la explotación de los recursos naturales – la minería-); de las condiciones de vida de aquellas personas que habitaron los nuevos estados y de las relaciones y comportamientos sociales diferentes que se establecían fuera del ambiente seguro del Medio Este. El western, despojado de su apariencia aventurera, se convierte en un relato veraz de la formación de los Estados Unidos como país a lo largo del siglo XIX.

Por ello, lo protagonistas son variados. Los más importantes son los vaqueros (cowboys), hombres que trabajan a sueldo de los grandes propietarios de ranchos para trasladar rebaños de miles de cabezas de ganado de una parte a otra del país. Si serán importantes que el sinónimo de «una película del Oeste» ha llegado a ser «una de vaqueros»… Junto a los cowboys, los rancheros tienen su parte importante en el género, ya que son responsables del motor económico del país y actúan, en muchos casos, a modo de señores feudales medievales, con jurisdicción administrativa y legal sobre tierras y poblados e influencia (a veces buena, a veces no tanto) sobre las fuerzas vivas de su entorno. Pero la formación de un nuevo estado requiere de la aportación humana de aquellos dispuestos a aventurarse en tierras hostiles: los colonos se convierten también en protagonistas del western. Junto a los colonos están los trabajadores de las explotaciones mineras y sus familias, que fundan asentamientos que poco a poco comienzan a tomar importancia. En ambos casos (campesinos y mineros) suelen ser emigrantes procedentes de una Europa empobrecida o miembros de comunidades religiosas que buscaban una nueva Jerusalén. Gentes, en fin, decididas a labrarse un futuro pesara a quien pesara. Obviamente entre estos actores es fácil que se sucedan graves conflictos de intereses: los colonos, principalmente campesinos, suelen entorpecer el expansionismo económico de los rancheros, por ejemplo. Entre ambos, la figura del representante de la ley: el sheriff, el U.S. Marshall o el ranger (éste último en los territorios de Texas), encargados de poner orden y concierto legal.

Pero no son sólo los rancheros y los colonos o mineros los que provocan quebraderos de cabeza a la justicia en el salvaje Oeste: la amplitud del territorio y el aislamiento de sus habitantes lo convierten en el marco ideal para la actuación de los fuera de la ley. Es el escenario ideal para ladrones (de bancos y de ganado), asesinos, mercenarios contratados para deshacerse de rivales económicos o políticos, estafadores en el más amplio sentido de la palabra (desde sofisticados tahúres a vulgares trileros y falsos sacamuelas) y como figura inquietante, el cazarrecompensas, aquel que termina por dinero el trabajo que la ley no puede (o no quiere) hacer. Este panorama social es ya de por si complicado pero hay que añadirle un elemento más. Es, con diferencia, el más importante, el más auténtico y el que le da el carácter distintivo: el de los habitantes originarios de las Estados Unidos. Hasta ahora hemos hablado de colonos, vaqueros, rancheros y demás personajes que vagan a sus anchas por el oeste americano… o no tan a sus anchas. Antes de que llegaran las carretas y las monturas de los nuevos pobladores, esas tierras estaban habitadas por pueblos indígenas que se vieron desplazados sin consideración por aquellos que se creían con derecho a ocupar esos lugares llenos de posibilidades. Los indios son, pues, los otros grandes protagonistas, los damnificados de una carrera imparable por ocupar los territorios vírgenes: despreciados por los colonos y perseguidos y diezmados por el ejército, que tras la Guerra Civil americana (1861-1865) se convierte en la salvaguarda de los habitantes de las regiones más remotas.

A pesar de que el cine nació en Francia, su desarrollo en Estados Unidos fue el más importante en sus primeros tiempos, principalmente por el hecho de que la I Guerra Mundial no afectó a su industria como sí lo hizo en la mayoría de los países europeos. La aparición del western como género cinematográfico se remonta a 1903, con el estreno de El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Porter, discípulo de Thomas A. Edison. A partir de ese momento, el western comenzó a definirse en sus aspectos más esenciales, sobre todo en la utilización de los espacios naturales para el rodaje (en oposición a la mayor parte de las producciones, rodadas en estudios cerrados) y en explotar, por lo tanto, el factor expresivo y emocional de la Naturaleza en la narración, algo que influirá notablemente en el cine europeo de la época. Curiosamente, quien mejor reflejó el poder simbólico de las fuerzas naturales en el comportamiento de los personajes fue un director sueco, afincado en Hollywood, que dirigió la última gran obra maestra del cine mudo norteamericano. Victor Sjöstrom contó en 1928 la historia de una muchacha refinada y bien educada que se casa con un ranchero en un pueblo aislado de Texas en una bellísima película titulada El viento:

Lillian Gish en una escena de Lillian Gish en una escena de «El Viento» (Victor Sjöstrom, 1928)

El primer western sonoro no llegó hasta el año 1930 y fue The Big Trail, dirigida por Raoul Walsh, aunque la primera película del género que tuvo entidad suficiente para alejarla de los estereotipos de aventura fue La Diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939). Si en El Viento de Sjöstrom podíamos ver la influencia que ejercía el entorno en el individuo y como acentuaba sus debilidades o fortalezas, en La Diligencia la caracterización psicológica de los personajes a través de los diálogos, de los gestos (señalados por los planos), incluso de la vestimenta superan lo hecho hasta el momento, dando más pistas al espectador acerca de cómo reaccionan los protagonistas y por qué, dejando de lado la rigidez narrativa de obras anteriores:

La década de los años cuarenta fue excepcional para el género del western. Aunque primaba cierta estilización en el diseño de los personajes y el estereotipo de las acciones, se rodaron películas que pueden incluirse entre las mejores de la historia del cine. Fueron dos directores los que destacaron en esta edad de oro: John Ford (Pasión de los fuertes, 1946; Fort Apache, 1948; La legión invencible, 1949) y Howard Hawks (El fuera de la ley, 1943; Rio Rojo, 1948), sin olvidar ese paradigma del western ensalzando al héroe romántico que es Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941);  las  películas rodadas por otro auténtico especialista, William Wellman (Incidente en Ox Bow, 1943; Buffalo Bill, 1944); o superproducciones llenas de lirismo y de belleza como Duelo al solo (King Vidor, 1948).

Fotograma de Fotograma de «La Legión Invencible» (John Ford, 1949)

El final de la II Guerra Mundial supuso un punto de inflexión en el género del western. No en cuanto a escenarios, tramas o personajes, sino referido al espíritu de la narración: se aprecia un mayor desencanto, un claro cuestionamiento de las actitudes que antes eran indudablemente heroicas. Las historias aparecen con muchas más facetas, con un realismo más acusado, lo que impide al espectador tomar partido, por lo menos hasta escuchar a todas las partes implicadas. Los protagonistas pueden actuar por egoísmo, no por valentía, e incluso ocultan, en muchos casos, hechos turbulentos de su pasado por los que podemos llegar a rechazarlos. Este cambio se refleja de un modo muy visible en el tratamiento del paisaje, que adquiere nueva relevancia con los procesos de filmado en color y la utilización de los formatos panorámicos. Esta riqueza de planteamientos hace que, si bien la década de los años cuarenta se considera la edad de oro del western, las mejores obras, las que figuran por derecho propio en las listas de las mejores películas del género estén rodadas en la década de los cincuenta. Es el caso de la espléndida Caravana de mujeres (William Wellman, 1951); de Raices profundas (George Stevens, 1953), que nos presenta al pistolero con un aspecto humano inédito hasta el momento; del expresionismo colorista y psicológico de esa maravilla extraña que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954); de la visión ruda, salvaje, y marcada por la belleza de la naturaleza a cargo de Anthony Mann y su actor fetiche, James Stewart (Horizontes lejanos, 1953; Winchester 73, 1954; El hombre de Laramie, 1955); de la tensión dramática del héroe abandonado a sus suerte en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952); de la ambigüedad enervante de los personajes de El Árbol del Ahorcado (Delmer Daves, 1959);  de la fuerza y violencia de las películas de John Sturges (Duelo de titanes, 1957; El último tren a Gun Hill, 1959); de la contundencia de El tren de las 3:10 (Delmer Daves, 1957; con una nueva versión -que no desmerece en absoluto a la original- rodada por James Mangold en 2007); de la amargura de Rio Bravo (Howard Hawks, 1959); de la nueva visión del indio como personaje (es el caso de Apache, Robert Aldrich, 1954; o La Ley del Talión, Delmer Daves, 1956); de la perfección – no hay otro adjetivo- y la sinceridad de Centauros del desierto (John Ford, 1956); o del triunfo del antihéroe -el marino reconvertido a ranchero- en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958).

Gregory Peck en un fotograma de Gregory Peck en un fotograma de «Horizontes de grandeza» (William Wyler, 1958)

La década de los sesenta ahonda en esta negación de presentar comportamientos absolutos. Es una época de tensiones políticas (Guerra Fría, Guerra de Vietnam, luchas por los derechos civiles de la población negra e indígena, conciencia ecologista…) que no pueden evitar reflejarse en las historias trasladadas a la pantalla. El salvaje oeste es más salvaje e inhóspito que nunca, sin atisbo de esperanza para sus pobladores, salvo honrosas excepciones – tampoco excesivamente optimistas- , presentadas por directores de larga trayectoria como John Ford (El sargento negro, 1960; o en la que es quizá la mejor película del género en cuanto a mensaje político y social: El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) y Howard Hawks (El Dorado, 1966), o a través de superproducciones épicas que intentan resaltar el heroísmo de colonos, vaqueros y ejército a la manera de las primeras películas, como La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, John Ford y Richard Thorpe, 1962). Esta década presenta dos aspectos bastantes paradójicos del western. Por un lado, el más descarnado e inclemente, están los nuevos directores que traen un lenguaje cinematográfico impactante y una planificación del encuadre pensada para quitar el aliento al espectador: aquí podría incluirse la única película dirigida por Marlon Brando (y cuyo rodaje comenzó Stanley Kubrick, por cierto), El rostro impenetrable (1961), aunque el peso específico lo llevan dos nombres:  Sam Peckimpah (Grupo Salvaje, 1969; La balada de Cable Hogue, 1970) y el renovador del género y que lo elevó a cotas expresivas desconocidas -aunque a través de producciones de bajo presupuesto-, Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el feo y el malo, 1966; Hasta que llegó su hora, 1968).

Fotograma de Fotograma de «Grupo salvaje» (Sam Peckimpah, 1969)
Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de «Hasta que llegó su hora» (1968)

Pero por otro lado, aparecen películas en las que el género se aborda desde la perspectiva de la comedia (comedia de alto nivel, todo hay que decirlo), dando lugar a visiones del Oeste bastante alejadas de la reverencia usual. Es el caso de La batalla de las Colinas del Whisky (1965) dirigida por el veterano John Sturges; de Pequeño Gran Hombre (Arthur Penn, 1970); de Le llamaban Trinidad (Enzo Barboni, 1970), que sería el comienzo de una serie de películas de menor calidad; o el de la única película dirigida por el actor, bailarín y coreógrafo Gene Kelly: El club social de Cheyenne (1970). Y quizá entraría en esta categoría un musical de Broadway llevado a las pantallas por Joshua Logan en 1969 y en el que una joven que huye de un matrimonio polígamo con un mormón acaba conviviendo en amable trío amoroso con dos mineros: La leyenda de la ciudad sin nombre deja bien claro que las condiciones de vida en la frontera no pueden someterse a las exquisiteces de las normas sociales del políticamente correcto Este.

Fotografía promocional de Fotografía promocional de «El club social de Cheyenne» (Gene Kelly, 1970)
La inusual foto de la boda de La inusual foto de la boda de «La leyenda de la Ciudad Sin Nombre» (1969): Clint Eastwood, Jean Seberg y Lee Marvin

La tendencia al realismo «sucio» en el western se prolongó durante los años setenta, aunque el tema parece agotarse y el género entra en claro declive. Hay algún ejemplo del renacer de la conciencia ecológica (Las aventuras de Jeremías Johnson de Sidney Pollack, 1973) y Sam Peckimpah retoma la violencia poética que le caracteriza en Pat Garret y Billy the Kid (1973), realzada por la música y los versos de Bob Dylan:

A pesar de estos destellos, abundan las producciones de bajo presupuesto y menor calidad que surgen a la sombra de las obras de Sergio Leone, pero que no logran repuntar la caída en picado del género. Sólo un actor reconvertido a director salvó al western del olvido. Clint Eastwood, protagonista de algunas películas ya mencionadas como La leyenda de la Ciudad sin Nombre y actor fetiche de Sergio Leone, continuó trabajando en otros títulos, algunos realmente notables como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) y, sobre todo, en dos producciones dirigidas por Don Siegel: La jungla humana (1969) y Dos mulas y una mujer (1970).

Eastwood se convirtió en el alumno aventajado de Leone y Siegel que pronto superó a sus maestros y se erigió en el renovador del western. En 1973 dirigió Infierno de cobardes (una de las grandes películas del género), a la que seguirían El forajido (1976) y Bronco Billy (1980) que anticiparían el que es, sin duda, su mejor western, El jinete pálido (1985) y el más estilizado, de más éxito y reconocimiento, Sin perdón (1992).

Durante el final del siglo XX las películas del oeste siguieron existiendo gracias a Clint Eastwood, el único que pareció capaz de convertir al género en un producto de calidad que obtuviera, a su vez, beneficios en taquilla. Porque otras experiencias con esta misma temática tuvieron resultados nefastos, como es el caso de las dos primeras (y bellísimas) películas de Terrence Malick (Malas Tierras, 1973; y Días de cielo, 1978) o la espectacular La puerta del cielo de Michael Cimino (1980) que casi supuso la quiebra de la productora United Artists. En estos casos la innegable calidad de las películas no encontró respuesta en la taquilla.

Gran parte de la belleza de Gran parte de la belleza de «Días de cielo» (Terrence Malick, 1978) se debe a la delicada y pictórica fotografía de Néstor Almendros

Así durante los años ochenta y al abrigo de El jinete pálido se rodarían películas como Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) e incluso Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), un western «ecológico», menor y simple, valorado en exceso en su momento y que no ha pasado el juicio de los (pocos) años transcurridos. Eastwood volvió a abrir la caja de los truenos en los años noventa con Sin perdón, a la que siguieron aburridos y ultraviolentos westerns como Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) o Tombstone (George Pan Cosmatos, 1994) pero también curiosos e interesantes experimentos visuales como la notable Rápida y mortal (Sam Raimi, 1995) o la mística, poética y hermosa Dead man (Jim Jarmusch, 1995).

En el siglo XXI el western ha dejado de ser un género cinematográfico para convertirse en una anécdota narrativa. La mayor parte de los directores que puedan afrontar las películas han nacido ajenos a la influencia de este tipo de películas. Abundan, por tanto, las versiones de películas clásicas (algunas realmente excelentes, como la ya mencionada de James Mangold de El tren de las 3:10 o la espléndida de Ethan y Joel Cohen de Valor de ley (2011) basada en la del mismo título dirigida por Henry Hathaway en 1969). Sólo aquellos directores con clara vocación cinéfila y deseosos de rendir homenaje al género pueden realizar algo que se acerque a los cánones clásicos, como Quentin Tarantino con Django (2012), perfecto compendio de paisajes, personajes y tramas del western a lo largo de su historia. Quizá sea esta película el mejor modo de cerrar el repaso a las características y evolución de las películas del Oeste:

Que sea ella la que ponga el final a esta entrada.

Fundido en negro.

FIN