El Ojo En El Cielo

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Categoría: Arquitectura

Un día en la feria

«El mundo es un espejo y le devuelve a cada hombre el reflejo de su propio rostro.»

William M. Thackeray – «La feria de las vanidades» (1848)

 

Desde que el ser humano se asentó de modo permanente en poblados organizados y dejó de perseguir las grandes manadas de animales que eran su sustento para asegurarse el alimento criándolos en cercados y establos, desde ese mismo instante tuvo que plantearse el hecho de que nunca iba a ser capaz de producir todo aquello que iba a necesitar o, simplemente, iba a desear tener. Claro que uno no desea aquello que desconoce. Así que para ambicionar algo, ya fuera una vasija o una túnica de piel, una frasca de vino o una punta de lanza, debía de haberla visto en otro lugar antes. Y ese lugar, sin duda, era el mercado.

El mercado fue el primer punto de encuentro de la humanidad intentando solucionar por medio del comercio lo que antes se lograba a través del enfrentamiento. Cada asentamiento fijó la periodicidad de esos encuentros, intentando no coincidir con los de pueblos vecinos. La razón no era evitar la competencia sino atraer al mayor número posible de personas. Y durante miles de años los mercados fueron el escaparate de productos básicos e indispensables para la subsistencia mostrados al lado de lujos exóticos que hablaban de mundos lejanos e inaccesibles, de aromas misteriosos y seductores y de rutas peligrosas que incrementaban el precio de las maravillas puestas a la venta. A medida que pasaba el tiempo las mercancías llegaban de lugares más lejanos en forma de seda, perlas, te, especias, oro, esmeraldas, marfil, algodón, maderas exóticas, porcelana, jade, alabastro, mármoles de colores brillantes, hortalizas, plantas ornamentales, conchas de tortuga o caracol, dientes de ballena o pieles de oso ártico. Pero también llegaban de lugares más cercanos convertidas en tejidos de lana o lino, zuecos, zurrones y guarniciones de cuero, lechugas, repollos, chirivías y castañas, guadañas, hoces y martillos o cestos y botijos de barro. Todo ello podía encontrarse en las ferias, que siguieron siendo el lugar privilegiado de reunión de gentes procedentes de lugares distantes así como el mejor modo de enterarse de qué pasaba en el ancho mundo que había más allá del cercado de la huerta.

Al llegar el siglo XIX el mundo -sobre todo el mundo occidental- cambió de modo radical. Fue un cambio, producido por la Revolución Industrial que sólo podría compararse al que la Humanidad había sufrido al dejar de perseguir manadas de bisontes y asentarse en poblados, allá por el Neolítico. El sistema de producción, acelerado por la introducción de las máquinas, transformó las estructuras sociales, económicas e incluso políticas de los países hasta conformar el mundo contemporáneo. Las distancias comenzaron a ser abarcables en tiempos muy razonables: de meses de viaje la duración se redujo a semanas, incluso desde los lugares más remotos. Barcos y locomotoras de vapor traían con rapidez – y seguridad- aquellas mercancías que antes recorrían trabajosamente la Ruta de la Seda o circunvalaban medio mundo en el Galeón de Manila. Y las industrias que surgían aquí y allá podían utilizar materias primas que ni siquiera se producían en los países donde se establecían. Fue así como la Revolución Industrial en Inglaterra se construyó sobre la base de las fábricas textiles que trasformaban el algodón procedente de las lejanas colonias británicas en tejidos mucho más asequibles que aquellos fabricados a mano.

Una de las consecuencias de la Revolución Industrial fue el crecimiento de las ciudades y la necesidad de dotarlas de nuevas infraestructuras que pudieran soportar el aumento de población y el abastecimiento de materias primas. Los mercados y ferias, que en las grandes urbes eran fijos desde hacía tiempo, se acondicionaron a los nuevos tiempos en forma de grandes estructuras de hierro y vidrio. Ya a principios del siglo XIX estas construcciones comenzaron a levantarse por toda Europa rediseñando el aspecto de los tradicionales puntos de encuentro mercantiles.

La imagen muestra una vista aérea del mercado. Tiene una planta rectangular en la que destacan los dos lados largos por ser más altos que los cortos. La parte baja del edificio está construida en piedra y caracterizada por una columnata que forma un porche todo a lo largo de su fachada mayor. Pero la cubierta es de hierro y vidrio, lo que contrasta con la piedra de la parte inferior. Pulse para ampliar.

Mercado de Covent Garden en Londres (Charles Fowler, 1830) Este mercado fue uno de los primeros en asentarse de modo permanente en Londres. En el siglo XVII ya hay constancia de su funcionamiento. El edificio moderno con cubierta metálica se construyó a principios del siglo XIX y varios edificios anexos a principios del XX.

 

La imagen muestra un detalle de la parte superior de la cubierta del mercado visto desde la Rambla. Se aprecia la estructura de hierro que cubre con forma de tejado a dos aguas el recinto y parte de los vidrios de colores que decoran esa cubierta. También se ve el escudo de la ciudad de Barcelona que corona la entrada. Pulse para ampliar.

Detalle de la entrada del mercado de La Boquería en Barcelona (1840) – Este mercado se dispuso en los terrenos del antiguo convento de San José en el comienzo de la expansión urbanística de la ciudad.

A pesar de que la Revolución Industrial se originó en Inglaterra, fue la Francia revolucionaria la primera que echó mano del mercado como herramienta para atraer inversiones a un país que generaba desconfianza al capitalismo emergente. En 1795, en  época del Directorio (1795-1799), se celebró la primera Exposición de Productos de la Industria. Esta exposición tuvo un gran éxito en el país y bastante repercusión a nivel internacional. Pronto el resto de países europeos imitaron la iniciativa y comenzaron a celebrar este tipo de acontecimientos para mostrar al público los avances que se hacían en el terreno de la industrialización y para impulsar los intercambios mercantiles entre los diferentes fabricantes. El mercado tradicional se modernizaba. Ya no servía sólo para comprar aperos de labranza más o menos sofisticados: era el lugar a donde uno debía ir si quería conocer los últimos avances que permitirían crecer su negocio. Al fin y al cabo el capitalismo había tomado el mando y todo se resumía en producir más y mejor el mayor número de bienes de consumo. Y en mostrarlos del modo más seductor a quienes iban a comprarlos.

Quizá la historia de los mercados hubiera transcurrido de otro modo si un principe extranjero no se hubiera casado con la reina de Inglaterra. Alberto Francisco Carlos Augusto Emmanuel de Sajonia-Coburgo-Gotha (1819-1861), hombre de gran inteligencia, naturalmente inclinado a las artes y con una gran capacidad para el trabajo, se convirtió en el marido de la reina y en uno de los personajes más despreciados de su nuevo país. Principalmente por ser alemán (aunque la dinastía reinante a la que pertenecía la reina Victoria curiosamente también lo era), de tal modo que el título de príncipe consorte no le fue concedido hasta 1857, cuatro años antes de su fallecimiento. Y el pueblo británico no reconoció su aportación a la gloria nacional más que a regañadientes.

El príncipe Alberto hizo varios intentos de congraciarse con sus súbditos, todos ellos sin demasiado éxito. Hasta que decidió impulsar un acontecimiento que marcaría un hito en la historia contemporánea: la celebración de una gran exposición universal en Londres que celebrara los avances de la era industrial británica y la expansión del imperio. Esta exposición de basaría en aquellas exposiciones nacionales que se venían celebrando en los diferentes países desde 1795 pero tendría unas miras más amplias: mostrar al mundo las posibilidades de los nuevos materiales, las más modernas tecnologías, los productos comerciales más novedosos y las obras de arte más espectaculares. Todo ello procedente de Gran Bretaña y sus colonias, pero también de otros países.

La imagen muestra un daguerrotipo - esto es, la primera técnica utilizada en fotografía consistente en fijar la imagen sobre una placa de metal fotosensibilizada- en la que se ve una fotografía del príncipe Alberto en plano medio, cortado a la altura de la cintura, sentado mirando hacia la derecha. Tiene los codos apoyados sobre los brazos de un pillos que apenas se aprecia. Viste una levita de color claro, chaleco oscuro y corbata anudada al cuello . Es un hombre relativamente joven de ojos azules y piel muy blanca, de cabellos claros y finos y luce unas espesas patillas y un pequeño bigote. Pulse para ampliar.

Daguerrotipo pintado a mano que muestra al príncipe Alberto (1848)

La iniciativa del consorte enseguida encontró el apoyo de la reina, deseosa como estaba de que su cónyuge se ganara el afecto de los súbditos. Se estableció un comité de expertos para organizar todo lo relacionado con la celebración. Además del propio príncipe Alberto formaban ese comité Robert Stephenson, Isambard Kingdom Brunel y John Scott Russell. Los tres eran los ingenieros civiles más importantes de Gran Bretaña en ese momento: Stephenson era el mayor ingeniero de ferrocarriles en el país; Brunel era uno de los más renombrados ingenieros navales y el que diseñó el primer acorazado (además de dejar un importante legado humanitario, como el primer hospital de campaña diseñado por él a petición de Florence Nightingale para la Guerra de Crimea); y Russell, también ingeniero, era el principal colaborador de Brunel.

La imagen muestra una fotografía en la que en primer plano aparecen cuatro hombres, todos vestidos de manera similar con levitas abrochadas, frondosas patillas y tocados con sombreros de copa bastante alta. El primero por la izquierda es John Scott Russell, un hombre de gran envergadura, que mira hacia la izquierda. Un poco por detrás de él está otro hombre de pie que sostiene en su mano derecha lo que parecen ser unos planos enrollados. El tercer hombre, un poco más adelantado, es el ingeniero Isambard Kingdom Brunel que mira también hacia la izquierda mientras sostiene con sus manos una especie de tarjeta a la altura de su estómago. Está fumando un gran puro. Detrás de él aparece otro hombre con similar vestimenta que parece mirar a Brunel. Pulse para ampliar.

Isambard Kingdom Brunel (segundo por la derecha) y John Scott Russell (primero por la izquierda) preparando la botadura del Great Eastern, el mayor barco de vapor construido en hierro hasta el momento (Fotografía de Robert Howlett, 1858)

Los diseños de Brunel y de Russell de edificios que albergaran la exposición se rechazaron por no cumplir una de las condiciones del pliego de adjudicación de la obra: la construcción debía de ser lo suficientemente grande para albergar al gran número de expositores y, para no trastocar excesivamente el paisaje urbano con su tamaño, debía ser desmontable para poder trasladarla a otro espacio si ello fuera necesario. Al final quien se llevó el gato al agua fue un constructor de invernaderos llamado Joseph Paxton cuyo proyecto consistía, como no podía ser de otro modo, en un invernadero gigante que gracias a su estructura metálica podía abarcar la enorme superficie necesaria para todos los expositores.

La imagen muestra un dibujo hecho a mano alzada en el que se aprecia, en la parta superior, una sección del edificio -es decir, un dibujo de como se vé el edificio por dentro-. Consta de cinco cuerpos, siendo la parte central es más alta que las laterales. En la parte inferior puede verse un dibujo del alzado del edificio - esto es, cómo se ve el edificio desde fuera-. La fachada del mismo deja ver el escalonamiento en altura de los cuerpos de que está formado, el central más alto. La fachada está compuesta por pisos superpuestos de arcos de medio punto. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Boceto original para el edificio de la Exposición Universal de Londres (1850)

La propuesta de Paxton fue aceptada y en 1850 se comenzó a construir el edificio de la Gran Exposición Universal, hecho que suscitó gran curiosidad y ruido mediático ya que nunca antes se había celebrado un acontecimiento a escala mundial de tal importancia económica, tecnológica y artística.

La imagen muestra un grabado que sería la ilustración de la revista Illustrated London News donde se aprecia una escena en la que varios obreros trasiegan con largas vigas de hierro dispuestas sobre soportes rodados, para facilitar su movimiento. Tras ellos aparece levantada parte de una estructura de hierro. Sobre esta estructura puede verse a otro obrero trabajando en el ensamblaje de varias piezas metálicas a varios metros de altura mientras otro le acerca algún tipo de material por medio de una larguísima escala. Pulse para ampliar.

Construcción del Crystal Palace según aparecía en un número del Illustrated London News (1850)

Sin duda el invernadero gigante de Joseph Paxton fue una de las grandes atracciones de la Exposición Universal de 1851. El desafío técnico fue indudable y supuso un hito en la arquitectura industrial. Pero el impacto estético del edificio, que acabó por llamarse Crystal Palace, apenas fue perceptible en su época. Quizá porque los arquitectos propiamente dichos lo consideraban una simple obra de ingeniería aumentada en escala. Quizá porque los nuevos materiales como el hierro y el vidrio se asociaban al entorno industrial y no al estético. La obra de Paxton no tuvo un efecto inmediato en la Historia del Arte pero con el tiempo pasó a ser el referente esencial de la arquitectura para este tipo de acontecimientos.

La imagen muestra una fotografía de parte del edificio que albergaba la Exposición Universal. En primer plano se ve una calle ancha flanqueada por bancos y adornada con estatuas. Tras esa calle, un espacio ajardinado con parterres a baja altura. Tras ellos, se ve la fachada del edificio. La parte central del mismo es más alta que las laterales y está coronada con un arco de medio punto. Los cuerpos laterales (dos a cada lado) se adosan en altura decreciente. Todo el edificio está construido con una estructura de hierro y sus paredes y cubiertas están realizadas con paneles de vidrio, lo que le da un aspecto muy diáfano y etéreo. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Crystal Palace (1850)

El éxito de la Exposición Universal de 1851 fue inmenso. Las ganancias económicas, también. El príncipe Alberto mejoraba su imagen a los ojos de sus reacios súbditos, pero muy poco a poco. Ni siquiera el hecho de que parte de los beneficios obtenidos por su celebración fueran destinados por el principe consorte a construir una serie de magníficos museos en el barrio londinense de South Kensington (los que hoy en día se conocen con el nombre de Museo Victoria y Alberto y el Museo de Historia Natural) ayudó a aumentar su popularidad de modo apreciable. Sólo tras su muerte en 1861 el pueblo británico comenzó a reconocer su trabajo y su legado.

El éxito de la Exposición Universal de Londres impulsó de modo meteórico la celebración de otras exposiciones de carácter internacional en casi todos los países y continentes: en Melbourne (Australia) en 1854; en Amsterdam en 1864; en Oporto en 1865; en Córdoba (Argentina) en 1871; en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) en 1877; en 1881 en Atlanta (Estados Unidos); en 1884 en Turín; en 1889, en París… La celebración de un acontecimiento de este tipo impulsaba el crecimiento económico de los países y revestía a las ciudades organizadoras de un gran prestigio, además de proyectar su imagen al exterior como urbes modernas y llenas de oportunidades. Los pabellones y las construcciones para tales eventos solían estar a cargo de ingenieros y arquitectos destacados y muchas de esas construcciones no fueron desmontadas tras el cierre de las exposiciones, quedando en las ciudades como iconos destacados de las mismas.

La imagen muestra la parte inferior de la Torre Eiffel, una obra de ingeniería construída en su totalidad en hierro, que se convirtió en el elemento más representativo de la ciudad de París desde entonces. En la fotografía se ven los cuatro pilares que soportan la torre y el segundo cuerpo, más estrecho, lo que le da un aspecto de pirámide truncada. Pulse para ampliar.

Construcción de la Torre Eiffel para la Exposición Universal de París de 1889 (fotografia de agosto de 1888)

La imagen muestra el anochecer sobre el pabellón, una construcción alargada, de un piso de altura y de formas rectangulares, que está iluminado con focos situados en el suelo. Pulse para ampliar.

Montjuic (Barcelona) – Vista del pabellón de Alemania diseñado por Ludwig Mies van der Rohe para la Exposición Universal de Barcelona de 1929

La imagen, una fotografía en blanco y negro, muestra el interior del pabellón finlandés. Los muros que se ven a ambos lados no son rectos, sino que siguen formas ondulantes y sinuosas. El pabellón tiene una altura de unos cuatro pisos pero todo el espacio es diáfano. Sobre las paredes pueden verse una serie de imágenes (fotografías de paisajes finlandeses) y en la parte superior la pared recubierta de lo que parecen listones de madera. Pulse para ampliar.

Alvar Aalto – Pabellon de Finlandia para la Exposición Universal de Nueva York de 1939 (fotografía de Ezra Stoller)

 

La imagen muestra una avenida ajardinada al final de la cual se eleva la estructura del  Atomium. Son siete esferas de acero y vidrio unidas por tubos demoro que reproducen el modelo tridimensional gigantesco de una molécula de hierro elemental. Pulse para ampliar.

André Waterkeyn – Atomium: estructura levantada para la Exposición Universal de Bruselas de 1958 que representa un cristal de hierro elemental aumentado 165 mil millones de veces.

 

Desde el año 1928 existe un comité que se encarga de la normativa para la celebración de este tipo de exposiciones. Es el B.I.E. (Bureau International del Expositions) con sede en París. En él se deciden las temáticas de las mismas, las ciudades que las van a albergar y la promoción de los eventos. Según el B.I.E. una exposición es un acontecimiento global cuyo objetivo es educar al público, promover el progreso y fomentar la cooperación. Es el punto de reunión más grande del mundo, acercando países y fomentando las relaciones entre el sector privado, la sociedad civil y el público en general alrededor de exposiciones interactivas, espectáculos en directo, conferencias y mucho más. Una bonita definición que, en el fondo, nos dice lo que ya sabíamos: que una exposición es una gran feria que dura meses. Un espejo donde mirarnos y enorgullecernos de nuestras conquistas y envidiar las ajenas.

El reflejo de nuestra vanidad devuelto en forma de un día de asombro.

Historia de seis ciudades

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada.»

Charles Dickens – «Historia de dos ciudades» (1859)

Cuando Cayo Victorio Victorino llegó al fin del mundo con su familia, sus libertos, sus esclavos y la guarnición militar que le acompañaba debió sonreír satisfecho al ver la casa donde iban a residir y donde se situaría la oficina de recaudación de impuestos que dirigiría a partir de aquel momento. Victorino había nacido en la Germania Inferior, a un mundo de distancia de allí. Era centurión y había servido muchos años en el ejército. El camino -el físico y el vital- había sido largo pero no excesivamente complicado o peligroso, no más de lo normal. Las vías construidas con esmero por los ingenieros militares llegaban a todas partes del Imperio Romano, incluso hasta ese lugar donde le habían destinado, a medio camino entre el asentamiento permanente de su legión, la VII Gemina Antoniniana, y la costa donde la tierra conocida terminaba. Ahora su recompensa era un puesto importante, de indudable prestigio social, que le permitiría controlar los impuestos del conventus lucensis desde su capital, una ciudad fundada por el legado Paulo Fabio Máximo hacía casi 200 años y a la que habían llamado Lucus Agusti. A pesar de que la recaudación de impuestos había sido una tarea principalmente civil dentro de las magistraturas romanas, a finales del siglo II la paz relativa que gozaba el Imperio había hecho recaer esa tarea en el ejército. Y por eso Victorino había recibido como recompensa a una larga carrera un cargo en la nueva provincia romana de Gallaecia.

Los recién llegados se instalaron en una de las mejores casas de la ciudad. Cerca del centro neurálgico del poder y de la economía – el Foro- pero lo suficientemente alejada para disfrutar de un entorno tranquilo. Orientada al sur y situada en un extremo de la colina sobre la que se alzaba la ciudad, desde allí podía disfrutarse de las vistas más hermosas sobre el valle del Miño, pero también controlar con facilidad el puente que atravesaba el río, las termas situadas en su orilla y la vía que llevaba a Auriense, otra ciudad importante destinada, sobre todo, a administrar la explotación de oro del noroeste de la Península Ibérica. La construcción del edificio satisfaría a la persona más exigente. Cada una de sus estancias, de los materiales utilizados y de las técnicas constructivas eran ejemplo de la mejor arquitectura romana, esa que había analizado y recogido en su tratado Vitrubio. Además de estar bellamente decorada contaba con todas las comodidades que podía ofrecer una vivienda de esa categoría: calefacción, termas, un plan hidráulico que suministraba agua potable, reciclaba la procedente de la lluvia y dirigía las aguas residuales hacia la cloaca de la ciudad, un patio enlosado con ventanas acristaladas, pavimentos de lujo en las habitaciones principales y jardín.

La imagen muestra una ilustración con el aspecto que tendría el atrio porticado de la casa romana: a la izquierda se aprecia un muro bajo sobre el que se levantan una serie de columnas de granito. Entre las columnas y el muro de la casa aparece un corredor pavimentado con losas grandes e irregulares de piedra. El muro de la vivienda (a la derecha de la imagen) muestra un zócalo inferior de un metro de altura aproximadamente, pintado de color rojo, interrumpido por la puerta de acceso a las habitaciones interiores. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Reconstrucción virtual del aspecto del patio porticado (trabajo de Alicia Colmenero: http://xegali.wix.com/acolmenero)

La imagen muestra la parte inferior de un muro de piedra. Se aprecia, en la base, como ese muro está recubierto con tejas rectangulares de cerámica puestas contra él de modo que dejan una cámara de aire por la que escurriría la humedad que se formara en ellos. Sobre estas tejas  puede verse parte del revestimiento del muro sobre el que iría la decoración de frescos pintados. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Detalle de la construcción del muro con el sistema de aislamiento (cámara de aire a base de tejas dispuestas contra el muro) para preservar las pinturas de la humedad, tal y como lo describe Vitrubio en sus «Diez libros sobre arquitectura»

 

A pesar de que la vivienda era más que suficiente para la familia del centurión, Victorino hizo construir nuevas estancias para adaptar el edificio a su nueva función de oficina de recaudación de impuestos. Aunque Lucus Augusti estaba en el extremo occidental del Imperio Romano, hasta allí llegaban mercancías desde los puntos más lejanos: cerámica de la Galia que llegaban a través de Tarraco (Tarragona) o de Iria Flavia (Padrón); ánforas con vino y aceite de Rodas, de Creta o de Gaza; vajillas de vidrio de Germania; o monedas de las Galias, Constantinopla o Roma. Además de las producciones locales y procedentes de la Península (sobre todo de la zona del Ebro, donde se asentaba la importante ciudad de Caesar Augusta – Zaragoza-).

Como militar que era, Victorino era seguidor del culto a Mitra, una religión de origen oriental. Dos de sus libertos le solicitaron que construyera un templo dedicado a esa divinidad, de uso privado para la familia y la guarnición militar del puesto. Victorino accedió y en el año 212 (el mismo en el que todos los habitantes del Imperio se convirtieron en ciudadanos romanos, independientemente de donde hubieran nacido, gracias al Edicto de Caracalla) levantó un mitreo (es decir, un templo dedicado a Mitra) anexo a la vivienda.

La imagen muestra parte de una planta rectangular de un edificio. En la parte izquierda se observan las pilastaras que sostendrían la cubierta del edificio. El espacio intermedio es una nave que abarca desde la entrada hasta el final del edificio donde puede verse un ara (o altar) de piedra, de un metro de altura aproximadamente, con forma rectangular y donde está la inscripción fundacional del templo. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Vista del yacimiento del templo con el altar dedicado al dios al fondo.

Al nunca conquistado dios Mitra

Cayo Victorio Victorino, centurion

de la Legión VII Gémina Antoniniana

devoto y leal, de buen grado erigió este ara

en honor al puesto de control militar de Lucus

y de sus dos libertos Victorio Segundo y Victorio Victor

El centurión no lo sabía, pero acababa de erigir un «monumento más duradero que el bronce», que diría el poeta Horacio o, por lo menos, tan duradero como la inscripción de su altar de piedra reproducida arriba. Su templo siguió en pie incluso cuando, muchos años después, la magnífica casa fue expropiada (en el año 278, aproximadamente) para construir la muralla que defendería la ciudad y que, aún hoy en día, dibuja el perfil urbano de Lugo.

La imagen muestra el patio, cuyo suelo está cubierto con losas de piedra regulares. A la derecha de la imagen se aprecia el muro bajo y sobre él las columnas del pórtico. En la parte izquierda el patio está interrumpido por la muralla romana que se alza varios metros por encima del suelo. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Vista del patio porticado cortado por la muralla.

Se derribaron varias partes de la casa lo cual no fue obstáculo para que algunas de sus estancias se utilizaran como almacenes y cocinas para los obreros que trabajaban en la construcción de la muralla.

La imagen muestra el centro de una estancia en donde se ha levantado una especie de podio circular de piedra sobre el que se ha dispuesto un molino también de piedra. Este molino consta de una gran piedra cóncava dentro de la cual hay otra de menos tamaño que encaja perfectamente. El la piedra exterior hay muescas para colocar los palos de madera que empujarían los operarios para hacer girar las piedras. El grano se molería por la fricción entra ambas, como si de un mortero de gran tamaño se tratase. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Molino de tracción humana utilizado durante la construcción de la muralla romana. Se aprecia el pavimento del suelo hecho con «opus signinum» (cantos rodados y argamasa, pulido posteriormente).

A pesar de todos estos cambios, que modificaron drásticamente el trazado urbano de la ciudad, el mitreo construído por Victorino siguió en pie y utilizándose, ahora ya de modo público. De hecho, la existencia de ese templo provocó que el centro religioso de la ciudad se trasladase a esa zona, limítrofe con la muralla. Incluso la llegada del cristianismo al Imperio no le afectó en un primer momento hasta que en el año 350 se derribó definitivamente el edificio y se clausuró. El culto a Mitra era un rival directo del cristianismo, que había tenido la buena visión de copiar determinados aspectos del rito oriental para adaptarlo a su propio ceremonial. Así que fue imposible que el templo sobreviviera a la llegada de la cruz.

El final del Imperio Romano en occidente supuso la llegada de las invasiones germánicas. Lucus Augusti cayó en manos de los suevos, que apenas modificaron la ciudad y se limitaron a reutilizar las infraestructuras existentes. Sólo cuando la calma -relativa- volvió a los nuevos estados resultantes de la fragmentación de los antiguos territorios romanos, las ciudades como Lugo pudieron resurgir y crecer. El lugar que había ocupado la casa del centurión Victorino y su templo a Mitra se utilizó como taller de cantería para la construcción de la catedral. De hecho, existen muchas posibilidades de que la catedral (completamente excéntrica dentro del plano urbano de Lugo) se erigiera en ese lugar precisamente porque allí había existido un templo a Mitra en época romana, continuando la tradición de la zona como referente religioso de la ciudad.

La imagen muestra la fachada de la catedral de Lugo. Consta de un cuerpo inferior de forma rectangular, con tres pisos de altura y decorado con columnas adosadas y un fronton triangular sobre la parte central. En ambos extremos se levantan dos torres con campanario de sección cuadrada. Pulse para ampliar.

Lugo – Fachada occidental (siglo XVIII) situada justo frente al templo de Mitra construido por el centurión Victorino en 212.

Aquel solar no sólo sirvió de taller, sino también de cementerio. Los ciudadanos más pudientes podían permitirse el lujo de ser enterrados en el atrio de la catedral, pero el pueblo llano no tenía la oportunidad de estar tan cerca de Dios. Así que, en la época románica (siglos XI-XII), el lugar comenzó a utilizarse como camposanto de las clases menos favorecidas.

La imagen muestra la recosntrucción de un enterramiento medieval consistente en un espacio rectangular acotado por una serie de losas de piedra hincadas verticalmente en el suelo. Dentro se sitúa un esqueleto acostado boca arriba. El enterramiento estaría cubierto por una gran losa de piedra que no se ve en la exposición museística de los restos. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Enterramiento medieval (siglos XI-XII)

El crecimiento de la ciudad de Lugo hizo que las familias nobles comenzaran a establecer sus viviendas dentro de la ciudad. Esto se generalizó en la Edad Moderna, a partir del siglo XVI, con la creación de los estados absolutistas y la decadencia paulatina del poder feudal. Sobre la casa de Victorino la familia Montenegro construyó su palacio urbano – pazo, como se denomina en gallego-, justo frente a la catedral, no en vano la aristocracia siempre tuvo un asiento con vista privilegiada a la salvación del alma.

La imagen muestra la mesa de trabajo del arqueólogo en la que se ven varios fragmentos irregulares de buen tamaño (como una mano de un adulto, aproximadamente) de un objeto de cerámica de Talavera de la Reina (en Toledo) decorada con motivos heráldicos y elementos vegetales en azul y amarillo sobre fondo blanco. Pulse para ampliar.

Domus del Mitreo (Lugo) – Restos de cerámica fina de Talavera (siglo XVIII) pertenecientes a un paraguero del Pazo de Montenegro.

La imagen muestra un pequeño fragmento de muro en el que en la parte inferior se ve una decoración que imita azulejos decorados con elementos vegetales de color azul sobre fondo blanco. Sobre él, una pintura al fresco que representa una perdiz y una liebre muertos colgados junto con ramas de árbol. Pulse para ampliar.

Vicerrectorado de la Universidad de Santiago de Compostela (Pazo de Montenegro) – Restos de pintura mural ornamental con escena de caza (siglos XVIII-XIX)

El tiempo siguió pasando y el espacio lateral del pazo se utilizó para albergar diversos establecimientos. En el siglo XIX la Revolución Industrial se metió dentro de las murallas de Lugo en forma de aserradero, construido sobre la antigua necrópolis medieval. En las excavaciones arqueológicas para estudiar la domus de Victorino se hallaron desde monedas del reinado de Isabel II a los talones bancarios con los que se pagó la compra de maquinaria alemana para el aserradero. Incluso se encontraron las imágenes del catálogo de esa maquinaria que un comercial vasco había llevado hasta allí.

Los años pasaron y los negocios cerraron para ser sustituidos por otros. Al aserradero le siguieron una fábrica de cuerdas y alpargatas regentada por maragatos y un ultramarinos que estuvo en funcionamiento hasta los años 70 del siglo XX. En éste último nivel los investigadores hallaron restos de zapatillas de cuerda, recuerdo de la artesanía maragata, y un compartimento oculto en el suelo de la tienda donde se habían olvidado tesoros coloniales para el estraperlo como café, latas de comida o frascos de Chanel nº5.

El pazo de los Montenegro cayó en el abandono una vez que la familia dejó de residir en él. Un incendio remató ese abandono hasta que la Universidad de Santiago de Compostela lo adquirió para convertirlo en la sede de su vicerrectorado en Lugo. Durante los trabajos de rehabilitación se descubrieron los restos de la casa romana y el templo de Mitra, dejando al descubierto una superposición de niveles arqueológicos que contaban con precisión la historia de la ciudad o, mejor dicho, de las diferentes ciudades que habían existido a lo largo de 2.000 años.

Si alguna vez visitan Lugo, acérquense a ver la Domus del Mitreo. No tiene pérdida: justo enfrente de la fachada occidental de la catedral está el edificio del vicerrectorado y a su lado, bajo el auditorio, se pueden ver los restos del templo construido por Cayo Victorio Victorino. Eso si, tendrán que conformarse con atisbarlos a duras penas a través de un cristal porque el yacimiento y la exposición estarán, con toda probabilidad, cerrados a cal y canto. A pesar de que el yacimiento está musealizado y habilitado para las visitas, con paneles explicativos y recorridos señalizados, la desidia de las autoridades universitarias y la indiferencia de las autoridades municipales han logrado que este tesoro, esta especie de Atapuerca urbano que es la envidia de estudiosos de todo el mundo (en la Universidad de Nebraska la materia de Historia de Roma se explica a través de los hallazgos de esta excavación, por ejemplo), no pueda ser visitado por el público. Aun así, prueben suerte y pregunten en el Vicerrectorado (en horario de mañana, claro) si Celso Rodríguez Cao, el arqueólogo que dirigió la excavación, está por el lugar. Quizá el destino sonría y puedan hablar con él. Gustosamente les regalará su tiempo y les contará, como si de un Charles Dickens moderno se tratara, la historia de las seis ciudades (la romana, la sueva, la románica, la de la época moderna, la decimonónica y la del siglo XX) que fueron construyéndose una sobre otra y cuyos restos siguen siendo una suerte de cueva del tesoro en apenas 600 metros cuadrados.

[Nota: Mi agradecimiento a Celso Rodríguez Cao por su tiempo y paciencia ante mis preguntas. Y también por el excelente trabajo que realiza intentando divulgar todo aquello que ha encontrado durante sus trabajos – que aún continúan- en la Domus del Mitreo de Lugo]

Una habitación con vistas

Am I sitting in a tin can
far above the world…
Planet Earth is blue
and there’s nothing I can do.

David Bowie – Space Oddity (1969)

Si en Estados Unidos nació el arte de estudiar el mercado y sus necesidades para satisfacerlas y, de paso, crear otras nuevas que aumentaran el negocio, allí también surgió el arte de hacer resurgir el consumo de las cenizas de la crisis económica. Y para hacerlo crearon una nueva «ciencia» que se encargó de ofrecer al consumidor productos de apariencia ciertamente apetecible, de líneas suaves y vanguardistas que apuntaban al futuro. Una ciencia que se denominó styling y que supuso la irrupción del diseño en el interior sagrado de los hogares norteamericanos. A su favor estaba el hecho de que, por primera vez, existiera una inquietud acerca de la influencia en las ventas del aspecto externo de un producto y no solo de su calidad. En su contra, que ese rediseño afectaba en la mayor parte de los casos a la apariencia del producto y no suponía un verdadero avance en su concepción.

El styling, creación puramente americana, tuvo a su rey en un hombre nacido en París, hijo de un periodista austriaco y una francesa, que sirvió como capitán del ejército francés en la I Guerra Mundial y fue condecorado por ello. Un hombre que, como tantos europeos sacudidos por la Gran Guerra, decidió buscar su futuro en aquella tierra de oportunidades que era Estados Unidos en la década de los felices años 20.

Raymond Loewy (1893-1986) decidió probar suerte en Estados Unidos como diseñador. Antes de la guerra y con sólo 15 años, había ganado un certamen de modelismo con su maqueta de un avión. Pero las oportunidades no salían a recibirte al desembarcar en Ellis Island sino que había que ir tras ellas sin descanso. Loewy lo hizo pasando por varios trabajos relacionados, de un modo u otro, con el diseño: escaparatista en Macy´s y Saks (dos de los grandes almacenes más importantes de Nueva York) o ilustrador comercial para revistas como VogueHarper´s Bazaar. No fue hasta 1929 en que pudo demostrar su habilidad como diseñador: fue cuando el fabricante de máquinas de reprografía Sigmund Gestetner le encargó que diera un nuevo aspecto a una de sus copiadoras. Loewy modeló en barro una máquina con líneas curvas y formas suaves que se convirtió en su primer gran diseño:

La imagen muestra la fotografía de una máquina copiadora que consiste en un cuerpo rectangular rematado en ángulos redondeados, del que sobresale, en la parte inferior, una bandeja  y en la superior, una especie de rodillo que es donde se instala la plancha con el texto a imprimir. <toda la máquina está realizada en metal de color oscuro sobre el que destacan la manivela que mueve el rodillo y otras piezas, como juntas y tornillos, que son de color plateado brillante. El conjunto no muestra ni una sola arista viva haciéndolo agradable a la vista y al tacto. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Copiadora Gestetner (1929)

 

A partir de ese momento, la carrera de Loewy como diseñador se convirtió en una estela deslumbrante que dejaba atrás al resto de sus competidores. Hombre de gran carisma y mayor capacidad de convicción gracias a su labia, enseguida se dio cuenta de las posibilidades económicas que tenía la profesión de diseñador, prácticamente desconocida hasta entonces, relegada a oscuros departamentos en las industrias y condenada al olvido ante el éxito de sus creaciones.

La imagen muestra una nevera de forma cuadrangular, de esquinas redondeadas. Tiene un grupo de tres líneas que atraviesan toda la parte frontal a modo de moldura decorativa. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Diseño de nevera para Sears & Roebruck (1934)

Loewy decidió ser la estrella y no el humilde creador sentado en un rincón. Así que ni corto ni perezoso estableció que cualquier cliente que quisiera contratar sus servicios debía pagar un anticipo que oscilaba entre los 10.000 y 60.000 dólares, además de retener para sí los derechos de autor. Puede parecer ciertamente exagerado que alguien que desempeñaba una profesión casi desconocida y apenas apreciada hasta el momento elevara sus honorarios hasta tal punto. Pero Loewy tenía un ego muy tonificado y una visión del negocio clara y diáfana. No en vano su definición de belleza era «una curva de ventas ascendente».  Y vaya si ascendió esa curva: en 1937 se convirtió en diseñador para la Compañía de Ferrocariles de Pennsylvania y realizó una de sus obras maestras, la locomotora de vapor GG-1, una máquina salida del futuro para comunicar el presente:

La imagen muestra una fotografía en la que aparece el frente de una locomotora. Sus formas se asemejan a las de un torpedo o un submarino porque tanto la parte superior, donde irían los maquinistas, como la inferior que sobresale para proteger la máquina y hacer de tope en las estaciones, están basadas en la línea curva y eso incluye el foco circular en el frontal, sobre las ventanillas de la cabina,. Loewy está subido a la protección inferior y mira a la cámara satisfecho. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy posando sobre la locomotora de vapor GG-1 de los Ferrocarriles de Pennsylvania (1938)

 

El diseño de la GG-1 abrió a Loewy la puerta grande del diseño industrial. A finales de los años 30 comenzó a trabajar para el fabricante de coches Studebaker, una compañía no excesivamente grande pero con nombre dentro del negocio. Les diseñó el logotipo y comenzó a realizar prototipos de automóviles realmente innovadores que rompieran con las líneas cuadrangulares y excesivamente robustas de los modelos anteriores.

La imagen muestra un logotipo o marca que consiste en un círculo de color rojo brillante sobre el que se destaca el nombre de la marca (Studebaker) en letras plateadas mayúsculas. La "S" con la que empieza el nombre es una línea sinuosa que ocupa casi todo el alto del círculo. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Logotipo para Studebaker

 

La II Guerra Mundial afectó a la industria del automóvil norteamericana en tanto en cuanto se prohibió trabajar en diseños civiles, además de que los principales fabricantes (Ford, Chrysler y General Motors) dedicaban casi toda su producción al suministro de transporte para el ejército. La fábrica de Studebaker no se vio afectada por esa imposición y Loewy pudo trabajar en modelos que, aunque no pudieran ser fabricados, sí podían ser ensayados y probados esperando el fin de la contienda. El resultado fue que en 1947 Studebaker lanzó el primer automóvil de líneas modernas, antes que sus grandes competidoras. Fue el Starlight Coupé:

La imagen muestra un automóvil, visto desde la parte de atrás. Aunque tiene tres volúmenes (maletero, cabina y motor) y es muy alargado, sus líneas son suaves y redondeadas, dándole un aspecto muy aerodinámico. Además tiene ventanales amplios, tanto en la parte trasera (adaptados a la forma curva del coche) como en el frente y en los laterales. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Studebaker Starlight Coupe (1947)

 

Loewy seguía imparable en su carrera meteórica por ser el mejor diseñador de Estados Unidos. En 1942 rediseñó una de las marcas de tabaco americano más famosas, Lucky Strike. La empresa tabaquera veía cómo el creciente mercado fumador femenino no encontraba nada atractivo el color verde de la cajetilla y decidió apostar fuerte encargándole el trabajo a Loewy. Éste cambió el color verde por el blanco y añadió el nombre y la diana de la marca en los laterales, para aumentar la visibilidad del producto al estar apilado. Y también supo sacar partido del cambio de color: los pigmentos de cobre usados para el verde eran requisados para uso militar. Loewy vendió el cambio de color como algo patriótico (incluso se hicieron anuncios diciendo que el «Lucky Strike verde va a la guerra») cuando no era más que un efecto del rediseño.

La imagen muestra un cartel dividido en dos partes asimétricas. La izquierda, más estrecha es una franja de color verde. El resto del cartel tiene fondo blanco. Sobre la línea divisoria entre los dos colores aparece el dibujo de una cajetilla de Lucky Strike ya con el fondo blanco y con su logotipo, una diana de color rojo rodeada por un aro blanco, verde y negro con el nombre de la marca en el centro. En la parte blanca del cartel aparece el dibujo de una mano que sostiene una cajetilla de la que sobresalen algunos cigarrillos. Pulse para ampliar.

Cartel publicitario con la nueva imagen de los cigarrillos Lucky Strike (Raymond Loewy, 1942)

No había campo de acción que se resistiera al empuje de Loewy (y bien que se encargaba él de decir que cualquier familia americana vivía rodeada de los diseños salidos de su estudio). Tanto fue su éxito que la revista Time le dedicó su portada en 1949. Daba igual lo que Loewy diseñara: ya fuera una máquina perforadora de tarjetas o un dispensador de refrescos.

La imagen muestra una mesa sobre la que se dispone una máquina de gran tamaño que consta de dos grandes partes. Por un lado, la parte trasera,  formada por una pieza única con varios rehundidos en donde se sitúan los diferentes mecanismos. Y, unida por un grueso cable, la parte delantera que es una especie de teclado de mecanografía. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Perforadora de tarjetas IBM 026 (1949)

 

La imagen muestra un dispensador de Coca Cola que consta de una parte inferior de forma troncopiramidal invertida (la que va sobre la barra) de color metálico, coronada por una especie de depósito cuadrangular, de bordes redondeados, y de un llamativo color rojo sobre el que destaca las letras blancas con el nombre de la marca. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Dispensador de Coca Cola (1955)

El trabajo de Loewy despertaba admiración en todo el mundo. Era el ejemplo de diseñador rico, famoso y respetado que acometía con igual éxito tanto un  prototipo industrial como un logotipo. Cimentó su fama en los trabajos que realizó antes del fin de la II Guerra Mundial y después vivió del éxito conseguido. Aún así, en esta época produjo diseños tan notables como los logotipos para la TWA (Trans World Airlines) o las petroleras Shell y BP (aún vigentes).  Pero también se ganó las críticas de aquellos a quienes había inspirado con su trabajo. Cuando en el Salón del Automóvil de París de 1960 presentó el Flaminia Loraymo, cuya principal característica era la ausencia de parachoques, le llovieron las críticas. Bruno Sacco, el italiano que se había convertido en el principal diseñador de la casa Mercedes-Benz y que había confesado que su amor por el diseño había nacido viendo las creaciones de Loewy, le acusó de preocuparse únicamente de las apariencias y dejar de lado los criterios que debía tener en cuenta todo diseñador de automóviles. De haber sucumbido al styling y de haber olvidado qué era de verdad el diseño.

Quizá en el caso del Flaminia Loraymo eso fuera cierto. Pero Loewy, incombustible, aún tuvo tiempo a dar un último golpe de efecto con el único campo de acción que le faltaba: el espacio. A finales de los años 60 comenzó a colaborar con la NASA para diseñar los habitáculos del futuro laboratorio espacial Skylab.

La imagen muestra una maqueta de forma circular en la que se ve la compartimentación de las diferentes estancias del laboratorio espacial. Sólo hay un espacio cerrado (el baño). El resto está abierto y en él no figura ningún tipo de asiento, sólo mesas y compartimentos adosados a las paredes, pensado para trabajar en gravedad cero. Pulse para ampliar.

Raymond Loewy – Maqueta para el diseño de Skylab (1973)

 

Con casi 70 años cumplidos. Raymond Loewy se ganó el agradecimiento de la primera misión espacial del Skylab por haber diseñado un entorno agradable y cómodo para trabajar en una situación tan poco común como la ausencia de gravedad. Y, sobre todo, le agradecieron su empeño en incluir un gran ojo de buey a través del cual pudieran ver la Tierra desde el espacio. Fue el último de una larga cadena de éxitos de los que Loewy nunca dejó de alardear. Alguien le definió en una ocasión como «un personaje de un centímetro de profundidad y un kilómetro de ancho». Probablemente fuera cierto. Pero ¿por qué no permitírselo? Al fin y al cabo, Raymond Loewy fue el hombre que diseñó la imagen de la vida norteamericana de la segunda mitad del siglo XX: la de las familias de clase media con sus neveras, jukeboxes, autobuses de línea o dispensadores de refrescos; la de las grandes industrias con sus automóviles, barcos y locomotoras; la de las personas más influyentes del país, como cuando diseñó el interior del Boeing Stratoliner 307 de Howard Hughes o el Air Force One para el presidente de los Estados Unidos. Y también fue quien pensó que, entre experimento y experimento científico, a los astronautas les gustaría disfrutar de una habitación con vistas al planeta Tierra.

La imagen muestra la portada de la revista: en la parte superior aparece el nombre de la publicación en letras de gran tamaño. y debajo de la cabecera, una ilustración con el retrato de Loewy sobre un fondo en el que se aprecian alguna de sus creaciones: autobuses, coches, locomotoras, barcos, sillones, etc. Pulse para ampliar.

Portada de Time del 31 de octubre de 1949 con el retrato de Raymond Loewy

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