El Ojo En El Cielo

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Categoría: Música

El Moldava

Ivancice es una pequeña ciudad de la región de Moravia del Sur, en la República Checa. En 1860 formaba parte, al igual que el resto del país, del Imperio Austro-Húngaro. En ese año y en esa pequeña ciudad nació el hombre que crearía el cartel publicitario contemporáneo. Un artista cuyo nombre quedaría unido en el recuerdo al de la más grande actriz de su tiempo. Y el responsable de definir la estética del Modernismo decorativo como un universo curvilíneo, sensual, colorista y tremendamente hermoso: Alfons Maria Mucha (1860-1939).

El pequeño Alfons estaba dotado por la Naturaleza para las tareas artísticas: sus aptitudes para el canto parecían encauzar hacia ahí su carrera, pero su pasatiempo favorito era dibujar. Dibujaba todo lo que veía una y otra vez, sin quedar satisfecho. Una beca escolar gracias a su talento para el canto hizo posible que continuara con sus estudios de Bachillerato en Brno (la capital de Moravia, a escasos 21 km de su ciudad natal). En el Gymnázium Slovanské estudió bajo la dirección de un maestro de coro que con el tiempo sería unos de los más famosos compositores centroeuropeos, Leos Janacek. Pero al mismo tiempo que estudiaba, combinaba su formación con trabajos artísticos, sobre todo realizando decorados teatrales, orientando ya de algún modo su vocación hacia la pintura. De hecho, fue expulsado del Gymnázium por sus pobres resultados académicos. La vuelta a casa suponía ganarse la vida como oficinista y Mucha estaba decidido a dedicarse al arte. En 1877, con 17 años, solicitó el ingreso en la Academia de Bellas Artes de Praga pero fue rechazado. El trabajo administrativo parecía su única salida pero el destino le tendió una mano: una de sus solicitudes de empleo fue contestada favorablemente y  se trasladó a Viena, la capital del Imperio, para trabajar en una empresa de decorados teatrales. Eso sí: las clases de dibujo seguían presentes en forma de cursos nocturnos para perfeccionar su técnica.

Durante tres años su vida se centró en su trabajo y sus clases hasta que, en 1882, se incendió el teatro para el que trabajaba la empresa que le había contratado: Mucha fue despedido y tuvo que ganarse la vida como retratista, pero ya no en Viena, sino en Mikulov, una pequeña villa morava. Fue allí donde conoció al conde Karl Kuehn-Belasi, noble alemán procedente de una antigua familia del Tirol que poseía tierras en esa zona. El aristócrata se convirtió en el primer mecenas de Mucha, encargándole la restauración de las pinturas murales de su palacio de Hrusovany  Emmanhof.

Estancia del castillos de Emmahof con las pinturas restauradas por A.M. Mucha en 1882 - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro donde se aprecia el interior de una estancia con una mesa de comedor alargada y sus sillas en primer plano y con los muros y techos decorados con pinturas, que apenas se distinguen. Pulse para ampliar.

Estancia del castillos de Emmahof con las pinturas restauradas por A.M. Mucha en 1882

El hermano menor del conde, Egon Kuehn-Belasi, tenía aspiraciones artísticas y, fascinado por el talento de Mucha, decidió apoyar su formación. De ese modo, Mucha pudo recorrer Italia y parte del Tirol y, lo que para él resultó más importante, seguir estudiando dibujo en la Academia de Artes Plásticas de Múnich, una de las más importantes de Europa.

A. M. Mucha - Estudio de desnudo masculino (trabajo de la Academia de Artes Plásticas de Munich - sin fecha) - La imagen muestra un estudio a color de un cuerpo masculino desnudo de frente. La figura está de pie, con un ligero contraposto (apoyando más peso enla pierna izquierda que en la derecha de modo que se acentúe la curva de la cadera) y la mano izquierda está apoyada sobre la cadera. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – Estudio de desnudo masculino (trabajo de la Academia de Artes Plásticas de Munich – sin fecha)

El paso siguiente en la vida de Alfons Mucha fue trasladarse a vivir a París, el centro de la vida artística europea, con el apoyo económico de su mecenas. A pesar de que era un retratista con cierto prestigio y que recibía encargos tanto para cuadros como para diseños de revistas o ilustraciones editoriales, Mucha no dejó de aprender. Lo primero que hizo al llegar a París en 1887 fue asistir a las clases de la Academia Julien y, un año después, a la Academia Colarosi. Aunque su formación tuvo que interrumpirse cuando el conde Kuehn-Belasi cesó su mecenazgo. Eso hizo que Mucha buscase encargos como ilustrador editorial y cartelista (en 1892 ilustra la obra «Escenas y episodios de la Historia de Alemania») y comenzase a dar clases de dibujo en varias academias de Paris. Pero el éxito le llegó a través de una casualidad: en las navidades de 1894 Mucha entró en una imprenta que buscaba desesperadamente un cartelista para anunciar la nueva obra de Sarah Bernhardt, la actriz más famosa de su tiempo, y que realizara el encargo en menos de dos semanas. Mucha se comprometió a hacerlo.

A. M. Mucha - Cartel para "Gismonda" (1894) - La imagen muestra un cartel en formato largo vertical en el que aparece la figura de una mujer con los rasgos de Sarah Bernhardt, vestida con ricos ropajes y llevando en la mano derecha una palma. Está situada sobre un pedestal que muestra las letras "Theatre de la Renaissance" y tras su cabeza se aprecia una especie de arco de herradura que contribuye a destacar el rostro de la mujer. Sobre el arco aparece el título de la obra ,"Gismonda", con letras que simulan estar formadas por pequeñas teselas de mosaico.La figura está representada de un modo muy naturalista aunque las partes están rodeadas de una gruesa línea negra que le da aspecto como de vidriera. Utiliza colores suaves y la decoración de vestido y fondo es minuciosa, abundante y basada en elementos decorativos vegetales. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – Cartel para «Gismonda» (1894)

El cartel de Gismonda se convirtió en el objeto más deseado de los coleccionistas. Todo el mundo, comenzando por la propia Sarah Berhnardt, quedó fascinado por la belleza de la obra de Mucha y por su aspecto rompedor. El cartel había comenzado a generalizarse como principal medio publicitario unos años atrás gracias al genio de dos artistas como Jules Cheret y Henri de Tolouse-Lautrec, pero Mucha lo llevó un paso más allá al transformar el formato del mismo, haciéndolo mucho más alargado, de modo que destacase sobre las fachadas de los teatros y entre el resto de los carteles pegados en las calles de la ciudad. Además, de ese modo, la figura femenina adquiría una presencia monumental, reforzada por un dibujo de línea gruesa, casi como si fuera de una vidriera, y por la utilización de colores suaves y una ornamentación minuciosa y exuberante. Sarah Bernhardt se apresuró a ofrecer un contrato por seis años al artista para que realizara los carteles, los decorados y el vestuario de sus obras.

A. M. Mucha - Cartel para "La Dama de las Camelias" (1896) - La imagen muestra un cartel de formato largo vertical en el que aparece una mujer de pie, mirando hacia la izquierda, que lleva una capa blanca llena de pliegues, el pelo rojizo recogido en un moño y adornado con camelias blancas. las flores aparecen salpicando todo el cartel, La mujer aparece sobre un fondo de colores rosados en degradado y decorado con estrellas. La figura está enmarcada en la parte superior por una especie de arco rebajado y sobre él, el título de la obra "La dame aux camellies". Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – Cartel para «La Dama de las Camelias» (1896)

Los carteles de Mucha para Sarah Bernhardt se convirtieron en la imagen del París de fin de siglo:

A. M. Mucha - Cartel para "Lorenzaccio" (1896) - La imagen muestra otro cartel teatral de formato largo vertical en el que la actriz Sarah Bernhardt aparece caracterizada como Lorenzaccio, el protagonista de la obra de Alfred de Musset. La actriz lleva el pelo corto y está completamente vestida de negro y cubierta con una capa cuya caída envuelve a la figura en una onda. El fondo está completamente decorado con grutescos renacentistas y sobre el arco que enmarca la cabeza puede verse un dragón y por encima de él, el título de la obra. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – Cartel para «Lorenzaccio» (1896)

A pesar de ser un artista de sólida formación académica, Mucha estaba pendiente de los últimos adelantos técnicos para incluirlos en su trabajo. En 1893 compró su primera cámara fotográfica y, a partir de ese momento, la utilizó como herramienta para sus obras, fotografiando las poses de las modelos y las caídas y pliegues de los ropajes para después reproducirlos con minuciosidad en sus obras. Fue uno de los primeros artistas en utilizar la fotografía como herramienta para el diseño e incluso colaboró con los hermanos Lumière en algunos de sus primeros experimentos cinematográficos. La fama de Mucha iba en aumento y en 1896 firmó un contrato con el impresor Champenois (uno de los más importantes de París) para realizar una serie de carteles decorativos que pronto hicieron furor en toda Europa.

A. M. Mucha - Cartel para la Imprenta Champenois (1898) - La imagen muestra una cartel de formato corto casi cuadrado en el que aparece una mujer vestida con una traje vaporoso, de cabellos rojizos y largos recogidos con flores y sobre un fondo que asemeja un rosetón arquitectónico decorado con elementos florales. En la parte superior aparece el nombre de la imprenta. Pulse para ampliar

A. M. Mucha – Cartel para la Imprenta Champenois (1898)

El estilo de Mucha fue copiado hasta la saciedad: la voluptuosidad de sus omnipresentes figuras femeninas, su línea marcada, los colores suaves y delicados, la ornamentación delicada y abundante, el detallismo de vestidos y peinados, los arcos que enmarcaban los rostros de las figuras… Elementos que, en conjunto, producían un resultado asombroso que muchos se apresuraron a imitar. Aunque su éxito con el cartel no hizo olvidar al artista sus otras inquietudes: en 1900 y coincidiendo con el fin del contrato con Sarah Bernhardt, Mucha comienza a colaborar con el famoso joyero Fouquet para el diseño de joyas y de su nuevo establecimiento en la Rue Royale de Paris.

A. M. Mucha - Interior de la boutique Fouquet (1900) - La imagen muestra el interior de la joyería Fouquet en Paris, con los muebles y la decoracion diseñada por Mucha: maderas oscuras de formas curvilineas combinadas con elementos metálicos de bronce dorado y vidrieras decoradas con elementos florales. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – Interior de la boutique Fouquet (1900)

Se avecinaba un cambio en la vida de Mucha. En 1906 se casó con Maria Chitilová, Maruska, la hija de un famoso profesor universitario checo de Historia del Arte, 22 años más joven que él. Aunque Mucha ya había pertenecido en su juventud a grupos de artistas de corte nacionalista que reivindicaban la tradición cultural eslava frente al dominio germánico, a partir de su matrimonio con Maruska su espíritu nacionalista se acentuó. Y en 1908 tras escuchar la interpretación de «El Moldava» de Bedrich Smetana, profundamente conmovido, decidió abandonar todas las actividades que le habían llevado al éxito para consagrarse a trabajar y ensalzar a su país y su cultura.

Comenzó a pintar una ambiciosa serie de cuadros titulada «La epopeya eslava» en la que intentaba mostrar los episodios más significativos de la historia de los países eslavos, reivindicando así su consistencia nacional frente a la apisonadora austrohúngara y prusiana.

A. M. Mucha - "La abolición de la esclavitud en Rusia" (segundo lienzo de "La Epopeya Eslava" (1913) - La imagen muestra la explanada delante del Kremlin de Moscú donde un grupo de personas pobremente vestidas se arrodillan en la nieve. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – «La abolición de la esclavitud en Rusia» (segundo lienzo de «La Epopeya Eslava» (1913)

La Primera Guerra Mundial sumió a Europa en cinco años de destrucción y transformó las estructuras políticas de Europa. Todos los grandes imperios (salvo el británico) cayeron y el reparto de sus territorios hizo que aquellos países que antes estaban sometidos a Austria-Hungría, Alemania o Rusia recuperaran su independencia. Mucha pudo ver, por fin, cómo su amada Checoslovaquia, la tierra del Moldava, recuperaba su entidad nacional. Dedicado en cuerpo y alma a ensalzar al pueblo eslavo, continuó pintando su epopeya, en la que incluía episodios contemporáneos como la guerra civil que siguió a la Revolución Rusa.

A. M. Mucha - "Mujer en el páramo", también conocido como "Noche de Invierno" (1920) - La imagen muestra un paraje yermo, nevado, de noche. En el centro de la composición está una mujer sentada, con los brazos extendidos y las palmas giradas hacia arriba en gesto impotente mientras mira hacia la noche con gesto desesperado. Pulse para ampliar.

A. M. Mucha – «Mujer en el páramo», también conocido como «Noche de Invierno» (1920)

Mucha continuó utilizando la fotografía como base para sus composiciones pictóricas. Para su «Mujer en el páramo» hizo posar a Maruska con gesto desolado para ejemplificar el sufrimiento del pueblo ruso en la guerra.

Maruska posando para "Mujer en el páramo" (1920) - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro donde aparece la mujer del pintor, ataviada con las mismas ropas que la mujer del cuadro anterior y con la misma pose. Pulse para ampliar.

Maruska posando para «Mujer en el páramo» (1920)

El compromiso de Mucha con su país se tradujo en la elevada consideración que se le tenía allí. En 1910 se trasladó a vivir a Praga y allí estableció su taller, aunque siguió haciendo exposiciones y realizando trabajos tanto en Francia como en Estados Unidos, donde su obra tenía un gran éxito. Una de las primeras tiradas de sellos de correos del nuevo estado checo tenía diseños de Mucha.

Sellos de correos de 1918 de Checoslovaquia, con diseños de A. M. Mucha - La imagen muestra una tirada de cinco sellos de correos de la nueva república de Checoslovaquia con cinco valores diferentes. Pulse para ampliar.

Sellos de correos de 1918 de Checoslovaquia, con diseños de A. M. Mucha

A pesar de que Mucha volvió a Francia, donde residió durante dos años y fue condecorado por el gobierno francés, siguió manteniendo la temática nacionalista y su dedicación a Checoslovaquia. Incluso diseñó en 1931 los nuevos billetes de banco checos, para los que utilizó de modelo a Maruska y a su hija Jaroslava.

Billete de 10 coronas. Checoslovaquia. Diseño de A. M. Mucha (1931) - La imagen muestra un billete de banco de color rojizo decorado en sus extremos con dos medallones en los que aparece la cara de una joven con el pelo adornado de flores. Pulse para ampliar.

Billete de 10 coronas. Checoslovaquia. Diseño de A. M. Mucha (1931)

Billete de 100 coronas de Checoslovaquia. Diseño de A. M. Mucha (1931) - La imagen muestra un billete de banco de color verde cuyo diseño está dividido en dos partes. En la parte izquierda aparece la cantidad y el escudo del país y en la derecha la imagen de una mujer sentada, vestida con un elegante traje, sobre un fondo ornamental que asemeja un rosetón arquitectónico medieval. Pulse para ampliar.

Billete de 100 coronas de Checoslovaquia. Diseño de A. M. Mucha (1931)

La tan anhelada independencia de Checoslovaquia empezó a resquebrajarse con la llegada al poder de Adolf Hitler en Alemania y la voluntad de instaurar el III Reich. Mucha vio cómo los alemanes doblegaban al debilitado gobierno checoslovaco y como su país se convertía en el Protectorado de Bohemia y Moravia. Fue detenido por la GESTAPO de Reinhard Heydrich (la «bestia rubia» que se convertiría en el siguiente gobernador nazi de Checoslovaquia) en 1939 por su vinculación a la Logia Masónica de Praga y liberado después de varios días de interrogatorio. Su salud, ya delicada a causa de una pulmonía, empeoró.

Mucha murió en julio de 1939, poco antes de cumplir 79 años, contemplando cómo su amado país sucumbía ante el rodillo alemán. Pero su obra siguió siendo difundida por su familia: por su mujer, Maruska, que permaneció en Praga junto a su hija Jaroslava, que se convirtió en restauradora de arte; por su hijo, Jiri, que se alistó en la Royal Air Force británica y fue corresponsal de guerra para la BBC. Y por toda Checoslovaquia, el pueblo del Moldava, que sigue considerando a Mucha su referente cultural.

Retrato de A. M. Mucha (1906) - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro con el retrato en plano medio del artista. Está vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata. Tiene bigote y perilla cana y gira su rostro hacia la izquierda, de modo que le vemos de perfil. pulse para ampliar.

Retrato de A. M. Mucha (1906)

Cuadros de una exposición

Su familia quería que siguiera los pasos del padre y se convirtiera en abogado. Él quería dibujar. Y a pesar de obtener la licenciatura en Derecho que le permitiría ejercer la profesión, Ivan Yakovlevich Bilibin (1876-1942) ganó el pulso familiar y se convirtió en el hombre que materializó en bellísimas ilustraciones el imaginario del folclore ruso.

Bilibin nació en las afueras de la ciudad imperial de San Petersburgo y desde muy joven demostró grandes aptitudes para el dibujo y la pintura. Ingresó en la Escuela de la Sociedad para el Avance de las Artes de la ciudad y allí estudió hasta 1898, compaginando esos estudios con los de la facultad de Derecho. Como parte de su formación artística viajó en el verano de 1898 a Múnich para trabajar en un estudio de arte y allí entró en contacto con el modernismo centroeuropeo del Jugendstil, además de conocer la obra de otros artistas e ilustradores europeos (sobre todo aquellos que marcaban la tendencia en Francia, como el checoslovaco Alphons Maria Mucha o el suizo Eugene Grasset). La vuelta a San Petersburgo fue bastante traumática: Bilibin no creía poder desarrollar en Rusia un trabajo como aquel que había visto que se hacía en la Europa más occidental y estuvo a punto de renunciar a su sueño de ser artista. Pero esa frustración desapareció cuando descubrió que en su propia ciudad funcionaba un estudio similar dirigido por el pintor realista Ilya Repin (1844-1930):

Ilya Repin - Retrato del compositor Modest Mussorgsky (1881) - La imagen muestra un retrato al óleo en el que aparece en plano medio el compositor. Es un hombre de gran volumen y aparece vestido con una bata verde con el cuello color magenta. Su mirada se dirige hacia detrás del espectador, sus ojos están enrojecidos, el pelo revuelto y luce una barba larga y absolutamente descuidada. Pulse para ampliar.

Ilya Repin – Retrato del compositor Modest Mussorgsky (1881)

Bilibin siguió su formación en el estudio de Repin, pintor vinculado al círculo de artistas e intelectuales que habían relanzado los temas propios de la cultura rusa dentro de la corriente nacionalista que sacudió el arte europeo a finales del siglo XIX. Esa relación con Repin favoreció que en 1899 la revista Mir Isskusstva (El Mundo del Arte) le encargara una serie de dibujos para uno de sus números y que La Casa de la Moneda contara con él para una nueva edición de los «Cuentos Rusos» recopilados por el folclorista Aleksander Afanasiev. Bilibin se puso manos a la obra y realizó las ilustraciones que le encumbraron en el mundo del arte:

Ivan Bilibin - Ilustración para el cuento "El zarevich Ivan, el pájaro de fuego y el lobo gris" dentro de la antología de A. Afanasiev (1899) - La imagen muestra a un muchacho caído en el suelo en medio de un bosque que intenta asir por una de sus patas a un pájaro de extraño plumaje. la ilustración está rodeada por una orla decorativa que reproduce motivos de aves. Pulse para ampliar.

Ivan Bilibin – Ilustración para el cuento «El zarevich Ivan, el pájaro de fuego y el lobo gris» dentro de la antología de A. Afanasiev (1899)

El estilo de Bilibin en estas primeras ilustraciones peca aún de excesiva rigidez y de una ingenuidad infantil y es excesivamente deudor de la influencia de las ilustraciones alemanas y el ornamentalismo de movimientos artísticos como Arts & Crafts (sobre todo en las orlas decorativas) pero ya apunta las que serán sus características más importantes: el dominio del dibujo, el gusto por la ornamentación, la minuciosidad en la representación del entorno natural que otorga realismo a las historias más fantásticas y el grueso trazo negro que enmarca sus imágenes como si figuras de una antigua vidriera se tratasen. Las historias tradicionales rusas se materializaron en figuras de vivos colores, tan cercanos a la estética popular.

Iván Bilibin - La bella Basilisa y la cabaña sobre patas de gallina de Baba Yaga (1899) - La imagen muestra en primer plano a la joven Basilisa, caminando temerosa en medio de un bosque oscuro. Sostiene en su mano izquierda una antorcha cuya parte superior es un cráneo, por cuyas órbitas se escapa la luz de la llama. Al fondo puede apreciarse la cabaña, construida sobre pilares con forma de patas de gallina, de la bruja Baba Yaga. Pulse para ampliar.

Iván Bilibin – La bella Basilisa y la cabaña sobre patas de gallina de Baba Yaga (1899)

En 1900 Bilibin obtuvo su título en Derecho pero también se sinceró con su familia y les dejó claro que su única y verdadera vocación era la de artista. A partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma a captar Rusia para plasmarla en sus ilustraciones. Entre 1902 y 1904 viajó por el norte del país, se empapó de la arquitectura tradicional, del colorido de las vestimentas típicas y de su folclore. En sus ilustraciones se reflejará el amor por el pueblo y por sus tradiciones y los tipos populares acabarán reflejados en su obra con dignidad y realismo.

Ivan Bilibin - Ilustración para el cuento "El pequeño caballo jorobado" (Cuentos Maravillosos) - 1912. La imagen muestra el interior de un dormitorio lujoso en el que se ve, al fondo, una cama con un dosel de tela ricamente bordada. Entre las telas del dosel asoma la cabeza de un anciano. En el extremo derecho de la imagen aparecen tres hombres, dos ancianos y otro más joven, que se dirigen con gesto conminatorio hacia el anciano de la cama. Pulse para ampliar.

Ivan Bilibin – Ilustración para el cuento «El pequeño caballo jorobado» (Cuentos Maravillosos) – 1912

Bilibin comenzó a diversificar su campo de acción. En 1904 realizó los decorados para la ópera de Nikolai Rimski-Korsakov Snegúrochka encargados por el Teatro Nacional de Praga, en el que sería el primero de muchos y excelentes trabajos en el campo de la dirección artística teatral. Posteriormente, colaboró con Rimski-Korsakov en el diseño de los decorados de varias óperas suyas de temática rusa, ya que el compositor había quedado fascinado por sus ilustraciones de los cuentos del poeta Aleksander Pushkin en los que Bilibin aunaba la esencia rusa con la influencia del arte oriental, sobre todo del grabado japonés:

Ivan Bilibin - Ilustración para el "Cuento del rey Saltan, de su hijo el príncipe Guidon y de la bella princesa Cisne" (escrito por Aleksander Pushkin), 1904 - La imagen muestra un mar embravecido con grandes olas que terminan en crestas de espuma blanca y entre las que se mueve a la deriva un gran tonel de madera. En la parte inferior de la imagen aparece una franja decorativa con motivos vegetales estilizados. Pulse para ampliar.

Ivan Bilibin – Ilustración para el «Cuento del rey Saltan, de su hijo el príncipe Guidon y de la bella princesa Cisne» (escrito por Aleksander Pushkin), 1904

Ivan Bilibin - Decorado para la ópera "El gallo de oro" de Nikolai Rimski-Korsakov (1909) - La imagen muestra un boceto colorido en el que se ve un castillo a lo lejos y las fachadas de dos edificios que flanquean los lados del escenario. Pulse para ampliar.

Ivan Bilibin – Decorado para la ópera «El gallo de oro» de Nikolai Rimski-Korsakov (1909)

A pesar de su admiración por las tradiciones rusas, fue crítico con el zarismo. Durante la revolución de 1905 recibió un apercibimiento administrativo por haber realizado una viñeta satírica  en la que aludía veladamente al zar Nicolás II. Bilibin no era un zarista, pero tampoco un revolucionario bolchevique. El estallido de la I Guerra Mundial en 1914, de la revolución Rusa en 1917 y la cruenta guerra civil que dividió y asoló el país entre 1917 y 1923 le decidieron a abandonar su país e iniciar un recorrido por Europa e incluso el norte de África gracias a su destreza como pintor. Recibió encargos para decorar el interior de iglesias ortodoxas en El Cairo, Alejandría y Francia y también se dedicó a pintar mansiones de la nobleza rusa exiliada en París y en la Provenza. Bilibin no tuvo prisa por regresar a la ya Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quizá porque su arte chocaba frontalmente con la vanguardia artística rusa que floreció en los años de la Nueva Política Económica. Pero volvió: lo hizo en 1936, con Josef Stalin ya en el poder y una nueva efervescencia del realismo popular en el arte (y cualquier intento de vanguardia artística ya ahogado). Bilibin fue recibido con los brazos abiertos y se dedicó a dar conferencias y clases en la Academia Soviética de las Artes de Leningrado (el nuevo nombre que había tomado su ciudad natal).

Ivan Bilibin murió en el sitio de Leningrado el 7 de febrero de 1942. De hambre, de frío, a causa de los bombardeos alemanes o a manos de uno de los francotiradores nazis que aterrorizaban a la población civil. Cualquiera de esas causas pudo acabar con su vida, como lo hizo con la de las otras 700.000 víctimas (cifra que aumenta a 1.500.000 según las fuentes no oficiales) del asedio de tres años a la antigua capital de los zares.

La obra de Bilibin sigue siendo igual de fascinante hoy en día que en el momento que la realizó. Y su agudo carácter ruso no provoca rechazo en otras culturas, sino atracción. Sus imágenes son como recuerdos de la infancia expuestos como cuadros en las salas de la memoria. Sus príncipes aguerridos, pájaros de fuego, brujas, bellas muchachas, zares, dragones y caballeros forman parte de las páginas de libros una y mil veces impresos, una y mil veces leídos, que han alimentado la imaginación de generaciones. Son parte de la memoria del pueblo ruso, de su cultura, de sus lamentos, de sus risas, de sus celebraciones y de su música. Música como la que Modest Mussorgsky compuso para su suite de piano inspirada en los cuadros que había realizado su amigo Viktor Hartmann, algunos de ellos basados en las mismas leyendas rusas que habían tomado forma con los dibujos de Bilibin:

Pero las ilustraciones de Bilibin también son parte de nuestros sueños. De esos que comienzan cuando la voz que nos lee el cuento calla.

Ivan Bilibin (c. 1930) - La imagen muestra una fotografía de Ivan Bilibin en un primer plano, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha y gesto serio. Luce bigote y perilla. Lleva el pelo peinado hacia atrás y va vestido con chaqueta, chaleco y camisa adornada con una pajarita. Pulse para ampliar.

Ivan Bilibin (c. 1930)

Una del Oeste

En cuanto se apagan las luces de la sala aparece ante nuestros ojos un paisaje inabarcable: llanuras fértiles, mesetas recortadas, cañones vertiginosos excavados por ríos bravos, montañas azuladas por la altura y la distancia, desiertos pedregosos e inclementes… Nos arrellanamos en la butaca porque sabemos qué tipo de película nos espera: una del Oeste.

El western es un género (cinematográfico, pero también literario) auténticamente norteamericano. La acción de sus obras transcurre en el Oeste de Estados Unidos, por lo general en el periodo que va entre 1850 y finales del siglo XIX. Su marco son los paisajes descritos en el párrafo anterior, situados al oeste y al suroeste del país y en ese entorno se desarrollan historias que tienen que ver con el poblamiento, la colonización y el desarrollo económico de una nación nueva. Sus protagonistas son, por lo tanto, los colonos, los hombres de la frontera, los indios, el ejército, los fuera de la ley que intentan sacar provecho del vacío de poder de los nuevos territorios y aquellos que intentan meterlos en cintura. Todos estos personajes conforman el paisaje humano que hizo posible la creación de Estados Unidos, superpuesto al paisaje natural de un país del tamaño de un continente. Así pues el western es el género histórico de un país sin apenas historia: habla del medio físico, hostil aún dentro de su belleza; de la ampliación del estado político (gracias a la aportación de la emigración masiva desde Europa y a costa del desplazamiento de los indios de sus territorios); de la economía que hace posible la acumulación de riqueza (sobre todo la ganadería y la explotación de los recursos naturales – la minería-); de las condiciones de vida de aquellas personas que habitaron los nuevos estados y de las relaciones y comportamientos sociales diferentes que se establecían fuera del ambiente seguro del Medio Este. El western, despojado de su apariencia aventurera, se convierte en un relato veraz de la formación de los Estados Unidos como país a lo largo del siglo XIX.

Por ello, lo protagonistas son variados. Los más importantes son los vaqueros (cowboys), hombres que trabajan a sueldo de los grandes propietarios de ranchos para trasladar rebaños de miles de cabezas de ganado de una parte a otra del país. Si serán importantes que el sinónimo de «una película del Oeste» ha llegado a ser «una de vaqueros»… Junto a los cowboys, los rancheros tienen su parte importante en el género, ya que son responsables del motor económico del país y actúan, en muchos casos, a modo de señores feudales medievales, con jurisdicción administrativa y legal sobre tierras y poblados e influencia (a veces buena, a veces no tanto) sobre las fuerzas vivas de su entorno. Pero la formación de un nuevo estado requiere de la aportación humana de aquellos dispuestos a aventurarse en tierras hostiles: los colonos se convierten también en protagonistas del western. Junto a los colonos están los trabajadores de las explotaciones mineras y sus familias, que fundan asentamientos que poco a poco comienzan a tomar importancia. En ambos casos (campesinos y mineros) suelen ser emigrantes procedentes de una Europa empobrecida o miembros de comunidades religiosas que buscaban una nueva Jerusalén. Gentes, en fin, decididas a labrarse un futuro pesara a quien pesara. Obviamente entre estos actores es fácil que se sucedan graves conflictos de intereses: los colonos, principalmente campesinos, suelen entorpecer el expansionismo económico de los rancheros, por ejemplo. Entre ambos, la figura del representante de la ley: el sheriff, el U.S. Marshall o el ranger (éste último en los territorios de Texas), encargados de poner orden y concierto legal.

Pero no son sólo los rancheros y los colonos o mineros los que provocan quebraderos de cabeza a la justicia en el salvaje Oeste: la amplitud del territorio y el aislamiento de sus habitantes lo convierten en el marco ideal para la actuación de los fuera de la ley. Es el escenario ideal para ladrones (de bancos y de ganado), asesinos, mercenarios contratados para deshacerse de rivales económicos o políticos, estafadores en el más amplio sentido de la palabra (desde sofisticados tahúres a vulgares trileros y falsos sacamuelas) y como figura inquietante, el cazarrecompensas, aquel que termina por dinero el trabajo que la ley no puede (o no quiere) hacer. Este panorama social es ya de por si complicado pero hay que añadirle un elemento más. Es, con diferencia, el más importante, el más auténtico y el que le da el carácter distintivo: el de los habitantes originarios de las Estados Unidos. Hasta ahora hemos hablado de colonos, vaqueros, rancheros y demás personajes que vagan a sus anchas por el oeste americano… o no tan a sus anchas. Antes de que llegaran las carretas y las monturas de los nuevos pobladores, esas tierras estaban habitadas por pueblos indígenas que se vieron desplazados sin consideración por aquellos que se creían con derecho a ocupar esos lugares llenos de posibilidades. Los indios son, pues, los otros grandes protagonistas, los damnificados de una carrera imparable por ocupar los territorios vírgenes: despreciados por los colonos y perseguidos y diezmados por el ejército, que tras la Guerra Civil americana (1861-1865) se convierte en la salvaguarda de los habitantes de las regiones más remotas.

A pesar de que el cine nació en Francia, su desarrollo en Estados Unidos fue el más importante en sus primeros tiempos, principalmente por el hecho de que la I Guerra Mundial no afectó a su industria como sí lo hizo en la mayoría de los países europeos. La aparición del western como género cinematográfico se remonta a 1903, con el estreno de El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Porter, discípulo de Thomas A. Edison. A partir de ese momento, el western comenzó a definirse en sus aspectos más esenciales, sobre todo en la utilización de los espacios naturales para el rodaje (en oposición a la mayor parte de las producciones, rodadas en estudios cerrados) y en explotar, por lo tanto, el factor expresivo y emocional de la Naturaleza en la narración, algo que influirá notablemente en el cine europeo de la época. Curiosamente, quien mejor reflejó el poder simbólico de las fuerzas naturales en el comportamiento de los personajes fue un director sueco, afincado en Hollywood, que dirigió la última gran obra maestra del cine mudo norteamericano. Victor Sjöstrom contó en 1928 la historia de una muchacha refinada y bien educada que se casa con un ranchero en un pueblo aislado de Texas en una bellísima película titulada El viento:

Lillian Gish en una escena de "El Viento" (Victor Sjöstrom, 1928) - La imagen muestra a una muchacha joven, de apariencia frágil y delicada, apoyada en la puerta de lo que parece una vivienda contruida totalmente en madera con las manos en la cabeza en gesto de desesperación y temor. Pulse para ampliar.

Lillian Gish en una escena de «El Viento» (Victor Sjöstrom, 1928)

El primer western sonoro no llegó hasta el año 1930 y fue The Big Trail, dirigida por Raoul Walsh, aunque la primera película del género que tuvo entidad suficiente para alejarla de los estereotipos de aventura fue La Diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939). Si en El Viento de Sjöstrom podíamos ver la influencia que ejercía el entorno en el individuo y como acentuaba sus debilidades o fortalezas, en La Diligencia la caracterización psicológica de los personajes a través de los diálogos, de los gestos (señalados por los planos), incluso de la vestimenta superan lo hecho hasta el momento, dando más pistas al espectador acerca de cómo reaccionan los protagonistas y por qué, dejando de lado la rigidez narrativa de obras anteriores:

La década de los años cuarenta fue excepcional para el género del western. Aunque primaba cierta estilización en el diseño de los personajes y el estereotipo de las acciones, se rodaron películas que pueden incluirse entre las mejores de la historia del cine. Fueron dos directores los que destacaron en esta edad de oro: John Ford (Pasión de los fuertes, 1946; Fort Apache, 1948; La legión invencible, 1949) y Howard Hawks (El fuera de la ley, 1943; Rio Rojo, 1948), sin olvidar ese paradigma del western ensalzando al héroe romántico que es Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941);  las  películas rodadas por otro auténtico especialista, William Wellman (Incidente en Ox Bow, 1943; Buffalo Bill, 1944); o superproducciones llenas de lirismo y de belleza como Duelo al solo (King Vidor, 1948).

Fotograma de "La Legión Invencible" (John Ford, 1949) - Escena de la película en la que aparece el principal protagonista en primer plano, encarnado por John Wayne. Pulse para ampliar.

Fotograma de «La Legión Invencible» (John Ford, 1949)

El final de la II Guerra Mundial supuso un punto de inflexión en el género del western. No en cuanto a escenarios, tramas o personajes, sino referido al espíritu de la narración: se aprecia un mayor desencanto, un claro cuestionamiento de las actitudes que antes eran indudablemente heroicas. Las historias aparecen con muchas más facetas, con un realismo más acusado, lo que impide al espectador tomar partido, por lo menos hasta escuchar a todas las partes implicadas. Los protagonistas pueden actuar por egoísmo, no por valentía, e incluso ocultan, en muchos casos, hechos turbulentos de su pasado por los que podemos llegar a rechazarlos. Este cambio se refleja de un modo muy visible en el tratamiento del paisaje, que adquiere nueva relevancia con los procesos de filmado en color y la utilización de los formatos panorámicos. Esta riqueza de planteamientos hace que, si bien la década de los años cuarenta se considera la edad de oro del western, las mejores obras, las que figuran por derecho propio en las listas de las mejores películas del género estén rodadas en la década de los cincuenta. Es el caso de la espléndida Caravana de mujeres (William Wellman, 1951); de Raices profundas (George Stevens, 1953), que nos presenta al pistolero con un aspecto humano inédito hasta el momento; del expresionismo colorista y psicológico de esa maravilla extraña que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954); de la visión ruda, salvaje, y marcada por la belleza de la naturaleza a cargo de Anthony Mann y su actor fetiche, James Stewart (Horizontes lejanos, 1953; Winchester 73, 1954; El hombre de Laramie, 1955); de la tensión dramática del héroe abandonado a sus suerte en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952); de la ambigüedad enervante de los personajes de El Árbol del Ahorcado (Delmer Daves, 1959);  de la fuerza y violencia de las películas de John Sturges (Duelo de titanes, 1957; El último tren a Gun Hill, 1959); de la contundencia de El tren de las 3:10 (Delmer Daves, 1957; con una nueva versión -que no desmerece en absoluto a la original- rodada por James Mangold en 2007); de la amargura de Rio Bravo (Howard Hawks, 1959); de la nueva visión del indio como personaje (es el caso de Apache, Robert Aldrich, 1954; o La Ley del Talión, Delmer Daves, 1956); de la perfección – no hay otro adjetivo- y la sinceridad de Centauros del desierto (John Ford, 1956); o del triunfo del antihéroe -el marino reconvertido a ranchero- en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958).

Gregory Peck en un fotograma de "Horizontes de grandeza" (William Wyler, 1958) - La imagen muestra al protagonista en un plano medio apoyado en una cerca de madera, vestido como un hombre de ciudad (camisa, chaleco, corbata) y con gesto pensativo. Pulse para ampliar.

Gregory Peck en un fotograma de «Horizontes de grandeza» (William Wyler, 1958)

La década de los sesenta ahonda en esta negación de presentar comportamientos absolutos. Es una época de tensiones políticas (Guerra Fría, Guerra de Vietnam, luchas por los derechos civiles de la población negra e indígena, conciencia ecologista…) que no pueden evitar reflejarse en las historias trasladadas a la pantalla. El salvaje oeste es más salvaje e inhóspito que nunca, sin atisbo de esperanza para sus pobladores, salvo honrosas excepciones – tampoco excesivamente optimistas- , presentadas por directores de larga trayectoria como John Ford (El sargento negro, 1960; o en la que es quizá la mejor película del género en cuanto a mensaje político y social: El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) y Howard Hawks (El Dorado, 1966), o a través de superproducciones épicas que intentan resaltar el heroísmo de colonos, vaqueros y ejército a la manera de las primeras películas, como La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, John Ford y Richard Thorpe, 1962). Esta década presenta dos aspectos bastantes paradójicos del western. Por un lado, el más descarnado e inclemente, están los nuevos directores que traen un lenguaje cinematográfico impactante y una planificación del encuadre pensada para quitar el aliento al espectador: aquí podría incluirse la única película dirigida por Marlon Brando (y cuyo rodaje comenzó Stanley Kubrick, por cierto), El rostro impenetrable (1961), aunque el peso específico lo llevan dos nombres:  Sam Peckimpah (Grupo Salvaje, 1969; La balada de Cable Hogue, 1970) y el renovador del género y que lo elevó a cotas expresivas desconocidas -aunque a través de producciones de bajo presupuesto-, Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el feo y el malo, 1966; Hasta que llegó su hora, 1968).

Fotograma de "Grupo salvaje" (Sam Peckimpah, 1969) - Imagen muestra a un sheriff y cuatro hombres más avanzando alineados con las armas dispuestas para disparar. Pulse para ampliar.

Fotograma de «Grupo salvaje» (Sam Peckimpah, 1969)

Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de "Hasta que llegó su hora" (1968) - La imagen muestra un gran primer plano (es decir, cortado a la altura de la frente y la barbilla, de modo que el rostro ocupa toda la pantalla) de Henry Fonda en esa película. Pulse para ampliar.

Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de «Hasta que llegó su hora» (1968)

Pero por otro lado, aparecen películas en las que el género se aborda desde la perspectiva de la comedia (comedia de alto nivel, todo hay que decirlo), dando lugar a visiones del Oeste bastante alejadas de la reverencia usual. Es el caso de La batalla de las Colinas del Whisky (1965) dirigida por el veterano John Sturges; de Pequeño Gran Hombre (Arthur Penn, 1970); de Le llamaban Trinidad (Enzo Barboni, 1970), que sería el comienzo de una serie de películas de menor calidad; o el de la única película dirigida por el actor, bailarín y coreógrafo Gene Kelly: El club social de Cheyenne (1970). Y quizá entraría en esta categoría un musical de Broadway llevado a las pantallas por Joshua Logan en 1969 y en el que una joven que huye de un matrimonio polígamo con un mormón acaba conviviendo en amable trío amoroso con dos mineros: La leyenda de la ciudad sin nombre deja bien claro que las condiciones de vida en la frontera no pueden someterse a las exquisiteces de las normas sociales del políticamente correcto Este.

Fotografía promocional de "El club social de Cheyenne" (Gene Kelly, 1970) - La imagen muestra a los tres protagonistas de la película: James Stewart, Henry Fonda y Sue Anne Langdon. Pulse para ampliar.

Fotografía promocional de «El club social de Cheyenne» (Gene Kelly, 1970)

La inusual foto de la boda de "La leyenda de la Ciudad Sin Nombre" (1969): Clint Eastwood, Jean Seberg y Lee Marvin. - la imagen es un fotograma de la película en la que los tres protagonistas aparecen juntos: la mujer sentada y los dos hombres, uno a cada lado que posan la mano sobre los hombros de la mujer. Pulse para ampliar.

La inusual foto de la boda de «La leyenda de la Ciudad Sin Nombre» (1969): Clint Eastwood, Jean Seberg y Lee Marvin

La tendencia al realismo «sucio» en el western se prolongó durante los años setenta, aunque el tema parece agotarse y el género entra en claro declive. Hay algún ejemplo del renacer de la conciencia ecológica (Las aventuras de Jeremías Johnson de Sidney Pollack, 1973) y Sam Peckimpah retoma la violencia poética que le caracteriza en Pat Garret y Billy the Kid (1973), realzada por la música y los versos de Bob Dylan:

A pesar de estos destellos, abundan las producciones de bajo presupuesto y menor calidad que surgen a la sombra de las obras de Sergio Leone, pero que no logran repuntar la caída en picado del género. Sólo un actor reconvertido a director salvó al western del olvido. Clint Eastwood, protagonista de algunas películas ya mencionadas como La leyenda de la Ciudad sin Nombre y actor fetiche de Sergio Leone, continuó trabajando en otros títulos, algunos realmente notables como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) y, sobre todo, en dos producciones dirigidas por Don Siegel: La jungla humana (1969) y Dos mulas y una mujer (1970).

Eastwood se convirtió en el alumno aventajado de Leone y Siegel que pronto superó a sus maestros y se erigió en el renovador del western. En 1973 dirigió Infierno de cobardes (una de las grandes películas del género), a la que seguirían El forajido (1976) y Bronco Billy (1980) que anticiparían el que es, sin duda, su mejor western, El jinete pálido (1985) y el más estilizado, de más éxito y reconocimiento, Sin perdón (1992).

Durante el final del siglo XX las películas del oeste siguieron existiendo gracias a Clint Eastwood, el único que pareció capaz de convertir al género en un producto de calidad que obtuviera, a su vez, beneficios en taquilla. Porque otras experiencias con esta misma temática tuvieron resultados nefastos, como es el caso de las dos primeras (y bellísimas) películas de Terrence Malick (Malas Tierras, 1973; y Días de cielo, 1978) o la espectacular La puerta del cielo de Michael Cimino (1980) que casi supuso la quiebra de la productora United Artists. En estos casos la innegable calidad de las películas no encontró respuesta en la taquilla.

Gran parte de la belleza de "Días de cielo" (Terrence Malick, 1978) se debe a la delicada y pictórica fotografía de Néstor Almendros - La imagen muestra una puesta de sol en tonos dorados ante la que podemos apreciar, en contraluz, la silueta de una casa de dos plantas construida en madera y a amabos lados de ella las figuras de un hombre y una mujer que se dirigen el uno al otro. Pulse para ampliar.

Gran parte de la belleza de «Días de cielo» (Terrence Malick, 1978) se debe a la delicada y pictórica fotografía de Néstor Almendros

Así durante los años ochenta y al abrigo de El jinete pálido se rodarían películas como Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) e incluso Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), un western «ecológico», menor y simple, valorado en exceso en su momento y que no ha pasado el juicio de los (pocos) años transcurridos. Eastwood volvió a abrir la caja de los truenos en los años noventa con Sin perdón, a la que siguieron aburridos y ultraviolentos westerns como Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) o Tombstone (George Pan Cosmatos, 1994) pero también curiosos e interesantes experimentos visuales como la notable Rápida y mortal (Sam Raimi, 1995) o la mística, poética y hermosa Dead man (Jim Jarmusch, 1995).

En el siglo XXI el western ha dejado de ser un género cinematográfico para convertirse en una anécdota narrativa. La mayor parte de los directores que puedan afrontar las películas han nacido ajenos a la influencia de este tipo de películas. Abundan, por tanto, las versiones de películas clásicas (algunas realmente excelentes, como la ya mencionada de James Mangold de El tren de las 3:10 o la espléndida de Ethan y Joel Cohen de Valor de ley (2011) basada en la del mismo título dirigida por Henry Hathaway en 1969). Sólo aquellos directores con clara vocación cinéfila y deseosos de rendir homenaje al género pueden realizar algo que se acerque a los cánones clásicos, como Quentin Tarantino con Django (2012), perfecto compendio de paisajes, personajes y tramas del western a lo largo de su historia. Quizá sea esta película el mejor modo de cerrar el repaso a las características y evolución de las películas del Oeste:

Que sea ella la que ponga el final a esta entrada.

Fundido en negro.

FIN

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