El Ojo En El Cielo

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Etiqueta: Jean-Baptiste Camille Corot

Un fragmento de vida

“La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío”.

Inmanuel Kant – Introducción a la Crítica de la razón pura (1871)

Querer adentrarse más allá de los límites de las convenciones sociales, intelectuales y personales es una característica común a las personas que, pretendiéndolo o no, abren nuevos caminos a aquellos que les siguen. Su actitud ante la vida y ante las normas establecidas acaba por transformar la sociedad y el mundo. A veces desde las ideas. Otras veces, lo consiguen con una simple mancha de pintura.

Berthe Morisot (1841-1895) ha pasado a la Historia del Arte con el «honroso» título de «la cuñada de Manet». Sus cuadros, que están presentes en los museos de arte contemporáneo más importantes y en las grandes colecciones de pintura, han sido calificados como hermosas páginas de imágenes cotidianas y anecdóticas. Y cuando se habla del Impresionismo como movimiento artístico se catalogan temáticas, características y evolución a través de las obras de Monet, Renoir, Pisarro, Sisley o Degas pero se ignoran las aportaciones de Morisot o las de otra pintora del movimiento, Mary Cassatt. Como si la pintura fuera para ellas un entretenimiento al que se dedicaban en las horas que les dejaba libres el trabajo de ser mujer.

Berthe Morisot fue pintora. Nació en Bourges, en el seno de una familia adinerada y ella y sus dos hermanas mayores fueron educadas en las artes y en la música, como buenas hijas de la alta burguesía francesa de mediados del siglo XIX. Hasta los 11 años vivió en Limoges y Caen hasta que finalmente se instalaron en París cuando su padre fue nombrado consejero del Tribunal de Cuentas. Fue en París donde Berthe entró en contacto con la pintura. Su madre decidió que un dibujo hecho por sus hijas sería el regalo perfecto para la onomástica del padre. Así que contrató a un profesor de dibujo para que les diera clase. Berthe tenía 16 años y enseguida supo que aquel era su camino. Con la ayuda de su hermana Edma, dos años mayor que ella, logró convencer a su madre de que aquel profesor era muy aburrido y que no sacarían nada de él. Así que su madre cedió y contrató al pintor Joseph Guichard como maestro para sus hijas. La formación artística académica estaba vedada a las mujeres, que no podían asistir a clases en las escuelas de Bellas Artes, pero como el dibujo y la pintura estaban bien vistos como entretenimientos para las mujeres de buena posición, se les permitía obtener las licencias de copistas en los museos parisinos. Guichard enseñó dibujo a Berthe y la llevó al Louvre a copiar a los grandes maestros. Allí hizo amistad con otros estudiantes de arte que se esforzaban por desentrañar los misterios de los genios de la pintura. Uno de ellos, Henri Fantin-Latour, jugaría un papel decisivo en la vida de Morisot.

En 1860, con apenas 19 años, Berthe decidió no conformarse con ser una simple aficionada y convertirse en pintora. Le dijo a Guichard que quería copiar de la naturaleza y pintar al aire libre. Guichard decidió entonces que el mejor maestro para ello sería Jean-Baptiste-Camille Corot. Morisot salió con Corot a pintar en el exterior y de él aprendió cómo la luz conforma los objetos a través de los planos de color. Durante algunos años Morisot trabajó en su pintura los paisajes pero en ellos solía incluir figuras. Casi siempre de mujeres que paseaban, leían o simplemente estaban ensimismadas.

La imagen muestra un paisaje en el que se ve un camino en el bosque. A ambos lados hay árboles que dan sombra a ese camino mientras que al fondo se aprecia más claridad. En uno de los árboles de la izquierda se puede ver una mujer sentada en el suelo con la espalda apoyada en el tronco, que está leyendo tranquilamente. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot- El viejo camino a Auvers (1863)

La imagen muestra un paisaje semiurbano: al fondo puede apreciarse la ensenada de un puerto con una serie de veleros anclados. En primer plano aparece parte del muro del malecón en donde se sienta una mujer vestida de blanco, que lleva una sombrilla para taparse del sol y que baja la cabeza para mirar al agua. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – El puerto de Lorient (1869)

Morisot incluía las figuras femeninas en sus cuadros de un modo casual, sin que dieran la impresión de estar posando. Eran pequeños instantes percibidos del paseo cotidiano en un día de sol.

La vida de Berthe Morisot cambió el día en que su compañero de copia en el Louvre, Henri Fantin-Latour, le presentó a Edouard Manet, el pintor más célebre de París. Y lo era no por ser el que más vendía sino porque levantaba más polémica que nadie por sus temáticas audaces y por su modo de entender la pintura, lejos de los acabados academicistas de moda en el II Imperio francés. Manet y Morisot conectaron en seguida. Berthe posó para él en una decena de cuadros que son testimonio de la fascinación que ejercía sobre el pintor. Pasaban horas hablando sobre pintura e intercambiando puntos de vista sobre el arte. Morisot admiraba y apreciaba a Manet, aunque alguna vez llegó a odiarle porque cuando le pedía opinión sobre sus cuadros él no podía resistir la tentación de corregirlos.

La imagen muestra un balcón al que se asoman tres personas. Dos mujeres están en primer plano: una sentada a la izquierda y otra de pie, un poco más atrás, que se está abrochando los guantes mientras sostiene un paraguas. Detrás de ambas un hombre de pie mira hacia el espectador mientras se fuma un cigarro. Pulse para ampliar.

Edouard Manet – El Balcon (1868). Este cuadro fue el primero para el que Berthe Morisot (la mujer de la izquierda) posó como modelo para Manet. El pintor había regresado de España fuertemente impresionado por las obras de Velázquez y de Goya. Precisamente en un cuadro de éste último se basa esta obra.

 

La imagen muestra una mujer vestida de blanco reclinada sobre un sofá tapizado en tela púrpura. lLa mujer parece mirar al espectador aunque sus ojos están un poco ensombrecidos. Pulse para ampliar.

Edouard Manet – El descanso (1870)

Su amistad con Monet supuso una revolución en la vida de Berthe. No sólo porque su estilo como pintora evolucionó sino porque conoció a los pintores que conformaban el núcleo del movimiento impresionista y que consideraban a Manet como su gran referente. Monet, Renoir, Sisley, Pisarro y Degas invitaron a Berthe y a Manet a exponer con ellos. Manet rechazó la invitación, pero Berthe aceptó. De hecho, participó en todas las exposiciones impresionistas salvo en la de 1879, y abrió las puertas a la participación de otra mujer, la norteamericana Mary Cassatt. Por si todo esto no fuera suficiente para transformar la vida de Berthe, se casó con el hermano de Manet, Eugène, en 1874.

Eugene y Berthe formaron un matrimonio extrañamente moderno: ella se dedicaba a la pintura y él la ayudaba organizando exposiciones, escogiendo qué cuadros eran los mejores y siendo una especie de ayudante para su mujer. Aunque era de posición acomodada y no necesitaba ejercer profesión alguna para vivir, Morisot nunca se tomó la pintura como una ocupación secundaria, sino como su razón de ser y su trabajo, desafiando las convenciones sociales. Durante 35 años pintó más de 400 cuadros y realizó otros tantos dibujos y pasteles. Compaginó su labor como pintora con su vida social, su matrimonio con Eugène y la educación de su hija Julie, que se convirtieron junto con su hermana Edma, en los protagonistas de sus obras.

La imagen muestra un interior donde se ve a un hombre sentado en una silla ante una ventana. está apoyado en el respaldo de la silla y mira hacia fuera de la ventana, donde se observa un paisaje marino, como un puerto lleno de pequeños veleros y una mujer y una niña pequeña paseando. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – Eugene Manet en la Isla de Wight (1875)

 

La imagen muestra a una mujer joven, vestida de negro, sentada en un sofá tapizado con una tela clara estampada con flores. La mujer tiene las manos cruzadas sobre el regazo y mira al espectador. Si se fija uno bien se da cuenta de que la mitad izquierda del rostro presenta rasgos más delicados y menudos (ojos, nariz, labios) que la parte derecha. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – Retrato de Edma Pontillon (1871). La relación entre Edma (dos años mayor) y Berthe era muy estrecha y fue la modelo de muchos de los cuadros de la pintora. En este retrato de su hermana, Morisot planteó el rostro de Edma en dos mitades, siendo cada una de ellas el retrato de una hermana, que se funden así en un solo rostro, dejando clara la unión que existía entre ellas.

La imagen muestra a la niña sentada sobre una silla plegable, de espaldas y ensimismada en algún juego. A su lado, su padre, sentado también en un banco bajo y tocado con un sombrero de paja, levanta la vista de lo que está leyendo para mirarla. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – Eugène Manet y Julie en el jardín (1883)

Lo verdaderamente innovador de la obra de Berthe Morisot es su visión de la pintura como parte del recorrido existencial de su vida personal. Sus escenas, siempre íntimas, cotidianas, poco espectaculares, pasan ante nuestros ojos como páginas de un diario en las que las mujeres que aparecen en ellas nos cuentan cómo se levantan, pasean, leen, cosen, piensan, tienden la ropa… pero nunca posan. Esa es la gran diferencia con respecto a la mirada masculina de sus colegas impresionistas, en donde las mujeres se plantan ante el pintor como seres expuestos a la vista y al análisis. Si en los cuadros del resto de los pintores impresionistas la mujer aparece en lugares vedados para ella como cafés, teatros, bares o bailes y se exhibe ante el espectador como un objeto digno de admiración, en la pintura de Morisot la mujer transcurre por su vida cotidiana, la verdadera, aquella en la que nadie se fija porque existe callada e inmutable. Las mujeres de Morisot, salvo contadas excepciones, no están vestidas para salir y alternar en sociedad, sino que llevan batas, mandiles, saltos de cama, el pelo recogido en pañuelos o cubierto por sombreros de paja. No muestran colas de pavo real que se abren ante sus admiradores sino que piensan, reflexionan y sueñan despiertas. Y todo ello con un exquisito tratamiento del color y estudio de la luz a través de la técnica impresionista de pincelada suelta y perfiles desdibujados, que contribuye a transmitir la sensación del instante captado.

La imagen muestra el interior de una habitación en donde se ve un espejo de pie y parte de un sofá. Ante el espejo una mujer joven, vestida en ropa interior, se mira pensativa mientras lleva las manos a la espalda para abrocharse algo. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – El espejo de vestir (1876). El espejo de tipo «psiqué» que aparece en el cuadro estaba en la habitación de la pintora. La mujer que aparece representada en el cuadro es, probablemente, su hermana Edma.

La imagen muestra un jardín donde una mujer vestida con falda y camisa azules tiende la ropa en una cuerda atada entre dos árboles. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – Mujer tendiendo la colada (1881)

La imagen muestra a dos mujeres en medio del parque parisino. Una de ellas está sentada y observa atentamente una flor que tiene entre las manos. La otra está de pie a su lado y se agacha para arreglar algo que no podemos ver. Pulse para ampliar.

Berte Morisot – En el Bois de Boulogne (1879)

la imagen muestra a la hija de la pintora en plano medio, sentada de perfil pero girada para mirar de frente al espectador. Sólo que no le mira sino que apoya la cabeza en su mano derecha y baja la vista como pensando en sus propias cosas, ajena a las miradas que puedan recaersobre ella. Pulse para ampliar.

Berthe Morisot – Julie soñando despierta (1894). Julie fue la única hija de Berthe y Eugène y uno de los temas preferidos de sus cuadros. La actitud ausente y un tanto melancólica de la joven sumida en sus propios pensamientos recuerda de algún modo las fotografías de la inglesa Julia Margaret Cameron.

La historiadora del arte británica Griselda Pollock definió a Morisot como una artista que representó a la mujer como un motivo pictórico en sí mismo y no como objeto de la mirada masculina. Quizá por ello sus cuadros han sido catalogados como de temática íntima y cotidiana por críticos e historiadores también masculinos, cuando los temas tratados por Morisot poseen la misma destreza técnica que los de sus colegas y además reflejan una profundización psicológica en los personajes ausente en la obra del resto de los pintores impresionistas. Al igual que ellos, los instantes son los protagonistas de su pintura, pero son instantes que relatan fragmentos de una vida real, no de una composición sobre la misma. La propia Morisot era consciente de la diferencia de valoración hacia ella y su trabajo por el hecho de ser mujer. En su cuaderno anotó la siguiente reflexión: No creo que haya habido nunca un hombre que tratara a una mujer como a un igual. Eso es lo único que pido, pues yo valgo tanto como ellos. Ese convencimiento de que su labor era exactamente igual a la de sus colegas masculinos fue la que le mantuvo en primera línea del movimiento impresionista durante muchos años. Ese impresionismo que fue tan rupturista con los esquemas tradicionales del arte, que transformó el modo de ver la realidad, la relación entre el artista y el cliente pero que también fue el que incluyó a una mujer entre sus principales representantes, aunque la crítica y la historia del arte posterior hayan relegado la obra de Morisot a una mera compañera anecdótica de los grandes maestros del movimiento. A ser conocida como la cuñada de Manet, la amiga de Renoir o del poeta Stephane Mallarme, la tía política del poeta Paul Valery…

Como la paloma de Kant, Berthe Morisot sentía la resistencia del mundo que le rodeaba a aceptar su obra y, por extensión, la injusticia de esa situación. Y siempre supo que cuando llegara la igualdad de consideración por el trabajo de hombres y mujeres, ese día el vuelo sería tan fácil y suave como batir las alas en el vacío.

La imagen muestra un primer plano de Berthe, que mira fijamente al espectador con sus grandes ojos oscuros. Va completamente vestida de negro, con un pañuelo negro alrededor del cuello y un sombrero negro adornado con un gran lazo. Pulse para ampliar.

Edouard Manet – Retrato de Berthe Morisot con un ramo de violetas (1872)

Guía para mundos pintados (II): de la reflexión a la creación de una nueva realidad

La imagen muestra un plano general de un monstruo con forma humana visto de espaldas. Es gigantesco y los músculos están muy marcados. A la altura de sus omoplatos surgen dos grandes alas como las de un murciélago y tiene una cola larga y gruesa como una gran serpiente. De su cabeza, que se inclina ligeramente hacia abajo, sólo se aprecia la nuca y dos grandes cuernos similares a los de un carnero que salen de sus sienes. A sus pies, tendida boca arriba y mirándole fijamente, está una mujer rubia, vestida en tonos dorados, que parece emanar luz y que contrasta con la figura oscura y amenazadora del hombre dragón. Pulse para ampliar.

William Blake: «El dragón rojo y la mujer vestida de sol (Apocalipsis 12:1-6)» (1810)

V. «Ver un mundo en un grano de arena y el Paraíso en una flor silvestre»

En qué difícil situación debieron de encontrarse aquellos artistas que, sin dejar de admirar los presupuestos del arte clásico, sentían en su interior que las rígidas normas que lo definían les impedían expresarse libremente. Hasta ese momento el único arte válido era aquel ratificado por las Academias y el poder establecido. Hacer algo que contrariara a quienes eran los soportes económicos del pintor era una locura y abocaba a quien lo hiciera al exilio artístico. Pero, afortunadamente, el mundo está lleno de locos que desafían las reglas y a finales del siglo XVIII y principios del XIX, estos visionarios del arte abrieron un camino nuevo a la pintura. Bien es cierto que los cambios sociales, políticos y económicos derivados de la Revolución Industrial, de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa allanaron el sendero para los cambios y, de algún modo, los aceleraron. El mundo estaba cambiando con una rapidez de vértigo y el arte no era una excepción. La nueva clase social dirigente no era la aristocracia tradicional sino la burguesía, que detentaba el poder económico y, por tanto, también el político. Y se convirtió también en la nueva clientela para el arte. El lenguaje visual del Neoclasicismo, rígido y uniforme,  sirvió a la causa del poder napoleónico como en la antigua Roma había servido al imperio creado por Augusto (y, obviamente, esto no fue coincidencia). Y la reacción frente a la homogeneidad tuvo su respuesta en el arte como la tuvo en la política. Al igual que las naciones sometidas al I Imperio Francés se revolvieron contra éste haciendo surgir el nacionalismo, la pintura dejó de mirar al ideal universal para buscar en el interior del artista, en sus sentimientos, en sus reflexiones. La realidad podía reflejarse con exactitud en un cuadro, pero, además, podía convertirse en el espejo del alma. Habían llegado al arte los primeros revolucionarios, aquellos que abrirían el camino a la vanguardia sin ser conscientes de ello. Como un torbellino de sentimientos encontrados entraban en escena los románticos.

La imagen muestra un paisaje marino. A la derecha en la parte inferior, se aprecia una puesta de sol y algunas barcas . En la parte izquierda y casi llegando al centro, se ve un gran barco de vela remolcado por otro mucho más pequeño que funciona a vapor y que lleva al barco viejo al desguace. Pulse para ampliar.

Joseph Mallord William Turner: «El Temerario remolcado a su última morada» (1838)

Con los pintores románticos el paisaje se convirtió en el género por excelencia: los cambios constantes de la Naturaleza ayudaban a expresar los cambios de las emociones. Una puesta de sol era el toque de melancolía que Turner añadía a la imagen de un viejo galeón remolcado por un pequeño vapor hasta el lugar donde sería desmantelado. La inmensidad del mar o de las montañas de los cuadros de Friedrich daba idea de nuestra pequeñez ante semejante grandeza. La luz vibrante de los cuadros de Corot componía paisajes con el color, sin depender de la línea. Como en los versos del poeta y pintor William Blake un grano de arena podía contener un mundo y una hora, la eternidad.

La imagen muestra un paisaje en el que predominan tonos terrosos. En el plano más cercano al espectador aparece una fila de árboles que casi tapa una pequeña iglesia, coronada por una torre estrecha. La iglesia es casi del mismo color que la tierra, pero su lado derecho está iluminado por el sol y aparece casi blanco. El fondo se compone de un paisaje árido, pelado, sin casi ningún arbusto. Pulse para ampliar.

Jean-Baptiste Camille Corot: «Volterra: iglesia y campanario» (1834)

Representar un momento determinado en un cuadro significaba sacrificar el acabado perfecto, que era uno de los elementos que se valoraba en la pintura académica. La técnica de los pintores comienza a ser más fluida y en sus obras se aprecia un mayor interés por representar las cosas tal cuan eran y no como deberían de ser. Alejándose poco a poco de las convenciones anteriores, los pintores del siglo XIX van acercando el realismo a sus obras. Si antes la pintura se consideraba un fragmento de la realidad (idealizado las mayor parte de las veces, es cierto) ahora la reflexión sobre esa realidad realizada por los artistas convertía a sus cuadros no en un relato literal sino también verosímil. Y el afán por el realismo causó, en principio, rechazo: la ausencia de idealización ponía ante los ojos del espectador imágenes tan cercanas y reconocibles que podían llegar a resultar incómodas.

La imagen muestra una carpintería en la que el suelo está lleno de virutas. En el medio hay una gran mesa de trabajo. A la izquierda hay un muchacho que se apoya sobre ella y se inclina hacia adelante. Tras la mesa hay una mujer anciana que también se apoya sobre la mesa y se inclina un poco. En la parte derecha un hombre calvo alarga sus brazos hacia adelante por encima de la mesa mientras detrás de él se acerca un niño que lleva en las manos un cuenco lleno de agua. Todos ellos miran hacia el centro de la imagen porque delante de la mesa y en primer plano aparece una muchacha joven, arrodillada en el suelo, que ofrece su mejilla para que la bese a un niño pelirrojo que va vestido con una túnica blanca. Pulse para ampliar.

Sir John Everett Millais: «Cristo en casa de sus padres» (1850)

Los pintores no sólo comenzaron a reflejar aquello que veían sino que empezaron a hacerlo de un modo diferente. El mundo estaba sacudido por los cambios, pero además comenzaba a inundarse de imágenes de otros artes que hasta ese momento habían permanecido ocultos a la mirada de la mayoría. La expansión colonial y la generalización de rutas comerciales con África y el Lejano Oriente, las exploraciones geográficas y las exposiciones universales y coloniales que comenzaban a celebrarse en Europa, pusieron ante la mirada atónita de los artistas modos de expresión que  no tenían nada que ver con el arte occidental: pinturas chinas y grabados japoneses, máscaras tribales africanas y cerámicas precolombinas mostraron que se podían representar espacios creíbles sin tener que recurrir a las leyes de la perspectiva y figuras con presencia y volumen recurriendo al color y no a la luz, figuras humanas con rasgos tan geométricos que casi resultaban abstractos pero, sin embargo, eran perfectamente identificables. Poco a poco, los códigos de representación visual que habían estado vigentes hasta ahora comenzaban a disolverse.

La imagen muestra a un muchacho vestido con pantalones rojos y chaquetilla negra con botones dorados. Lleva atravesada una banda blanca sobre el pecho de donde cuelga la funda del pífano. Está en actitud de tocar y mira con cierta timidez al espectador. La figura se sitúa sobre un fondo neutro, sin ninguna mención al espacio o a un paisaje y los colores son palmos, dando a la figura un aire plano. Pulse para ampliar.

Edouard Manet: «El tocador de pífano» (1866)

Pero no sólo el arte de otras culturas hizo temblar los cimientos de la pintura. Una nueva técnica irrumpió con fiereza en el campo de la imagen: la fotografía reproducía objetos, figuras y paisajes con detalle en apenas unos minutos de exposición. La pintura tenía un duro competidor a la hora de seguir ejerciendo de cronista de la realidad. Así que se impuso una revisión de su propia función. Y así fue como la pintura dejó de mirar hacia el mundo que le rodeaba y comenzó a mirar hacia sí misma. El primer paso lo dieron los pintores impresionistas, representando la luz en todos sus aspectos y momentos. La luz, que hasta ese momento había sido uno de ellos elementos que definía el volumen de una figura, se convertía en la protagonista del cuadro:

La imagen muestra un paisaje en el que se ven dos almiares o pajares, uno más cercano a la derecha y otro más alejado a la izquierda. Están iluminados desde la parte izquierda y proyectan sombras cortas sobre la hierba. Al fondo se aprecia el principio de un bosque y, más lejos aún, el perfil azulado y desdibujado de unas montañas. Pulse para ampliar.

Claude Monet: Cuadro de la serie «Los almiares» (1890-1891)

 

VI. «Cada pintura encierra misteriosamente toda una vida, una vida llena de sufrimientos, incertezas, momentos de fervor y de luz»

Si los románticos abrieron la puerta a la expresión de las emociones y de los sentimientos del artista en su obra, los impresionistas fueron los primeros que consiguieron que una pintura tuviera valor por sí misma y no por lo que representaba. Puede decirse que la justificación del arte por el mero hecho de ser arte, sin ningún tipo de adición de mensaje, función o maestría técnica se debe a ellos. Y a partir de entonces los caminos de exploración de la pintura comenzaron a bifurcarse en función de las investigaciones de cada artista: las armonías de color en Gauguin, las deformaciones en Van Gogh o la geometrización en Cezanne supusieron el comienzo de las vanguardias artísticas.

El siglo XX empezó como terminó el XIX: con las espadas en alto entre las potencias europeas y la crispación convertida en un fantasma que recorría el continente. En ese mundo contraído surgen las vanguardias artísticas, que reflejan la crítica feroz del artista hacia los poderes políticos y económicos que llevan a sus naciones a la debacle. Los colores ácidos y las líneas quebradas del Expresionismo alemán; los colores vibrantes del Fauvismo; las imágenes fragmentadas y en continuo avance del Futurismo italiano; el análisis minucioso de la forma y de la perspectiva del Cubismo; la burla feroz hacia el poder y hacia el propio arte del Dadaísmo; y la exploración del inconsciente y de las barreras mentales que la sociedad pone al individuo del Surrealismo conforman una sacudida tal del mundo del arte como jamás se había visto antes:

La imagen muestra el interior de una habitación en la que la mayor parte del espacio está ocupado por una cama cubierta por una colcha de color azul intenso. Sobre la cama está sentada y un poco recostada una chica joven que lleva un vestido rojo con mangas verdes. Su rostro está dibujado de un modo muy sumario, casi como si fuera un triángulo invertido, y el tono de su piel es verdoso. Pulse para ampliar.

Ludwig Kirchner: «Muchacha sentada» (1910)

Hasta aquí todo había seguido una corriente más o menos continua: el cuadro era una visión personal, reflexiva o literal de la realidad exterior. Pero la pintura aún hubo de sufrir un cambio más, quizá el más radical de todos: cuando dejó de representar las realidades tangibles para plasmar sobre el lienzo conceptos abstractos:

La imagen muestra una sucesión de líneas curvas de color negro sobre fondo blanco salpicadas de manchas de color azul y rojo. Las líneas y las manchas se disponen de forma diagonal con respecto al rectángulo que forma el cuadro, de modo que los elementos adquieren cierto dinamismo. Pulse para ampliar.

Wassily Kandinsky: «Cosacos» (1910)

Wassily Kandinsky fue uno de los pintores que sentó las bases de la pintura abstracta. En su tratado De lo espiritual en el arte sostiene que un cuadro es producto de las experiencias vitales del artista, es algo personal e intransferible a un lenguaje común. El esfuerzo del artista está en poder plasmar el concepto a través de líneas, formas o manchas de color; el del espectador, en ponerse en el lugar del creador y establecer un diálogo con una obra que no habla el mismo lenguaje figurativo que había caracterizado a la pintura durante siglos.

La imagen muestra un cuadro de formato casi cuadrado que está dividido en varios rectángulos de diferentes tamaños y orientaciones repartidos por toda la superficie del lienzo. Esos rectángulos son amarillos, azules, rojos, negros y blancos y están distribuidos formando un ritmo visual por los colores y la orientación de las formas. Pulse para ampliar.

Piet Mondrian: «Composición en rojo, amarillo y azul» (1921)

La pintura se representa a sí misma: el color, el soporte, el instrumento con que se aplica se convierten en el medio de expresión. La disposición de colores y formas puede seguir patrones intuitivos o geométricos. Y por primera vez el artista se transforma en un elemento más del propio cuadro. Es el necesario canal a través del cual fluye la energía creativa que trasforma el simple pigmento en una idea visual:

La imagen muestra un cuadro de formato rectangular alisado que está totalmente cubierto por salpicaduras de pintura negra, gris, malva y blanca que forman ritmos curvos y espirales. Pulse para ampliar.

Jackson Pollock: «Niebla de lavanda» (1950)

Durante la segunda mitad del siglo XX la pintura siguió explorando nuevos terrenos y reinterpretando aquellos que parecían ya cultivados hasta la saciedad. La abstracción siguió siendo el lenguaje visual más utilizado aunque abandonó la rigidez formal de los primeros tiempos para expresar rabia, desconcierto, pérdida, crítica o fascinación por la forma. El mundo resultante de la II Guerra Mundial volcó sus frustraciones y miedos a través del Expresionismo Abstracto de Pollock y del action painting. Pero también fue analizado desde la ironía por el Pop Art y expuesto en sus miserias a través de los informalismos de finales del siglo XX. La homogeneidad de los planteamientos artísticos en la pintura terminó en el siglo XX con multitud de corrientes y variantes que exploraban la expresión visual desde la abstracción o desde su opuesto, el hiperrealismo.

La imagen muestra una vista de la Gran Vía de Madrid desde un punto de vista bajo., en medio de la calle. No circulan coches y los edificios están iluminados por una luz fría, como del amanecer. Todos los elementos están representados con minuciosidad, de modo que más que una pintura parece una fotografía. Pulse para ampliar.

Antonio López: «Gran Vía» (1974-1981)

Desde su aparición en las cuevas prehistóricas, la pintura se convirtió en un compendio de mundos a través de los cuales viajar con la vista. A medida que avanzaba la Historia y la cultura del ser humano, la pintura fue adquiriendo matices, funciones y técnicas que la convirtieron en un representación de la sociedad que la rodeaba. Cada una de las etapas de la Historia del Arte define la pintura de un modo diferente, pero no excluyente. Podemos asomarnos a ella como viajeros fascinados y disfrutar de experiencias únicas, de los diálogos íntimos que nos ofrece generosamente y dejarnos llevar sin oponer resistencia.

Porque, como dijo el poeta Gerardo Diego

Después de ver el cuadro
la luna es más precisa
y la vida más bella

(«Cuadro», poema de Manual de espumas, 1924)

La imagen muestra un paisaje de costa marina al anochecer. Casi todo está en penumbra. Apenas se distinguen las rocas que están en primer término. Sobre ellas están sentados, de espaldas, dos mujeres y un hombre que miran hacia la luna que está saliendo sobre el horizonte. La luz de la luna hace que las nubes que la rodean se iluminen y también que se aprecien algunos veleros que navegan cerca de la costa. Pulse para ampliar.

Caspar David Friedrich: «Costa a la luz de la luna» (1818)

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