El Imperio del Sol
¿Y si la lluvia fuera ella?
¿A qué punto del cielo tempestuoso,
a cuál de esos amenazadores nubarrones
habré de mirar para encontrarla?
Murasaki Shikibu (c. 978 – c.1014) – La novela de Genji: Esplendor (Capítulo 9)
Cuando en 1853 el Comodoro Matthew C. Perry dirigió los cañones de su flotilla hacia la ciudad japonesa de Uraga sabía que estaba haciendo historia. Pero no sabía hasta qué punto.
Japón había sido un país cerrado a cal y canto para Occidente desde el siglo XVII. Había dejado abierta una pequeña puerta en Nagasaki a través de la cual seguir comerciando, aunque la exclusiva de ese comercio era para los holandeses. Una exclusividad claramente insuficiente para el mercado estadounidense, en plena expansión a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Por ello, el gobierno norteamericano envió a Perry en misión diplomática a Japón para convencer a los gobernantes de que lo mejor era comerciar también con otros países, sobre todo con los Estados Unidos. La diplomacia -llamémosla así- de Perry culminó con la amenaza de bombardeo a Uraga y con el consentimiento japonés a abrir sus mercados. Ni Perry ni Occidente sabían que ese gesto aceleraría el fin del shogunato y el advenimiento de un nuevo Japón quince años después con la llegada al trono de Mitsuhito, el emperador Meiji.
Esta apertura de Japón a Occidente fue uno de los factores que influyeron de un modo más perceptible en el arte europeo del siglo XIX. La regularización de las rutas comerciales con ese país supuso la llegada de objetos artísticos que fascinaron a los artistas: cerámica, tejidos, muebles, pinturas, grabados, estatuillas… Los diseñadores no pudieron sustraerse al encanto de objetos cerámicos o muebles de formas simples y austeras que explosionaban con una decoración basada en elementos vegetales. Los pintores se replantearon la representación de las figuras y del espacio en sus cuadros al ver los colores planos y las líneas que los rodeaban, al comprender que había más modos de ver el mundo que aquel que se había establecido en el Renacimiento en forma de perspectiva geométrica. Objetos tan humildes como los envoltorios de los bloques de te prensado que se comenzaron a exportar a Europa eran perseguidos por los pintores por las coloridas serigrafías que los caracterizaban. Nadie que sintiera el arte correr por sus venas podía permanecer ajeno a aquel nuevo mundo delicado, increíblemente hermoso en su lejanía y sencillez, sutil en sus decoraciones y en su poesía que reflejaban el vuelo de los pájaros, las gotas de rocío sobre las flores de un jardín o las nubes de tormenta entre las que asomaba la luna.

Edouard Manet – Retrato de Emile Zola (1868) en el que puede verse el biombo a la izquierda y la estampa japonesa colgada en la pared.
Y de entre todas esas personas que cayeron rendidas a los pies del arte japonés hubo una que supo transformar esa inspiración en cientos de objetos creados para rodear de belleza e inteligencia a las personas y, de ese modo, mejorar un poco su mundo haciéndolo más feliz. Un inglés nacido en Escocia, que estudió diseño, se doctoró en botánica y que recorrió Japón para ver con sus propios ojos las maravillas del país donde el sol nacía.
A Christopher Dresser (1834-1904), que era como se llamaba ese hombre, se le considera el primero de los diseñadores industriales de la Historia. Su relación con el arte comenzó cuando sólo tenía 13 años e ingresó en la Escuela Estatal de Diseño en Londres. Allí descubrió dos cosas que le marcarían de por vida: la ornamentación y la botánica. El gusto por los motivos decorativos elegantes lo aprendió de profesores como Henry Cole y de arquitectos y diseñadores como Augustus W. Pugin que habían criticado el gusto victoriano por su tendencia al exceso decorativo. Y conoció la botánica a través de la colaboración con otro de los profesores de la escuela, Owen Jones. Jones pidió a su alumno aventajado que realizara un grabado botánico para ilustrar su libro Gramática de la ornamentación (1856).

Christopher Dresser. Grabado con ilustración botánica para la página nº 56 de «La gramatica de la ornamentación» de Owen Jones (1856)
Dresser había tomado clases de dibujo botánico en la Escuela de Diseño y el trabajo realizado para Jones le reafirmó en su objetivo de profundizar en el estudio de las plantas. Tenía una mente curiosa y científica y por ello acabó doctorándose en Botánica por la Universidad de Jena y siendo miembro de la Sociedad Botánica de Edinburgo (en 1860) y en la Sociedad Linneana (en 1861) e impartiendo conferencias sobre el tema. A Dresser le encantaba buscar inspiración para los diseños ornamentales en las plantas: admiraba el equilibrio geométrico que podia encontrar en ellas y las posibilidades que ofrecía para la decoración. Pero no representaba sus modelos de forma naturalista sino que tendía a simplificarlos, a geometrizarlos aún más, como si buscara el armazón interno que sostenía aquella belleza exterior. A partir del momento en que vendió su primer diseño en 1858, Dresser se convirtió en un visitante asiduo del Museo Británico y del de South Kensington (hoy Museo Victoria & Albert) para admirar una y otra vez objetos procedentes de distintas culturas: persas, egipcios, incas, polinesios, mejicanos o marroquíes… le era indiferente su origen, sólo quería analizar su forma, su decoración, buscar cómo el material en el que habían sido realizados respondía a su función. Todas sus reflexiones quedaron plasmadas en varios tratados de diseño: El arte del diseño decorativo (1862), muy en la línea de su mentor Owen Jones, o Principios del diseño decorativo (1873). En ellos reflejó su teoría sobre la decoración, que se basaba en tres principios básicos e interdependientes: la Autenticidad, la Belleza y la Fuerza. La Autenticidad, siguiendo la pauta inaugurada por Pugin y Ruskin antes de él, significaba la prohibición de imitar otros materiales para no engañar. La Belleza describía el sentido de la perfección intemporal en un diseño. Y la Fuerza implicaba la energía desprendida por una ornamentación, una energía que partía de su estudio y análisis de la forma y el color. Él mismo comparaba la música y el arte diciendo que una buena armonía de color se parece mucho a una buena armonía musical y que las armonías más excepcionales son aquellas próximas a la disonancia.
La vida de Christopher Dresser dio un vuelco cuando visitó la Exposición Internacional de Londres de 1862 que estaba situada en la explanada vecina a su querido museo de South Kensington. Allí, además de ver los diseños de William Morris pudo ver los últimos avances tecnológicos industriales (de hecho, la exposición estaba dedicada al arte y su relación con la industria) como el convertidor Bessemer, que por primera vez permitía fabricar acero de gran calidad. Pero, sobre todo, pudo observar una exposición dedicada al arte japonés. Dresser cayó rendido ante aquellos objetos de formas simples y decoraciones suntuosas, llenas de flores y plantas como las que él adoraba. Y se dijo que algún día iría a Japón para poder ver todo aquello y traerlo a Europa.
Su trabajo como diseñador le relacionó con multitud de empresarios ya que, al contrario que William Morris, él no tenía su propia empresa sino que realizaba objetos que realizaban y comercializaban otros, desde fábricas de porcelana a fundiciones pasando por talleres de vidrio o de alfombras. Y eso le permitió crear una red de contactos que allanó su camino hacia el soñado viaje a Japón. Fue en 1876 cuando salió rumbo al Imperio del Sol Naciente, pero pasando antes por Estados Unidos para ultimar un acuerdo con la casa de decoración Tiffany & Co. con el que se convertía en su agente comercial encargado de comprar una serie de objetos japoneses destinados a sus tiendas. Quince años después de que el Comodoro Perry se plantara con sus naves negras (así, por lo menos, quedaron recordados sus barcos en el imaginario popular japonés) exigiendo la apertura comercial, Christopher Dresser fue recibido con honores por el emperador Mutsuhito, el artífice de la occidentalización de Japón, quien dio orden de que a aquel extranjero apasionado de la cultura japonesa se le abriesen las puertas de todos los lugares, fueran palacios o templos, como si fuese su amigo personal. Ni que decir tiene que Dresser se apresuró a aprovechar tal honor y recorrió miles de kilómetros contemplando y estudiando los paisajes, el arte, las ciudades y los objetos más cotidianos de Japón, tomando nota de sus formas, decoraciones y usos y comprando cientos de ellos como agente comercial de firmas de decoración americanas e inglesas.
A su regreso a Londres comenzó a plasmar la influencia de todo aquello que había visto en Japón en los objetos que diseñaba. Yendo a contracorriente de la moda victoriana imperante, Dresser comenzó a diseñar objetos extrañamente geométricos, de líneas puras. Y al contrario que diseñadores como Morris que abogaban por la vuelta a la construcción artesanal, sus diseños estaban pensados para los materiales y la fabricación industrial:
Para Dresser el poder de la ornamentación y del trabajo del diseño consistía en que podía cambiar la mentalidad de las personas, acercándolas a una visión del mundo más ordenada y equilibrada donde la belleza, y por tanto el bien, imperarara sobre el caos y la maldad.
Compaginó su trabajo como diseñador con la redacción de más libros sobre diseño: Estudios sobre diseño (1876), Ornamentación moderna (1986) y, cómo no, sobre su gran pasión: Japón: su arquitectura, arte y artes aplicadas (1883). Su éxito le permitió por fin abrir su propio negocio en 1880, el Art Furnishers Alliance, en la zona más de moda de Londres, al lado de Morris & Co. y Liberty´s, en donde comercializaba sus diseños (fabricados por otros, eso sí) pero también artículos importados de Japón, donde dos de sus hijos trabajaban como agentes comerciales para él.
Las formas de los objetos diseñados por Christopher Dresser se inspiran directamente en la naturaleza, pero no la copian literalmente, sino que la interpretan a partir del esquema geométrico que estaba seguro que subyacía a todas las cosas.
Para él, el arte imitativo era digno pero consistía en una simple expresión del dominio de una técnica. Dresser prefería lo que él llamaba un arte ideal, producto del intelecto y la imaginación que, inspirados por la naturaleza, la reinterpretaban para crear una realidad nueva. Así, los elementos de algunos de sus diseños metálicos parecen estar construidos por pistilos estilizados enlazados entre si en formaciones geométricas:
Los trabajos de Christopher Dresser contribuyeron a cambiar la idea de diseño y hacerlo realmente contemporáneo. Se alejó definitivamente del concepto medieval del diseñador artesano que creaba y construía. Abrazó la industrialización y sus posibilidades y la acompañó de una gran visión comercial. Su trabajo era analizar la forma, proyectarla y dejar que otros la llevaran a cabo, aunque siempre bajo las directrices marcadas por él y por su extraordinario conocimiento de los materiales que utilizaba. Su concepto del diseño como una creación mental a partir de un original de la naturaleza se parece más a la idea de arte que propugnaban los artistas abstractos que al del mundo victoriano en el que vivió. De hecho, muchos de sus diseños fueron relanzados a finales del siglo XX por la compañía italiana Alessi e inundaron los escaparates de las tiendas de decoración modernas. En su obituario escribieron que nunca se cansaba de hablar sobre el arte y las costumbres de los países orientales; intentaba rastrear su historia a través de las formas ornamentales del mismo modo que un filólogo lo hace a través del idioma. Quizá sea esta la mejor manera de describir la curiosidad insaciable de un hombre que quiso ir a Japón y consiguió hacerlo (démosle aquí el mérito que le corresponde al Comodoro Perry por su contribución a la apertura del país). Pero también fue el hombre que convenció al Imperio del Sol de que le permitiera adentrarse en todas sus maravillas para poder convertirlas en un pequeño trozo de belleza que contemplar cada día al disfrutar del desayuno.