Una décima de segundo
«Y es que no hay nada mejor que imaginar,
la Física es un placer»
Antonio Vega – «Una décima de segundo»
Cien mil fotografías son muchas fotografías.
Y más si hablamos de fotografía analógica. Esa que tiene que ver con la película de celuloide, con las lentes, con el tiempo de exposición, con cubetas, con el baño de paro… Pero Jacques Henri Lartigue hizo incluso más de esas cien mil. Y escribió más de 7.000 páginas detallando sus vivencias y sus fotografías. Y las dispuso cuidadosamente en álbumes ordenados de manera cronológica, contando así su historia pero también la del siglo XX.
Lartigue nació en 1894 cerca de París. Con seis años estaba fascinado por la cámara fotográfica de su padre y comenzó a tomar sus propias fotografías y a dejar anotaciones acerca de sus impresiones. Aquel trabajo tan concienzudo para un niño de seis años llamó la atención de su progenitor que, como recompensa a su esfuerzo, le regaló su primera cámara al cumplir los ocho años. Y entonces sí que comenzó en serio la carrera de uno de los fotógrafos más particulares que nunca se haya visto.
Las primeras fotografías que hizo Lartigue retratan el mundo familiar. Reflejan la vida acomodada de la burguesía francesa de principios de siglo pero también algo más: una sensación de alegría, de que los instantes que se suceden en nuestras vidas acaban por dejar una huella imborrable en nuestra alma. Lartigue comenzó a captar con su cámara el momento en que la emoción y la alegría llegan a su cúlmen. Daba igual cuándo: en los juegos, en los baños en la piscina, en las salidas a ver competiciones de automovilismo o en demostraciones aéreas. Y, consciente o inconscientemente, en todas ellas plasmó un elemento que se convertiría en el denominador común de toda su obra: el instante.
A medida que pasaba el tiempo, Lartigue procuraba hacerse con cámaras cada vez más sofisticadas que le permitían detener el tiempo en sus imágenes, atrapando esa décima de segundo «que va saltando de hoja en hoja, mil millones de instantes de que hablar» (que cantaría Antonio Vega), en la que, casi siempre, los protagonistas son su familia, el deporte y los amigos, pero también la felicidad. Esa felicidad que flota en el ambiente y que se huele en el aire, que envuelve a las personas en un halo protector.
Es difícil no sonreir ante las imágenes de Lartigue, como es difícil no hacerlo ante las pinturas de Marc Chagall. No porque cuenten algo gracioso, sino porque están llenas de gracia, de ligereza, de felicidad. De instantes ajenos que se convierten en propios. De pensamientos que cruzan la mente del retratado y que se transforman en una mirada, en un sonrisa, en una carcajada o en un gesto pensativo. De sensaciones que nos llevan a imaginar qué es lo que se esconde al otro lado de la fotografía.
Lartigue fue capaz de crear un mundo flotante en su obra. Donde el viento sopla y donde el agua cae. Donde las personas y sus sueños vuelan y nunca se desploman, porque tenemos la sensación de que después de elevarse se posarán con delicadeza sobre el suelo, sobre la arena, sobre una rama o sobre una brizna de hierba. Lartigue parece plasmar las leyes de la Física en sus fotografías. Esa velocidad del instante que resulta de partir el espacio por el tiempo aparece incluso cuando todo resulta estático, captando el soplo de viento que hincha el toldo de la playa como una vela:
Jacques Henri Lartigue pasó su vida haciendo fotografías. Y nadie le dio especial aprecio hasta que en 1955, cuando contaba más de 60 años, el Museo de Orsay celebró una exposición sobre su obra. Fue el paso previo al reconocimiento definitivo que le dio el MoMA de Nueva York cuando en 1963 le dedicó una exposición que le encumbró como uno de los grandes fotógrafos del siglo XX.
Siempre es una delicia contemplar la obra de Lartigue. Probablemente por el hecho de que es fácil adentrarse en sus instantes y comprender la sutileza de su mirada. Quizá porque también es fácil caer en la tentación de inventar el antes y el después de esa décima de segundo que termina, siempre, con una sonrisa.
O quizá porque, como dice la canción, «no hay nada mejor que imaginar… La Física es un placer»