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Tú, no

Me gusta ayudar a que las mujeres se ayuden a sí mismas y ese es, para mí, el mejor modo de plantear la cuestión feminista. Todo lo que podamos hacer y hagamos bien, tenemos derecho a hacerlo y no creo que nadie se atreva a negárnoslo.”

 

Louisa May Alcott (1832-1888), escritora estadounidense.

Quien ha nacido para derribar las barreras con las que el hombre intenta cercar las libertades, no conoce muro que pueda frenar su paso. Principalmente porque no ve el muro en sí, sino piedras amontonadas en su camino. Así que, con paciencia, coge esas piedras una por una, las sitúa en los márgenes de la senda y marca así la vía expedita para aquellos que vienen detrás.

Mary Cassatt (1844-1922) fue una de esas personas. Nació en Pennsylvania (Estados Unidos) en el seno de una familia de la alta burguesía, descendiente de hugonotes franceses emigrados al Nuevo Mundo. En una sociedad como la norteamericana, que comenzaba a ser cada vez más consciente de su propia idiosincrasia, los Cassatt no estaban dispuestos a olvidar sus raíces europeas. Y una buena parte de la educación de Mary en su niñez consistió en un viaje por Europa que duró cinco años. En ese tiempo, Mary aprendió a hablar francés y alemán con fluidez. Pero también tuvo la oportunidad, visitando la Exposición Universal de Paris de 1855, de contemplar las obras de grandes pintores como Ingres o Corot junto a las de jóvenes genios como Edouard Manet o Edgard Degas. La niña Mary, con sólo 11 años, contemplaba fascinada aquellos cuadros sin saber que Manet y Degas acabarían por ser no sólo sus maestros sino sus más grandes amigos.

De vuelta en Estados Unidos, Mary estaba cada vez más decidida a estudiar pintura. Un tipo de estudios estrafalarios, según su padre, orientados a una ocupación más estrafalaria aún. Una mujer de buena posición social no tenía necesidad de ejercer ninguna profesión. Sólo debía esforzarse en comportarse bien en sociedad y encontrar un marido que mantuviera su estatus. Aquellas mujeres pertenecientes a clases sociales menos favorecidas sí que debían ganarse la vida con profesiones más o menos dignas. Así que el empeño de Mary en estudiar pintura fue acogido con resignación por parte de su padre (y alentado por su madre, todo hay que decirlo) que aceptó con la esperanza de que toda aquella locura pasase en cuanto Mary hiciese un buen matrimonio. En 1860, con 15 años, Mary ingresó en la Academia de Bellas Artes de Pennsylvania y comenzó su formación como artista, con más piedras en el camino que facilidades. No había muchas mujeres que se dedicaran al estudio de la pintura de forma académica y la mayor parte de las que lo hacían lo consideraban más bien un pasatiempo. Además, las mujeres tenían prohibido el acceso a las aulas de dibujo al natural. Un modelo ligero de ropa no era apropiado para ellas. Incluso si ese modelo era (como sucedía con frecuencia) una mujer desnuda. Así que Mary y sus compañeras debían suplir esas clases con la copia de moldes y vaciados de escayola.

En 1861 Estados Unidos se fracturó en una guerra civil que se prolongó hasta 1865 y que transformó el panorama político y social del país en muchos aspectos. No sólo por el hecho de se aboliese la esclavitud o se impusiera el modelo económico y fabril de los estados del norte sino porque, de algún modo, la vida de las mujeres norteamericanas cambió radicalmente. En muchos hogares desaparecieron los ingresos económicos que aportaba el cabeza de familia que ahora estaba en el ejército y cuya paga llegaba o no a tiempo de saldar las deudas. Las mujeres de la casa (madres, hermanas e hijas) se vieron obligadas a abandonar el nido confortable y a ganarse la vida ejerciendo las profesiones más variadas: desde enfermeras a profesoras, pasando por obreras en las fábricas, jornaleras… o soldados. El caso de las mujeres soldado en la Guerra de Secesión americana fue extremadamente popular a finales del siglo XIX. Entre 600 y 800 mujeres se disfrazaron de hombre, cambiaron su aspecto y su nombre y se alistaron en el ejército. Por fervor patriótico en algunos casos; por la paga y la libertad que conllevaba no depender de nadie, en otros muchos. No es difícil pensar que el ejemplo de estas mujeres, ampliamente difundido en la prensa de la época (aunque olvidado hoy en día) hiciera pensar a Mary que si una mujer podía valerse por sí misma en medio del caos y la muerte ¿qué no podría hacer con su propia vida?

Quizá eso fue lo que la decidió a plantear a su familia su decisión de viajar a Europa y establecerse en París como artista. Y lo logró, aunque con la condición de que su madre y unas amigas fueran con ella, a modo de carabinas. Y en 1866 Mary se instaló en París con la intención de seguir estudiando pintura. Allí se encontró con otro obstáculo, y fue en la Academia de Bellas Artes de París. No se admitían mujeres como alumnas. Mary tuvo que optar por las clases particulares que impartían los propios profesores de la Academia, además de copiar y estudiar los trabajos de los grandes maestros. Sus esfuerzos se vieron compensados cuando uno de sus cuadros, La intérprete de mandolina fue seleccionado para el Salón de Otoño, la exposición de arte patrocinada por el propio emperador Napoleón III que quería ser el escaparate de las glorias artísticas (y oficiales) de Francia.

La imagen muestra un cuadro en el que aparece una muchacha joven,  de cintura para arriba que sostiene ante ella una mandolina en actitud de tocarla. La joven está casi en penumbra, iluminada sólo por un foco de luz que procede de la derecha y que ilumina parte de su rostro y se refleja sobre la camisa blanca que lleva. Tiene el rostro ligeramente vuelto hacia la izquierda lo que le da un aire un tanto melancólico. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «La intérprete de mandolina» (1868)

Aquello parecía el principio de una prometedora carrera para Mary. Pero apareció otro obstáculo en su camino. El estallido de la guerra franco-prusiana en 1870 la obligó a volver a Estados Unidos, para satisfacción de su padre. Una satisfacción que duró poco, porque Mary seguía empeñada en ser pintora a pesar de que, en un intento por sacarle esa idea de la cabeza, el señor Cassatt le negara cualquier tipo de financiación para comprar materiales, pinturas y, mucho menos, regresar a Europa. Mary expuso en galerías de Nueva York y Chicago, donde recibió buenas críticas y no vendió ningún cuadro. Estaba a punto de tirar la toalla cuando el arzobispo de Pittsburgh, admirador de su técnica, le encargó la copia de dos cuadros de Coreggio que estaban en Parma. Mary no podía creer su suerte: ya no necesitaba la financiación paterna para volver a Europa, así que ni corta ni perezosa marchó a Italia. Allí, en Parma, fue muy bien acogida por la comunidad artística de la ciudad y su trabajo, altamente elogiado. Tras terminar el encargo del arzobispo, decidió viajar por España, Bélgica y Holanda para conocer en primera persona a los grandes maestros barrocos: Velázquez, Ribera, Rembrandt y Hals desfilaron ante los ojos hambrientos de arte de Mary que, en 1874, decidió establecerse definitivamente en París. Su apartamento se convirtió en un punto de encuentro para los jóvenes artistas que llegaban a la ciudad, sobre todo si eran mujeres. Una de esas artistas fue Abigail May Alcott, hermana de la escritora Louisa May Alcott (que se inspiró en ella para el personaje de Amy en su célebre novela Mujercitas), que recogió tan bien los consejos de Mary que en 1877 uno de sus cuadros fue aceptado en el Salón en lugar de los de su mentora. La relación entre Mary Cassatt y el Salón de Otoño se tornó difícil: volvió a enviar cuadros, sí, pero pronto entró en conflicto con la organización de la exposición. Criticaba públicamente que las mujeres artistas fueran ignoradas a menos que tuvieran un protector o un amigo entre el jurado. “Yo no voy a flirtear con nadie para que cuelguen mis cuadros” dijo en voz bien alta.

Las puertas cerradas del Salón de Otoño supusieron, sin embargo, la entrada de aire fresco en la vida y en la obra de Mary Cassatt. Edgard Degas, un pintor al que ella admiraba profundamente (sobre todo su técnica con el pastel), la invitó a formar parte de la exposición de los Impresionistas. El rechazo del Salón había decidido a Mary a abandonar el estilo clásico y este grupo de artistas le ofrecía la oportunidad de probar nuevos desafíos. Entabló amistad con Edgard Degas y con otra mujer pintora, Berthe Morisot, alumna y cuñada de Edouard Manet. Y mantuvo una excelente relación con los otros miembros del grupo: Monet, Renoir, Pissarro o Sisley.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres jóvenes, tomadas en plano medio, que están sentadas en el palco del teatro. Una de ellas está de espaldas, como si el espectador compartiera el palco con ellas, y la otra, a su lado, mira con atención al escenario con un par de pequeños prismáticos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «En el palco» (1879)

El contacto con los impresionistas supuso un cambio en la pintura de Mary Cassatt: su paleta se aclaró y la luz, que siempre le había fascinado, se convirtió en la protagonista de sus cuadros. Aplicó la técnica abocetada para crear las sensación de inmediatez y de momento. Pero no cambió la temática de sus obras. Sus protagonistas siguieron siendo, en la mayor parte de los casos, las mujeres. Mujeres pensativas, solas o en grupo, en actitud cariñosa con niños o absortas en sus labores o lecturas. Mujeres por cuyas cabezas y corazones cruzaban pensamientos y emociones que podían adivinarse en un gesto o en una mirada.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres sentadas en un sofá de un salón decorado en tonos rojos. Ante ellas hay una mesa, de color rojo también, sobre la que hay una bandeja con tazas y una tetera. Una de ellas mira ensimismada hacia el lado izquierdo mientras la otra bebe de su taza de te, que le tapa la cara. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El te de las cinco» (1880)

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer joven, vestida de blanco, sentada en una silla en un jardín. Está a la sombra y con ambas manos sostiene una pequeña labor de costura que mira con atención. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Mujer cosiendo al sol» (1882)

Edgar Degas se convirtió en su mentor: bajo su influencia Mary revisó su trazo, el uso del color y la luz o la composición de sus cuadros. En esto último Degas era un auténtico maestro, un pintor que utilizaba el caballete como si fuera una cámara fotográfica. Fue Degas también quien animó a Mary a probar suerte con el grabado. Su relación fue muy estrecha, algo sorprendente en un hombre tan misógino, gruñón, susceptible y difícil como era Edgard Degas. Pero el talento de Mary hizo que se rindiera ante ella. A regañadientes, sí, pero se rindió.

La imagen muestra a un hombre remando de espaldas al espectador y tras él, y de frente, una muejer sonriente que lleva un bebé en brazos. Sólo se ve parte del bote, como si fuéramos de paseo con ellos. El agua está calma y es de un color azul intenso. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Paseo en barca» (1884)

La imagen muestra un grabado en el que aparece una mujer de pie ente un espejo vertical con un vestido de color claro. Delante de ella y agachada hay otra mujer (de espaldas a nosotros) que le está recogiendo los bajos del vestido (como se puede apreciar en el reflejo de sus manos en el espejo). Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El arreglo del vestido» (1890). Puntaseca y aguatinta.

Los padres y la hermana de Mary se trasladaron a París para vivir con ella. Su padre seguía negándole la financiación para su pintura y Mary se veía obligada a vender cuadros para seguir trabajando. A pesar de las malas críticas que las exposiciones impresionistas tenían entre el público más conservador, las obras de Mary y Degas eran alabadas con unanimidad. Poco a poco fue consolidando su fama y pudo dedicarse a pintar con toda tranquilidad. Sólo una vez dejó de hacerlo: cuando su hermana Lydia murió, en 1882, dejándola sin su modelo preferido y sin su amiga del alma.

A pesar de que el Impresionismo abrió a Mary las puertas de un nuevo estilo, no permaneció fiel a él. La influencia de Degas (cuyo estilo nunca dejó de depender de la línea) y el descubrimiento del grabado japonés con sus colores planos y siluetas definidas animaron a Mary a probar otras vías expresivas.

La imagen muestra un grabado donde una mujer de pie y de espaldas a nosotros, con el vestido desabrochado y bajado hasta la cintura, se está lavando la cara en una jofaina situada sobre un mueble lavabo de madera. la habitación está decorada en tonos azulados que contrastan con la piel blanca de la mujer. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El baño» (1891). Puntaseca y aguatinta.

Su fama como pintora y entendida en arte la convirtieron también en referente para muchos coleccionistas norteamericanos que recorrían Europa en busca de nuevos talentos artísticos. Una amiga de la infancia, casada con el magnate del azúcar Henry Osborne Havemeyer, le pidió que les acompañara en un viaje por Italia y España con el fin de adquirir cuadros para su colección. Una colección que ahora es una parte realmente importante de los fondos del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer vestida en tonos amarillos, sentada en una silla verde, que sostiene en su regazo a un niño rubio desnudo. El niño está casi de espaldas al espectador pero vemos su rostro porque la madre le enseña un espejo donde se refleja su cara. Ambos, además, están reflejados en un espejo colgado en la pared detrás de ellos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Madre e Hijo» (1905)

Mary Cassatt no dejó de viajar para seguir aprendiendo del arte de otras culturas. En 1910, una visita a Egipto y la visión de las obras de su antigua civilización la dejaron absolutamente anonadada, reflexionando sobre sí realmente ella podía aportar algo al arte. Aunque pronto se repuso del shock y siguió pintando hasta que la diabetes y las cataratas que sufría la dejaron casi ciega en 1915. Eso fue lo único que le hizo abandonar los pinceles.

Cuando se habla del nacimiento de la vanguardia artística a finales del siglo XIX con el grupo de pintores impresionistas es fácil recitar de carrerilla los nombres de los grandes pintores del grupo: Claude Monet, Auguste Renoir, Edgard Degas, Camille Pissarro, incluso el olvidado Alfred Sisley se menciona antes que a las dos mujeres que formaron parte de él. Un olvido común pero injusto, sin duda.

No en vano el cascarrabias que era Edgard Degas no pudo evitar elogiar el talento de su amiga. A su manera, claro. Pero viniendo de él, su alabanza debió sonar a cántico celestial en los oídos de Mary:

«La mayoría de las mujeres pintan como si estuvieran adornando un sombrero.
Tú, no.”

La imagen muestra una fotografía en la que se ve a la pintora cortada a la altura del busto. Lleva un traje oscuro, el pelo completamente blanco recogido en un moño elaborado en lo alto de su cabeza y tiene una expresión triste, aunque sus labios parecen sonreír un poco. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt (c. 1900)

Están un inglés, un español, un francés y un italiano…

El siglo XVIII es decididamente uno de los periodos más fascinantes de la Historia de la Humanidad. A nivel político, porque en él se gestan y se llevan a cabo las primeras revoluciones llamadas «burguesas» que transformarán los sistemas de gobierno del mundo occidental; a nivel científico, porque comienza a establecerse un nuevo método de investigación y esto tendrá su reflejo en avances tecnológicos impensables pocos años antes, desde el descubrimiento de nuevos elementos químicos hasta el desarrollo de las vacunas; a nivel económico, porque las reformas agrícolas y las innovaciones técnicas cambian los sistemas de producción vigentes desde la Antigüedad para dar paso a la Revolucion Industrial; a nivel social, porque todos esos cambios van a afectar a las estructuras sociales y a la movilidad entre los estamentos; y a nivel cultural porque estamos en un época en la que no sólo es necesario ampliar los conocimientos sino también sistematizarlos y divulgarlos.

En este marco histórico se desarrolla la historia de cuatro hombres empeñados en cambiar el modo en el que se plasmaba el saber de su tiempo. Cuatro tipógrafos que sabían de la importancia del aspecto de lo impreso para que llegara mejor el mensaje al lector. Cuatro innovadores que sentaron las bases de la tipografía moderna y del diseño editorial. Como si fuera el comienzo de un viejo chiste, un inglés, un español, un francés y un italiano decidieron hacer de su oficio un arte y una ciencia.

John Baskerville (1706-1775) tenía su imprenta en Birmingham. Era un personaje curioso: empresario, además de tipógrafo, miembro de la Royal Society of Arts y ateo declarado en una época en la que esas manifestaciones no eran precisamente bien vistas (y lo que no le impidió imprimir una espléndida Biblia en 1793).

Baskerville representa la transición entre la tipografía antigua surgida del Renacimiento y la moderna que marcará las investigaciones en diseño en los siglos venideros. Estaba obsesionado con la calidad de las impresiones y por ello utilizaba tintas muy negras con un acabado brillante que destacasen sobre el papel. Un papel que satinaba con un cilindro de cobre caliente con la finalidad de hacerlo más suave y uniforme (el papel aún no se producía industrialmente y era difícil encontrar material de gran calidad) y que, de ese modo, las letras destacasen más. No contento con eso, diseñó una nueva tipografía basada en la romana pero más estilizada, con los serifes más finos, lo que le daba un aire mucho más elegante.

Uno de sus trabajos más reconocidos fue la edición de las obras completas de Virgilio, en la que utilizó la tipografía diseñada por él y en la que se aprecia su interés por una apariencia visual limpia que no interfiriera en la recepción del mensaje, dejando amplios márgenes y utilizando un interlineado mayor del habitual:

Paralelamente a las investigaciones de Baskerville, en España se intentaba modernizar también el oficio de impresor. El encargado de hacerlo fue Joaquín Ibarra (1725-1785), cuyo cuidado en las impresiones e incluso en la selección de sus trabajadores le hicieron merecedor del título de impresor para la Casa Real y para la Real Academia de la Lengua. Obsesionado por la perfección, también desarrolló, como Baskerville, un sistema para satinar el papel y eliminar así las marcas de las planchas de impresión. A ello añadía el uso de tintas intensas que destacaban sobre la superficie de impresión y  de márgenes amplios que hacían la lectura más amable.

Los trabajos de Ibarra eran tan cuidados que además de ser impresor real (su edición de La Conjuracion de Catilina de Salustio fue elegido como obsequio de la Casa Real a los visitantes ilustres, tal era su perfección) lo fue también de la Real Academia de la Lengua Española, para quien editó numerosas obras, como su Diccionario:

Ya casi a finales de siglo, el impresor francés Firmin Didot decidió aportar su granito de arena al diseño. Y su aportación no fue anecdótica, sino que transformaría el arte de la tipografía y lo llevaría a la modernidad. Diseñó un nuevo tipo de letra romana con unos serifes casi lineales, de una marcada verticalidad cuya lectura no resultaba excesivamente fluida pero de la que no se podía (ni se puede) negar su elegancia soberbia.

Firmin Didot - Edición de las Obras Completas de Jean Racine (1801)Didot tomó de sus predecesores el gusto por las composiciones limpias y por el contraste del color intenso de la tinta sobre un papel de gran calidad. Pero también decidió establecer un nuevo modo de catalogación de los tamaños de las tipografías. De acuerdo con el espíritu ilustrado de la época, decidió crear un modo universal para denominar los tipos de letra en función de su tamaño. Esto ya se había intentado antes: el antes mencionado Joaquín Ibarra diseñó su propio sistema de medida tipográfica basándose en el tamaño de la «M» parangona (que equivaldría a un tamaño de unos 18 puntos actuales). Y paralelamente a Ibarra, el tipógrafo francés Pierre-Simon Fournier hizo lo propio en su Manual Tipográfico de 1766. Didot cogió el método de Fournier y lo adaptó estableciendo por primera vez la nomenclatura tipográfica moderna, basada en un sistema de puntos, donde las letras serían denominadas por su tamaño de modo homogéneo.

Pero la innovación de la tipografía no acabaría con Didot. En Italia (más concretamente en Parma) Giambattista Bodoni (1740-1813) acabaría por culminar este proceso. Inspirándose en los diseños de Fournier y Baskerville diseñó un tipo de letra extremadamente coherente, con menor alternancia visual entre el grosor de los palos que la que presentaba la de Didot, y que se convirtió en paradigma de la tipografía moderna:

Giambattista Bodoni - Manual Tipográfico (1818)

Bodoni, además, marcó un estilo claro en el diseño editorial, apostando por papeles de alta calidad y blancura sobre los que destacaban sus tipografías impresas en tintas muy negras. Valoraba (al igual que lo habían hecho sus predecesores) los márgenes amplios y los interlineados mayores para dar al conjunto un aspecto más agradable para la lectura y buscar, asimismo, el impacto visual de la página.

Hoy en día se siguen utilizando las tipografías diseñadas en el siglo XVIII (sobre todo la Bodoni) o se recuperan sus diseños por su equilibrio y claridad (caso de la Baskerville). Estos cuatro tipógrafos realizaron su trabajo de modo independiente entre sí pero buscando el mismo objetivo: la renovación de un oficio y la definición del mismo a través de la estética y de la calidad en el diseño. Aunque suene gracioso, podríamos contarlo así: están un inglés, un español, un francés y un italiano en el siglo XVIII…

Y van e inventan la tipografía moderna.

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