El hombre solo

Taciturno. De talante sombrío. Melancólico. Pero también apasionado, independiente, divertido, amable. Amigo excepcional de sus amigos y lleno de ternura para con los niños o su familia. Sensible hasta el dolor ante el sufrimiento humano y la majestuosidad de la naturaleza.

Un romántico. Y un artista fuera de lo común.

Caspar David Friedrich (1774-1840) es el paradigma del paisajista romántico. Pero, en realidad, es mucho más que eso. Es un artista que, partiendo de los presupuestos académicos más estrictos y de su absoluto dominio de las reglas de la representación pictórica, las desafía y las transgrede para expresar el tumulto de sensaciones que hierven en la sangre de aquel que puede ver la belleza más sublime en el extremo difuso de un jirón de niebla y que intenta expresarlo en forma de línea o pincelada.

La pintura y los dibujos de Friedrich son el mejor ejemplo de cómo el paisaje alcanza en el siglo XIX la categoría de tema por excelencia en el arte. Hasta entonces, la pintura de la Naturaleza no había sido sino un género menor que, en muchos casos, se limitaba a ofrecer el marco general en el que transcurría una acción histórica o mitológica. El Romanticismo, a través de figuras como Friedrich, reivindicó la plasmación de la Naturaleza no como un ejercicio de dominio del dibujo y de las leyes de la perspectiva sino como la representación metafórica de un ideal de belleza, de un canto al sentimiento de individuo o como un homenaje a a divinidad.

El amor de Friedrich por el paisaje puede proceder de sus años de formación en Copenhague, donde el dibujo de Naturaleza se consideraba una de las herramientas básicas para conseguir el dominio de la técnica académica. Friedrich destacó siempre por la delicadeza y la sencillez en sus obras con lápiz: con una línea tenue era capaz de transmitir el frescor de un prado o de un arroyo; la luminosidad de un rayo de sol; la fuerza de la roca abrupta que perfila el precipicio.

La Naturaleza en Friedrich tiene un elevado componente místico: su belleza sobrepasa siempre al individuo, le abruma, le deja sin palabras y le hace volverse hacia su interior. Como el monje que, a orillas de un mar plomizo y encrespado, sirve igualmente de escala de la grandeza del paisaje y de representación de la meditación melancólica sobre la propia existencia:

En muchos paisajes de Friedrich aparece la figura humana. Pero casi siempre de modo anónimo, marcada por el contraluz, de espaldas al espectador, como si de algún modo le invitara a acompañarla en el descubrimiento de las magia de una noche de luna llena donde las palabras sobran y una mano en el hombro del amigo es el mejor modo de expresar la reverencia que produce esa visión:

El temperamento solitario y gruñón de Friedrich se suavizó tras su matrimonio tardío con Caroline Bommer, una joven veinte años menor que él de carácter alegre, llena de energía y amabilidad que constrastaba con la melancolía y los frecuentes retraimientos del pintor, que a su callada manera, agradecía la mera presencia de Line (como él la llamaba cariñosamente) a su alrededor. Uno de sus cuadros más hermosos (y más copiados) es aquel en el que la mujer aparece absorta mirando a través de la ventana de su casa de Dresde mientras al fondo se observa el mástil de una de las barcazas que remontaba el río Elba. La habitación, austera y desprovista de cualquier elemento accesorio, sirve como marco del sentimiento de placidez que aquel hombre taciturno sentía en su nuevo entorno doméstico:

No puede entenderse la pintura contemporánea sin el aporte de sentimiento que Caspar David Friedrich supo trasladar a cada una de sus obras. Su sensibilidad exacerbada se capta de un simple vistazo. Sus paisajes, sus figuras, sus trazos de lápiz no son meros modos de reproducir la belleza. Son belleza en sí. Friedrich vivía para poder dejar salir ese torrente de creatividad a través de su mano. Cuando, tras dos ataques de aplopejía, fue incapaz de trabajar, sólo podía «llorar como un niño», tal y como contaba un conocido suyo después de visitarle. El arte había hecho soportable su vida y le había servido como medio de exorcizar dolorosos recuerdos, como el que siempre le atormentó hasta su muerte: cuando tenía catorce años estuvo a punto de morir ahogado al romperse bajo sus pies el hielo del lago sobre el que jugaba. Su hermano mayor corrió a ayudarle, logró sacarle del agua pero murió ahogado sin poder salvarse él. Friedrich vio como su hermano quedaba atrapado sin vida bajo el hielo. En su cuadro «El naufragio entre los hielos» suele comentarse cómo Friedrich representa una noticia más o menos contemporánea (las expediciones del inglés William Parry en busca de un paso navegable por el Ártico), o cómo expresa de modo metafórico y rotundo el poder de la Naturaleza sobre el ser humano:

Pero sabiendo del alma triste y hermosa de aquel hombre solo, quizá sea más sencillo ver en esas placas heladas que se elevan hacia el cielo un túmulo funerario, hecho con pinceladas, en honor al hermano perdido.