Ahora lo ves, ahora no lo ves
In olden days, a glimpse of stocking
was looked on as something shocking.
But now, God knows!
Anything goes.
Cole Porter – Anything goes (1934)
Springfield es una pequeña ciudad del estado de Ohio, no muy lejos de la capital Columbus. Para cualquier familia modesta de finales del siglo XIX, las nuevas industrias que se estaban estableciendo en el medio oeste norteamericano ofrecían un porvenir asegurado para su descendencia. Así que no es extraño que los Phillips, una familia muy humilde de Springfield, pensara que un puesto de oficinista en la American Radiator Company era el mejor de los futuros para su hijo Clarence Coles. Claro que Coles no parecía entusiasmado con la idea: a los 6 años había cogido un lápiz por primera vez y había descubierto el inmenso placer de dibujar. Él no quería ser chupatintas, sino más bien utilizar la pluma y el lápiz para crear sobre el papel cosas verdaderamente hermosas.
Ni que decir tiene que Coles Phillips (1880-1927) entró a trabajar en la American Radiator Company. Aunque no todo fue malo: su sueldo le permitió entrar en la universidad y se matriculó en Artes Liberales en el Kenyon College de Gambier (Ohio) en 1902. Allí comenzó su formación como artista. Una formación que no llegó a completar para sobresalto de sus padres que, a esas alturas, no ganaban para disgustos. La razón de su abandono fue que la mayoría de los miembros de la fraternidad universitaria a la que pertenecía habían orientado su carrera a la economía y pensaban establecerse en Nueva York al terminar sus estudios. Influido por ellos (y porque no veía demasiado claro su futuro como artista en Springfield), Coles hizo la maleta y se plantó en Nueva York en 1904 dispuesto a comerse la Gran Manzana. Eso sí, con una carta de recomendación de su antiguo jefe de la American Radiator Company para la sede de Nueva York. Tampoco había que tentar demasiado a la suerte si la manzana no dejaba darse un mordisco.
El empleo de Coles en la American Radiator no duró mucho tiempo. Su jefe le pilló dibujando caricaturas en horas de trabajo y el resultado fue un despido fulminante. Sin el respaldo del sueldo de oficinista la vida en Nueva York podía ponerse realmente difícil, pero un amigo acudió en su ayuda. Comentó el caso de Coles con el director de una publicación humorística, nacida como versión americana del Punch inglés, llamada Life. El director, J. A. Mitchell, accedió a darle un puesto como ilustrador para su publicación tras ver la destreza de Coles. Pero él rechazó el trabajo diciéndole que aún no era suficientemente bueno para colaborar con su revista. Dispuesto a mejorar, Coles se matriculó en las clases nocturnas de la Escuela de Arte Chase y al mismo tiempo empezó a trabajar en un estudio publicitario donde realizaban ilustraciones con un método similar a la cadena de montaje: un dibujante hacía las cabezas, luego le pasaba el dibujo a otro que se dedicaba a los trajes y así hasta que llegaba a Coles, que se encargaba de las piernas y pies. Este modo de hacer las cosas era, en realidad, la adaptación a los tiempos modernos del sistema gremial de taller, donde el maestro supervisaba y retocaba la obra final y los aprendices realizaban el grueso del encargo. Coles perfeccionó su técnica trabajando de este modo. De hecho, los anunciantes preguntaban quién había dibujado aquellos exquisitos tobillos en sus anuncios. Esto animó a Coles a seguir formándose como ilustrador, pero también como empresario. Después de pasar por otra agencia de publicidad decidió abrir la suya propia: C.C. Phillips & Co. La inauguró en 1906 sólo dos años después de haber llegado a Nueva York. Como no podía realizar todos los encargos, Coles llamó a otros artistas para que le ayudaran con el trabajo. Uno de esos dibujantes, a los que contrató para que hiciera portadas de publicaciones e ilustraciones para anuncios, fue un antiguo compañero de la Escuela de Arte llamado Edward Hopper, que más tarde se convertiría en uno de lo pintores más importantes de Estados Unidos.
Con 26 años Coles Phillips tenía su propia agencia publicitaria en Nueva York y no daba abasto con los encargos. Era la viva imagen del éxito. Pero no estaba ni mucho menos satisfecho. Lo que provocaba esa insatisfacción no era la ambición o el dinero: era que las relaciones con los clientes, esenciales para el buen funcionamiento de la agencia, no le dejaban tiempo para dibujar y pintar. Así que, una vez más, tomó una decisión que muchos no entendieron: cerró su agencia, alquiló un estudio y decidió dedicarse a tiempo completo a ser ilustrador freelance para el gran número de publicaciones que inundaban los quioscos neoyorquinos de principios del siglo XX. La decisión fue difícil, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de casarse. Pero ni las responsabilidades familiares lograron echarle para atrás. Ahora que consideraba que su formación era más completa, ofreció sus servicios a J. A. Mitchell, el director de Life. Mitchell le aceptó como ilustrador y comenzó encargándole dobles páginas centrales en blanco y negro que Coles solucionaba con maestría. Entonces, Mitchell decidió que Coles era la persona ideal para llevar a cabo el rediseño de su revista. El aumento del número de publicaciones periódicas que se ofrecían en los quioscos hacía necesario que cada una se diferenciara del resto y que llamara la atención del cliente. Mitchell pensaba que una portada a todo color sería un buen reclamo. Si en esa portada aparecía una bonita muchacha cuyos finos tobillos asomaban bajo una larga falda, los ojos no podrían apartarse de ella. Ya en el siglo XIX Jules Chèret había utilizado la atracción del eterno -y pícaro- femenino para seducir en sus carteles publicitarios, los primeros autenticamente modernos. Mitchell estaba convencido de que ese era el camino y le pidió a Coles que lo materializara, pero buscando algo novedoso que dejara estupefacto al espectador.
Así que Coles Phillips cogió el pincel, dibujó a una chica preciosa… y la hizo desaparecer.
La idea que Coles había reflejado en su primera portada para Life, en la que aparecía una muchacha con un vestido blanco y lunares negros, le venía rondando por la cabeza desde hacía tiempo. Más concretamente desde que había visto a un amigo suyo interpretar una pieza con un violín en una habitación débilmente iluminada. Su amigo, vestido con esmoquin, apenas era visible en la penumbra: sólo se apreciaban los reflejos en el violín, la pechera blanca de su camisa y los brillos de sus zapatos. Y, sin embargo, a pesar de que la figura no era totalmente visible, el cerebro la percibía como un todo y completaba los vacíos visuales echando mano del recuerdo de imágenes conocidas. Es lo que en percepción se llama el principio de completación de la figura o de la buena forma. Un efecto que ya habían utilizado (con poco o nulo éxito, probablemente debido a su enorme modernidad visual) los Beggarstaff Brothers en la Inglaterra de finales del siglo XIX. Coles comenzó a aplicar este modo de representar las imágenes en ilustraciones en blanco y negro hasta que llegó la portada para Life. Pero en lugar del minimalismo de los Beggarstaff Brothers, sus imágenes conjugan la sencillez formal del conjunto con la exquisitez de unos cuantos elementos repartidos estratégicamente por el encuadre. Fue un auténtico éxito: el juego visual provocado por la ausencia de líneas que delimitaran la figura proponía un entretenido rompecabezas al espectador que construía en su mente la figura completa al tiempo que se deleitaba en los pequeños y delicados detalles que inundaban la ilustración.
El éxito de las ilustraciones de Coles hizo que muy pronto surgieran imitadores de esos efectos visuales llenos de encanto. Pero todos quedaban muy lejos de la maestría de su inventor. Los anunciantes pedían a la «dama evanescente» (fade-away lady) para las ilustraciones de su publicidad. Coles Phillips se convirtió en el ilustrador publicitario más solicitado: firmó contratos para multitud de empresas, entre las que destacaron Willys Overland (automóviles), Oneida (cuberterías y menajes) y Luxite y Holeproof (ambos fabricantes de medias). En esas ilustraciones comerciales, Coles utilizó en varias ocasiones el efecto evanescente que le había dado fama.

Coles Phillips – Publicidad para forros protectores de vestidos Naiad (1912). Estos forros se situaban por lo general en la zona de las axilas y eran desmontables para lavarlos.
El trabajo de Coles Phillips era valorado por varias razones. En primer lugar por su destreza técnica con el lápiz y la acuarela y por su domino del color, que daba a las imágenes una gran fuerza visual. Después por la belleza de sus ilustraciones, o mejor dicho, de las mujeres que aparecían en ellas. Phillips fue el causante de que muchas de las portadas que él diseñaba para las revistas se arrancaran y pegaran en las paredes de los cuartos de adolescentes. Habían nacido las pin-up girls, las chicas de póster, las que miraban dulcemente al espectador desde la perfección de sus rasgos. Y por último, Coles Phillips era valorado también por su profesionalidad. Cualquier encargo que recibiera lo realizaba con cuidado: no importaba que fuera una portada o un simple anuncio. De hecho, insistía en que su nombre apareciera junto a todas las ilustraciones que hacía.
Pronto llegaron contratos con otras publicaciones como Good Housekeeping, Ladies´ Home Journal, Woman´s Home Companion o The Saturday Evening Post. Muchas de ellas eran publicaciones orientadas al público femenino, ahora ya muy importante y a tener en cuenta para las ventas, que quería ver en esas revistas imágenes de mujeres modernas, trabajadoras, emancipadas y activas.
Una de las colaboraciones más importantes que hizo Coles Phillips fue con The Saturday Evening Post, el semanario que Benjamin Franklin había fundado a finales del siglo XVIII y que era una de las publicaciones más importantes de Estados Unidos. Las portadas de Coles hicieron furor e influyeron notablemente en el estilo de uno de los grandes ilustradores norteamericanos del siglo XX: Norman Rockwell. Rockwell comenzó a realizar ilustraciones para el Post en 1918, cuando Coles Phillips era el maestro indiscutible y el estilo de sus primeras portadas es deudor inequívoco de la técnica de Coles.
Además de la publicidad y de las portadas de revistas, Coles Phillips también ilustró libros. Por lo general eran best-sellers o novelas románticas que tenían gran aceptación entre el público. Aceptación que se incrementaba con la aportación visual de Coles.
La obra de Phillips siguió teniendo vigencia tras la I Guerra Mundial. En parte porque la imagen femenina que había creado antes era ya la de una mujer moderna que no desentonaba con el rol independiente que comenzaba a tener la sociedad femenina tras la contienda. Las mujeres de sus portadas, hermosas, decididas, casi obstinadas en su quehacer, continuaron siendo las bellezas arrancadas para adornar paredes y crear sueños.
Aún así, Coles Phillips supo subirse al carro de la modernidad y en 1924 volvió a dejar al público patidifuso con la belleza que dibujó para la publicidad del bronceador Unguentine: la señorita bronceada atrajo todas las miradas con su actitud desinhibida y sus largas y hermosas piernas, perfectamente dibujadas por Coles. No en vano había sido el dibujante de los tobillos más finos y elegantes. Ahora, que ya habían quedado atrás los tiempos en que ver un empeine levantaba pasiones, tocaba causar palpitaciones con unas buenas pantorrillas.
Coles Phillips es el padre de la ilustración norteamericana del siglo XX. Hizo evolucionar el concepto eduardiano y conservador de las imágenes del siglo XIX hacia la modernidad y abrió las posibilidades del diseño basado en el impacto visual para las publicaciones. Un impacto que tan bien aprovecharían directores de arte europeos llegados a Estados Unidos a principios de la década de los años 20 como fue el caso de Erté. Phillips fue el referente de Norman Rockwell y de otros muchos ilustradores en Estados Unidos y Europa (Ludwig Hohlwein es un buen ejemplo de esa influencia). Y además convirtió su obra en un elogio de la belleza femenina.
Alguien podría decir que sus «damas evanescentes» no fueron más que un recurso facilón para llamar la atención del espectador cuando pasara por delante de un quiosco. Nada más injusto: su dominio de la técnica artística, el análisis de las medidas de la ilustración para que el efecto óptico encajara en la portada y el conocimiento de la psicología de la percepción hablan por sí solos de un trabajo extremadamente cuidado y meditado.
Y es que lo que Coles Phillips hizo no fue un truco.
Fue magia.