Con la sonrisa pintada
La existencia moral del hombre se revela, sobre todo, en las líneas, marcas y transiciones de su semblante. Su fuerza moral y sus deseos, su irritabilidad, simpatía y antipatía; su facilidad para atraer o repeler aquello que le rodea; todo ello está resumido y pintado en su rostro cuando descansa.
Johann Caspar Lavater (1741-1801), teólogo y escritor suizo: El arte de conocer los hombres por su fisionomía (1775)
Dicen que la cara es el espejo del alma. De hecho, el teólogo y fisonomista del siglo XVIII Johann Caspar Lavater aseguraba que se podía deducir el comportamiento y la catadura moral de un individuo a traves del estudio de las características de su semblante. Sobre todo si se le pillaba a uno desprevenido, porque la relajación de los rasgos no podía mentir.
El retrato siempre fue uno de los géneros preferidos del arte desde la Antigüedad por una sencilla razón: era perfecto para satisfacer la necesidad de omnipresencia del ego de los gobernantes y, al tiempo, les prestaba una ayuda inestimable en su intento de pasar a la posteridad. Y cuando la situación económica se lo permitía, las clases medias imitaban rimbombantes el ritual de posar para un artista. Y ambos estratos sociales, los dirigentes y los que con su trabajo sustentaban los privilegios de los primeros, tenían la misma ambición: salir favorecidos en su apariencia, ya fuera en dignidad, hermosura, esbeltez, presencia o elegancia. Las hubiera o no en el original.
Jean-Etienne Liotard (1702-1789) fue un artista suizo que se especializó en pintar retratos que le hicieron uno de los pintores más solicitados de la Europa del siglo XVIII. Nacido en Ginebra, en una familia de hugonotes franceses refugiados allí, se había formado como pintor trabajando en el taller de dos miniaturista y pintores de esmalte famosos en la ciudad, Gardelle y Petitot. Allí aprendió a dar valor a los detalles y tener destreza con el pincel. Pero Ginebra, su ciudad natal, le quedaba pequeña y ambicionaba ver otras cosas, respirar otros aires y conocer otras gentes. Así que con veintitres años decidió trasladarse a París, la ciudad de la luz, donde el pensamiento ilustrado convertía en hervideros intelectuales los salones literarios y donde la corte rococó de Luis XV se miraba a si misma reflejada en los espejos de su vanidad sin soñar siquiera que un día agacharía su altiva cabeza sobre el cadalso revolucionario. Allí, Liotard intentó en vano ingresar en la Academia Real, a pesar de seguir formándose como pintor y demostrando su habilidad en captar los detalles, ya fuera de los rostros o de los objetos que disponía en sus composiciones. Aunque no consiguió ser elegido académico, gracias a una recomendación de su maestro, Liotard acompañó al vizconde de Puysieux en un viaje a Italia. Y allí comenzó, de verdad, su carrera como retratista. De la mano de su mecenas recorrió Italia de sur a norte realizando retratos de aristócratas y de la corte papal, entre ellos el del papa Clemente XII. Tres años después Liotard, que ya se había hecho un nombre dentro del mundo del arte, acompañó a otro mecenas, el irlandés Lord Duncannon, a Constantinopla.

Jean-Étienne_Liotard – Retrato de Sir William Ponsonby, vizconde Duncannon (c.1750). Pastel sobre papel.
La vida en la capital del Imperio Turco fascinó a Liotard, que no dudó en adoptar las exóticas vestimentas otomana y dejarse crecer una larga barba. Se dedicó a retratar a su mecenas y a su esposa, pero también a los numerosos comerciantes europeos que vivían en Constantinopla en aquel momento. Y lo hizo utilizando una técnica inusual: el pastel, que hasta ese momento era una herramienta más propia del dibujo y de los esbozos que de la obra final. Algunos artistas, como la pintora veneciana Rosalba Carriera, habían comenzado a usarlo en sus retratos con gran éxito. Y Liotard, con su gran destreza como dibujante, decidió que iba a ser el mejor pastelista de Europa.

Jean-Etienne Liotard – Retrato del comerciante inglés Francis Levett con traje turco. Tiza negra y roja sobre papel (1740)
Liotard no solo retrató a la colonia extranjera durante su estancia en Constantinopla, también realizó varias obras que reflejaban escenas cotidianas y costumbre turcas. Y cuando abandonó la ciudad para establecerse en Viena, siguió llevando la barba larga y sus ropas extranjeras. Y se hizo llamar «el pintor turco», de modo que difícilmente podía pasar inadvertido en la capital austriaca, aunque probablemente su intención no era precisamente ser discreto sino lograr una buena -y barata- publicidad.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato. Pastel sobre papel (1744)
El estilo limpio, delicado y luminoso de Liotard hizo que pronto estuviera recorriendo Europa pintando retratos para las casas reales pero también de los comerciantes de clase media. Y para la mayoría de ellos utilizaba el pastel sobre papel o sobre pergamino. Las figuras en las obras de Liotard se mueven en ambientes llenos de una luz envolvente que dibuja sus perfiles y los convierte en objetos tridimensionales que proyectan su sombra suave sobre un fondo neutro.

Jean-Etienne Liotard – Joven elegante vestida con traje maltés. Pastel con toques de gouache sobre pergamino (1744)
La delicadeza de Liotard no radicaba sólo en el realismo de sus retratos (el escritor inglés Horace Walpole le achacaba una excesiva literalidad que hacía que sus obras no tuvieran «gracia» por ser demasiado reales), sino también en la exactitud de los detalles, que conformaban por si mismos pequeñas obras maestras: los reflejos de la luz sobre los tejidos, la blancura de la porcelana, la frialdad del metal de una cucharilla, la transparencia de un vaso lleno de agua… Todo ello representado de un modo casi fotográfico, excepcionalmente contemporáneo por su minimalismo depurado tan ajeno al periodo rococó.

Jean-Etienne Liotard – La bella chocolatera. Pastel sobre pergamino (1745)
El pintor turco recorrió diversos países realizando encargos que iban aumentando del mismo modo que su fama crecía. En Inglaterra retrató a varios miembros de la familia real, incluido el futuro Jorge III cuando aún era un niño; en Francia a Mauricio de Sajonia, mariscal jefe del ejército francés; y en Holanda, ademas de trabajar para muchas familias aristocráticas, conoció a Marie Fargues, una francesa de familia hugonote exiliada en Holanda con la que se casó, no sin que antes ella le exigiese que se afeitase para dejar de parecer un bárbaro.

Jean-Etienne Liotard – La princesa Luisa Ana de Inglaterra. Pastel sobre pergamino (1754)

Jean-Étienne Liotard – Retrato de Maria Frederike van Reede-Athlone a la edad de siete años. Pastel sobre pergamino (c. 1755)

Jean-Etienne Liotard – Retrato de su esposa Marie Fargues con traje turco. Pastel sobre pergamino (1757)
Liotard volvió con su familia a Suiza y se estableció en Ginebra. Era fue su base de operaciones y desde allí acudía a las cortes que solicitaban sus servicios. La vida familiar adquirió gran importancia para el pintor y su mujer e hijos se convirtieron en protagonistas de muchas de sus obras. Un protagonismo que compartían con comerciantes y reyes, todos tratados con la misma consideración por el pintor turco.

Jean-Etienne Liotard – Vista de Ginebra desde su casa. Pastel sobre pergamino (c. 1760)

Jean-Etienne Liotard – Retrato de Julie De Thelluson-Ployard. Pastel sobre pergamino (1760)

Jean-Etienne Liotard – Retrato de la archiduquesa Maria Antonieta de Austria, futura reina de Francia. Tiza negra y roja, lápiz de grafito y acuarela sobre papel (1762)
Jean Etienne Liotard siguió su trabajo incansable hasta el final de su vida. Cuando los encargos comenzaron a escasear decidió cambiar de tema y especializarse en bodegones (un género menor pero muy apreciado sobre todo por la aristocracia y la clase media) que realizaba con un mimo especial.

Jean-Étienne Liotard – Naturaleza muerta (juego de te). Óleo sobre lienzo (1781)
Incansable, publicó con 79 años cumplidos un tratado sobre la pintura en el que definió mejor que nadie su estilo: «el dibujo debe ser limpio sin ser seco; firme, sin ser rígido ni duro; fluido sin ser fofo; delicado y sincero sin ser amanerado». Unos consejos simples, que no sencillos. Sólo un gran genio del dibujo, un observador nato de la realidad como Liotard podría cumplir todas esas normas sin que el resultado pareciese artificial. En sus retratos la verdad salta a la vista: las pecas, las manchas y lunares, el vello, el rubor o el tono cetrino, las papadas y narices ganchudas, los hoyuelos y las pestañas tan rubias que parecen invisibles. Haciendo buena la teoría fisionómica de Lavater, Jean-Etienne Liotard era capaz de hacer posar a sus modelos sin defensas, relajados, casi siempre sonrientes incluso en su timidez, mostrando su verdadero rostro. Un semblante quizá alejado del ideal de belleza académico pero que pertenecía a una persona que dejaba de lado las poses graciosas y elegantes para ser ella misma. La luz que envuelve sus figuras parece subrayar esa atmósfera de veracidad, porque no deja ni un resquicio a oscuras y porque nos regala el temor infantil y expuesto de la princesita Luisa Ana; la concentración en su tarea de una muchacha llevando una bandeja con una taza de chocolate y un vaso de agua; la altivez de María Antonieta niña; el divertido aburrimiento de su esposa posando por enésima vez con aquellos ropajes turcos que tanto gustaban al pintor; la picardía en el rostro rubicundo de Maria Frederike y la petición de auxilio en los ojos del perrito que sostiene en su brazo; o la mirada jocosa de Julie de Thelluson reflejada en los hoyuelos de sus mejillas. Mientras sus contemporáneos se recreaban en el gesto gracioso y galante, en las composiciones elegantes y en la idealización de los rasgos, Liotard, quizá imbuido de la severidad calvinista de su religión, dejaba todo ese oropel de lado para arrojar la luz sobre una realidad que era hermosa por si misma.
Jean-Etienne Liotard demostró que la belleza estaba en la mirada. Pero además, supo plasmar la hermosura de lo que veía de tal modo que pudiésemos descubrirla al ver sus obras y acabar con una sonrisa pintada en nuestros rostros.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato riendo. Óleo sobre lienzo (1770)