El Ojo En El Cielo

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Con la sonrisa pintada

La existencia moral del hombre se revela, sobre todo, en las líneas, marcas y transiciones de su semblante. Su fuerza moral y sus deseos, su irritabilidad, simpatía y antipatía; su facilidad para atraer o repeler aquello que le rodea; todo ello está resumido y pintado en su rostro cuando descansa.

Johann Caspar Lavater (1741-1801), teólogo y escritor suizo: El arte de conocer los hombres por su fisionomía (1775)

 

Dicen que la cara es el espejo del alma. De hecho, el teólogo y fisonomista del siglo XVIII Johann Caspar Lavater aseguraba que se podía deducir el comportamiento y la catadura moral de un individuo a traves del estudio de las características de su semblante. Sobre todo si se le pillaba a uno desprevenido, porque la relajación de los rasgos no podía mentir.

El retrato siempre fue uno de los géneros preferidos del arte desde la Antigüedad por una sencilla razón: era perfecto para satisfacer la necesidad de omnipresencia del ego de los gobernantes y, al tiempo, les prestaba una ayuda inestimable en su intento de pasar a la posteridad. Y cuando la situación económica se lo permitía, las clases medias imitaban rimbombantes el ritual de posar para un artista. Y ambos estratos sociales, los dirigentes y los que con su trabajo sustentaban los privilegios de los primeros, tenían la misma ambición: salir favorecidos en su apariencia, ya fuera en dignidad, hermosura, esbeltez, presencia o elegancia. Las hubiera o no en el original.

Jean-Etienne Liotard (1702-1789) fue un artista suizo que se especializó en pintar retratos que le hicieron uno de los pintores más solicitados de la Europa del siglo XVIII. Nacido en Ginebra, en una familia de hugonotes franceses refugiados allí, se había formado como pintor trabajando en el taller de dos miniaturista y pintores de esmalte famosos en la ciudad, Gardelle y Petitot. Allí aprendió a dar valor a los detalles y tener destreza con el pincel. Pero Ginebra, su ciudad natal, le quedaba pequeña y ambicionaba ver otras cosas, respirar otros aires y conocer otras gentes. Así que con veintitres años decidió trasladarse a París, la ciudad de la luz, donde el pensamiento ilustrado convertía en hervideros intelectuales los salones literarios y donde la corte rococó de Luis XV se miraba a si misma reflejada en los espejos de su vanidad sin soñar siquiera que un día agacharía su altiva cabeza sobre el cadalso revolucionario. Allí, Liotard intentó en vano ingresar en la Academia Real, a pesar de seguir formándose como pintor y demostrando su habilidad en captar los detalles, ya fuera de los rostros o de los objetos que disponía en sus composiciones. Aunque no consiguió ser elegido académico, gracias a una recomendación de su maestro, Liotard acompañó al vizconde de Puysieux en un viaje a Italia. Y allí comenzó, de verdad, su carrera como retratista. De la mano de su mecenas recorrió Italia de sur a norte realizando retratos de aristócratas y de la corte papal, entre ellos el del papa Clemente XII. Tres años después Liotard, que ya se había hecho un nombre dentro del mundo del arte, acompañó a otro mecenas, el irlandés Lord Duncannon, a Constantinopla.

La imagen muestra un dibujo del busto de un hombre de perfil. Sobre sus hombros lleva lo que parece una toga romana, cerrada sobre el hombro derecho con un broche circular. El hombre tiene el pelo rubio, un tanto ceniciento, porque está salpicado por canas grises. Tiene un perfil bastante poco atractivo: mentón sobresaliente y ligeramente curvado hacia arriba y nariz larga y ganchuda. Sus ojos son pequeños y saltones, con bolsas en la parte inferior y labios finos y apretados. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne_Liotard – Retrato de Sir William Ponsonby, vizconde Duncannon (c.1750). Pastel sobre papel.

La vida en la capital del Imperio Turco fascinó a Liotard, que no dudó en adoptar las exóticas vestimentas otomana y dejarse crecer una larga barba. Se dedicó a retratar a su mecenas y a su esposa, pero también a los numerosos comerciantes europeos que vivían en Constantinopla en aquel momento. Y lo hizo utilizando una técnica inusual: el pastel, que hasta ese momento era una herramienta más propia del dibujo y de los esbozos que de la obra final. Algunos artistas, como la pintora veneciana Rosalba Carriera, habían comenzado a usarlo en sus retratos con gran éxito. Y Liotard, con su gran destreza como dibujante, decidió que iba a ser el mejor pastelista de Europa.

La imagen muestra un dibujo de un hombre tumbado sobre una alfombra y recostado sobre unos cojines vestido con una túnica amplia que le llega hasta los pies, calzado con babuchas y tocado con un sombrero de piel. La casi totalidad del dibujo está realizado a base de líneas excepto el rostro del hombre (que luce un largo y frondoso bigote) que está mucho más detallado. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato del comerciante inglés Francis Levett con traje turco. Tiza negra y roja sobre papel (1740)

Liotard no solo retrató a la colonia extranjera durante su estancia en Constantinopla, también realizó varias obras que reflejaban escenas cotidianas y costumbre turcas. Y cuando abandonó la ciudad para establecerse en Viena, siguió llevando la barba larga y sus ropas extranjeras. Y se hizo llamar «el pintor turco», de modo que difícilmente podía pasar inadvertido en la capital austriaca, aunque probablemente su intención no era precisamente ser discreto sino lograr una buena -y barata- publicidad.

La imagen muestra un retrato en plano medio del pintor. Viste una camisa blanca con múltiples frunces en su parte delantera y lleva una especie de abrigo de tela de brocado. Lleva, también, una larga barba negra. Y en su cabeza luce un gran gorro de piel. En la parte superior aparece un texto que dice "J. E. Liotard de Ginebra conocido como el pintor turco pintado por él mismo. Viena 1744". Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato. Pastel sobre papel (1744)

El estilo limpio, delicado y luminoso de Liotard hizo que pronto estuviera recorriendo Europa pintando retratos para las casas reales pero también de los comerciantes de clase media. Y para la mayoría de ellos utilizaba el pastel sobre papel o sobre pergamino. Las figuras en las obras de Liotard se mueven en ambientes llenos de una luz envolvente que dibuja sus perfiles y los convierte en objetos tridimensionales que proyectan su sombra suave sobre un fondo neutro.

La imagen muestra a una muchacha de cuerpo entero mirando hacia la izquierda. Viste falda y manto negro, corpiño ocre y manguitos azules. En los pliegues de la falda pueden apreciarse los brillos que la luz produce sobre el tejido, liso y brillante. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Joven elegante vestida con traje maltés. Pastel con toques de gouache sobre pergamino (1744)

La delicadeza de Liotard no radicaba sólo en el realismo de sus retratos (el escritor inglés Horace Walpole le achacaba una excesiva literalidad que hacía que sus obras no tuvieran «gracia» por ser demasiado reales), sino también en la exactitud de los detalles, que conformaban por si mismos pequeñas obras maestras: los reflejos de la luz sobre los tejidos, la blancura de la porcelana, la frialdad del metal de una cucharilla, la transparencia de un vaso lleno de agua… Todo ello representado de un modo casi fotográfico, excepcionalmente contemporáneo por su minimalismo depurado tan ajeno al periodo rococó.

La imagen muestra a una muchacha joven que lleva en sus manos una bandeja con un vaso de agua y una taza de porcelana con chocolate. La muchacha va vestida con una amplia falda de color verdoso, una chaquetilla color ocre, mandil y camisa blanca y lleva el pelo recogido con una cofia rosa. La chica va caminando hacia la derecha con la mirada un poco baja, como temerosa de dejar caer la bandeja. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – La bella chocolatera. Pastel sobre pergamino (1745)

El pintor turco recorrió diversos países realizando encargos que iban aumentando del mismo modo que su fama crecía. En Inglaterra retrató a varios miembros de la familia real, incluido el futuro Jorge III cuando aún era un niño; en Francia a Mauricio de Sajonia, mariscal jefe del ejército francés; y en Holanda, ademas de trabajar para muchas familias aristocráticas, conoció a Marie Fargues, una francesa de familia hugonote exiliada en Holanda con la que se casó, no sin que antes ella le exigiese que se afeitase para dejar de parecer un bárbaro.

La imagen muestra un retrato en plano medio de una niña pequeña. Está sentada en una gran sillón, del que sólo se ve el respaldo y parte de un brazo. Lleva un vestido estampado rosa y verde que le queda demasiado grande y deja ver uno de sus pezones. La niñita es muy rubia, de hecho sus pestañas son tan claras que parece que no tiene. Su piel es muy blanca salvo en las mejillas, que están ruborizadas. Tiene la boca entreabierta, como si no respirase bien o estuviese un poco asustada. Y sus ojos miran tímidos a quien la está pintando. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – La princesa Luisa Ana de Inglaterra. Pastel sobre pergamino (1754)

 

La imagen muestra a una niña pequeña, muy rubia, en plano medio. Lleva un vestido blanco con adornos azules que asoma debajo de una capa de color azul brillante ribeteada de piel de armiño y atada al cuello con un lazo azul. Mira hacia la derecha como si estuviera pendiente de algo que ocurriese fuera del marco del cuadro. En su mano izquierda sostiene un perrito, un pequinés negro de ojos saltones que mira, un poco asustado, al espectador. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne Liotard – Retrato de Maria Frederike van Reede-Athlone a la edad de siete años. Pastel sobre pergamino (c. 1755)

 

La imagen muestra a una mujer joven, sentada sobre unos cojines dispuestos en el suelo y cubiertos con telas. ante ella, una alfombra de vivos colores rosas y azules. Tiene el brazo derecho apoyado sobre la rodilla y mira hacia la izquierda con un ligero gesto de aburrimiento, aunque también con lo que parece una sonrisa reprimida. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de su esposa Marie Fargues con traje turco. Pastel sobre pergamino (1757)

 

Liotard volvió con su familia a Suiza y se estableció en Ginebra. Era fue su base de operaciones y desde allí acudía a las cortes que solicitaban sus servicios. La vida familiar adquirió gran importancia para el pintor y su mujer e hijos se convirtieron en protagonistas de muchas de sus obras. Un protagonismo que compartían con comerciantes y reyes, todos tratados con la misma consideración por el pintor turco.

La imagen muestra un paisaje de un campo atravesado por un arroyo y, a lo lejos, el perfil de las montañas. En primer plano se ve un muro y una especie de valla que parece acotar un pequeño jardín. En la parte inferior izquierda aparece el busto del pintor, ataviado con camisola azul y bonete rojo. Lleva un lápiz en la mano. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Vista de Ginebra desde su casa. Pastel sobre pergamino (c. 1760)

 

La imagen muestra el retrato de una mujer joven elegantemente vestida con un traje de color gris perla y adornado con multitud de lazos azules. También lleva lazos azules en el complicado peinado que luce. Es una joven regordeta, que mira hacia la izquierda sonriendo con picardía, lo que provoca que aparezcan unos hoyuelos en sus mejillas. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de Julie De Thelluson-Ployard. Pastel sobre pergamino (1760)

 

La imagen muestra el retrato de una niña casi adolescente que está sentada muy erguida en una butaca. Viste un traje de color rosado con volantes blancos en las mangas, que le llegan hasta el codo. En su mano derecha sostiene una madeja de hilo rosa mientras que con la mano izquierda tira del hilo. Mira hacia el espectador de forma un tanto altiva y desafiante. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de la archiduquesa Maria Antonieta de Austria, futura reina de Francia. Tiza negra y roja, lápiz de grafito y acuarela sobre papel (1762)

 

Jean Etienne Liotard siguió su trabajo incansable hasta el final de su vida. Cuando los encargos comenzaron a escasear decidió cambiar de tema y especializarse en bodegones (un género menor pero muy apreciado sobre todo por la aristocracia y la clase media) que realizaba con un mimo especial.

La imagen muestra una mesa sobre la que se dispone una gran bandeja. En ella, comenzando por la izquierda se ve una tetera de porcelana japonesa, un azucarero y un plato con una taza boca abajo. Inmediatamente después aparecen, de atrás hacia adelante, una taza con un poco de te con leche y una cucharilla dentro, un plato con rebanadas de pan untadas de mantequilla y en primer plano, un plato con la taza boca abajo sobre él. En el estreno derecho, hay dos platos con tazas, una jarrita para la leche y un cuenco lleno de bolas de mantequilla con unas pinzas metálicas apoyadas en él. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne Liotard – Naturaleza muerta (juego de te). Óleo sobre lienzo (1781)

Incansable, publicó con 79 años cumplidos un tratado sobre la pintura en el que definió mejor que nadie su estilo: «el dibujo debe ser limpio sin ser seco; firme, sin ser rígido ni duro; fluido sin ser fofo; delicado y sincero sin ser amanerado». Unos consejos simples, que no sencillos. Sólo un gran genio del dibujo, un observador nato de la realidad como Liotard podría cumplir todas esas normas sin que el resultado pareciese artificial. En sus retratos la verdad salta a la vista: las pecas, las manchas y lunares, el vello, el rubor o el tono cetrino, las papadas y narices ganchudas, los hoyuelos y las pestañas tan rubias que parecen invisibles. Haciendo buena la teoría fisionómica de Lavater, Jean-Etienne Liotard era capaz de hacer posar a sus modelos sin defensas, relajados, casi siempre sonrientes incluso en su timidez, mostrando su verdadero rostro. Un semblante quizá alejado del ideal de belleza académico pero que pertenecía a una persona que dejaba de lado las poses graciosas y elegantes para ser ella misma. La luz que envuelve sus figuras parece subrayar esa atmósfera de veracidad, porque no deja ni un resquicio a oscuras y porque nos regala el temor infantil y expuesto de la princesita Luisa Ana; la concentración en su tarea de una muchacha llevando una bandeja con una taza de chocolate y un vaso de agua; la altivez de María Antonieta niña; el divertido aburrimiento de su esposa posando por enésima vez con aquellos ropajes turcos que tanto gustaban al pintor;  la picardía en el rostro rubicundo de Maria Frederike y la petición de auxilio en los ojos del perrito que sostiene en su brazo; o la mirada jocosa de Julie de Thelluson reflejada en los hoyuelos de sus mejillas. Mientras sus contemporáneos se recreaban en el gesto gracioso y galante, en las composiciones elegantes y en la idealización de los rasgos, Liotard, quizá imbuido de la severidad calvinista de su religión, dejaba todo ese oropel de lado para arrojar la luz sobre una realidad que era hermosa por si misma.

Jean-Etienne Liotard demostró que la belleza estaba en la mirada. Pero además, supo plasmar la hermosura de lo que veía de tal modo que pudiésemos descubrirla al ver sus obras y acabar con una sonrisa pintada en nuestros rostros.

La imagen muestra un retrato en plano medio del pintor. Viste una camisola azul y un bonete rojo. Detrás de él aparece una cortina verde recogida y señala hacia la derecha con su índice. Mira directamente al espectador con una sonrisa amplia y cómplice que deforma su rostro en una mueca simpática. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato riendo. Óleo sobre lienzo (1770)

Nunc dimittis

«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo ir en paz»

Cántico de Simeón – (Lucas 2: 29-32)

La pintura holandesa del siglo XVII se caracterizaba por una representación sincera y absolutamente falta de pretensiones de la realidad circundante. En sus obras se reflejaban escenas cotidianas, retratos, temas religiosos o bodegones cuyo denominador comun era la exactitud. Y esto dio lugar a un arte cercano, que buscaba la perfección de los detalles, accesible a la vez que admirable pero también claramente limitado. A este modelo de pintura se oponía la tendencia más italianizante, heredera la de perfección de Rafael Sanzio y cuya realidad era más bien pictórica, en tanto en cuanto lo representado adquiría ciertos tintes de sublimidad que ciertamente lo alejaban de lo cotidiano y lo convertían en algo memorable. Estas dos corrientes pictoricas completamente opuestas, pero igualmente valoradas por la clientela burguesa de Holanda, confluyeron en un torbellino de aguas bravas nacido en la ciudad de Leyden un 15 de julio del año 1606: se llamaba Rembrandt van Rijn y después de él, el arte no pudo volver a ser igual.

«Genio» es, según la definición del diccionario de la Real Academia Española, la «capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables» y, asimismo, la «persona dotada de esta facultad». Rembrandt cambió el mundo de la pintura, aunque quizá nunca fue consciente de ello. Su visión del arte sólo es comparable a la que tuvieron los artistas de finales del siglo XIX que inauguraron la vanguardia artística; el sentimiento que transmiten sus obras sólo pudo ser captado de nuevo por los pintores románticos doscientos años después. Como dijo Francisco de Goya: «Mis maestros han sido Velázquez, Rembrandt y la Naturaleza». Los genios se reconocen entre sí.

Rembrandt nació en el seno de una familia bastante modesta, pero eso no impidió que sus padres le inscribieran con siete años en la Escuela Latina y que con quince ingresara en la Universidad de Leyden para estudiar Letras. Aunque pronto les quedó claro a los progenitores que los únicos estudios que interesaban a su vástago eran los de pintura. Y consintieron en que entrara como aprendiz en el taller de un afamado pintor local. Tuvo varios maestros, todos ellos seguidores de la corriente italianizante, que se rendían ante la indudable maestría de su discípulo, sobre todo con el dibujo. De hecho, en 1624 y con sólo 18 años abrió su propio taller y pronto admitió aprendices para que le ayudarán con sus encargos.

La imagen muestra un autorretrato pintado por Rembrandt . es un primer plano, con los hombros en tres cuartos y la cabeza girada hacia el frente, mirando al espectador. El fondo es oscuro, al igual que las ropas que lleva y la iluminación, que procede de la parte izquierda nos deja apreciar la mitad de su rostro mientras que la otra mitad estad casi en penumbra. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Autorretrato (1629)

No tardó en trasladarse a Amsterdam en busca de mayores desafíos creativos y mayores ingresos económicos. Su matrimonio con Saskia, la hija de su socio en la ciudad y marchante, en 1634, dio inicio a una época de bonanza económica tanto por la aportación económica al matrimonio de su esposa como por la abundancia de los encargos.

 - El dibujo, realizado con punta de plata, muestra un plano medio de una mujer joven tocada con una sombrero de paja de ala ancha, adornado con flores. Apoya el rostro en su mano izquierda y no mira directamente al espectador, sino que baja los ojos con timidez. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Saskia (1633). Bajo el dibujo: «Es el retrato de mi mujer a la edad de 21 años, realizado el tercer día después de nuestro noviazgo , el 28 de junio de 1633»

Rembrandt era un hombre cuyo universo estaba regido por la familia: en sus cuadros abundan los retratos de sus padres (a los que hace posar como modelos para las representaciones de escenas bíblicas), de su hermana y, a partir de su enlace con Saskia, de su mujer.

- La imagen muestra un cuadro en el que aparece una mujer anciana, de cuerpo entero, sentada e inclinada sobre un gran libro abierto por la mitad. Va vestida con ropas amplias y lleva la cabez cubierta con una especie de paño. El fondo del cuadro es muy oscuro y la luz, en tonos dorados, ilumina el libro abierto y la mano que la anciana tiene sobre él y, de algún modo, refleja la luz y posibilita que veamos los rasgos de la mujer. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – La madre del pintor como la profetisa Ana (1631)

Este es uno de los elementos que hace que Rembrandt sea diferente al resto de sus coetáneos. En su obra, lo representado es, en realidad, una extensión de su propio sentimiento, independientemente del tema que aborde. Si los pintores de la época describían la vida que sucedía a su alrededor, Rembrandt reflejaba un mundo que existía dentro de él mismo. Por ello no duda en trasladar el mundo de su familia al lienzo, huyendo de lo puramente pictorico e idealizado para transformar su propia vida en pintura como ningun artista lo había hecho antes. Su carácter extrovertido, jovial y temperamental eran sólo una parte del hombre real: la otra estaba formada por una sensibilidad exacerbada y por el convencimiento de que la felicidad humana es efímera y por ello su representación debe ser siempre contenida.

El cuadro muestra un plano general de un interior oscuro en el que destaca, en primer plano, una cuna de madera donde está un niño dormido. Detrás de él, una mujer se inclina sobre la cuna y levanta las telas que la cubren para comprobar que el niño está efectivamente dormido. la mujer estaba leyendo y sostiene en su mano izquierda el libro abierto. Al fondo, se aprecia la silueta de un hombre que trabaja con sus herramientas. y en la parte superior izquierda, también iluminados, un grupo de ángeles miran hacia abajo, contemplando la escena. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Sagrada Familia del Hermitage (1645)

Se convirtió en un artista muy respetado. En un maestro reconocido por sus cuadros pero también por sus grabados, técnica en la cual se convirtió en un virtuoso y que le reportó grandes ganancias.

La imagen muestra un grabado en el que sobre un fondo oscuro destacan tres figuras: el sacerdote Simeón, que sostiene en sus brazos a Jesús niño y otro sacerdote del templo de Jerusalén. Ambos están como iluminados por la luz que parece emanar del niño. Al fondo se observan dos figuras más difusas: María, tras Simeón y otro sacerdote entre simeón y su compañero. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – La presentación en el templo (1654)

El grabado era una forma popular de reproducir obras de arte reconocidas (muy pronto se hicieron grabados de las pinturas del propio Rembrandt) aunque también tenían temas propios: estampas cotidianas, religiosas o anecdóticas. A este último apartado pertenecen las imágenes de mendigos, por ejemplo. En la Europa de la Guerra de los Treinta Años, la miseria había hecho que la mendicidad fuera el único modo de subsistencia para muchas familias. Rembrandt se alejó del estereotipo burlesco con el que el tema se trataba por parte de la mayoría de los artistas para dotar de humanidad a aquellos que estaban obligados a pedir caridad para sobrevivir.

 - La imagen muestra un dibujo muy somero, hecho con tiza negra, en el que se ve a un hombre y una mujer vestidos con harapos. cada uno lleva colgado a su espalda, por medio de telas, a un niño. La mujer carga con un bebé y el hombre con un niño más crecido. El hombre se apoya sobre un bastón y lleva en su mano izquierda la correa de un perro que les precede en el camino. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Pareja de mendigos con niños y perro (1648)

A medida que pasaban los años, los acontecimientos de su vida acabaron cincelando el corazón y la pintura de Rembrandt. La muerte de sus padres, la de todos sus hijos salvo uno, la de su mujer… Todo esto le fue pasando factura en el ánimo. Su extroversión se fue sustituyendo por una reflexión más íntima, más espiritual. Se recuperó en cierto modo con su relación con la joven Hendrickje, que le dio una hija, pero su modo de vida ciertamente derrochador (era un coleccionista compulsivo y un gran comprador de arte) provocó que tuviera que poner en venta la mayor parte de sus enseres y la espléndida casa que se había comprado en Amsterdam.

 - la imagen muestra un dibujo hecho con pincel en el que se aprecia una mujersentada en el suelo con el brazo y la cabeza apoyado sobre un sillón, durmiendo profundamente. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Hendrickje durmiendo (1656)

A esto se debe añadir la pérdida paulatina del favor del público debido a la evolución de su técnica. La perfección del dibujo que había caracterizado su primera época se estaba transformando en una técnica abocetada que causaba rechazo: los compradores y el público en general criticaban las texturas exageradas (llegaba a aplicar el pigmento con espatula o incluso con los dedos), la incorrección de los contornos, la separación de los colores que sólo parecían componer algo reconocible si se veía a determinada distancia. Una técnica que, a finales del siglo XIX, recuperarían los pintores impresionistas franceses para inaugurar el arte de vanguardia.

 - El cuadro muestra un buey colgado de una viga por las patas traseras y abierto en canal. Está representado a base de pinceladas grandes y separadas entre sí, como si fuera un boceto y no una obra terminada. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Buey desollado (1655)

Esta evolución de la pintura de Rembrandt va en paralelo con la mayor espiritualidad de sus cuadros. De algún modo, los personajes que aparecen en ellos miran hacia dentro de si mismos y nos obligan a nosotros a invadir su intimidad. La oscuridad predominante se ve rota por un haz de luz intensa, líquida, como oro fundido, que transforma la realidad del cuadro en un mundo propio, como si se tratase de un planeta rectangular habitado por seres cuya introspección nos hace contemplarles en silencio para no perturbar su reflexión.

La muerte de Hendrickje y la de Titus, su hijo, a causa de la peste, hundieron a Rembrandt. En su último autorretrato, pintado el mismo año de su muerte, el pintor nos mira, pero no nos ve. Y podemos intuir toda la tristeza que se ha ido acumulando en su interior, aunque no podamos ni siquiera imaginarla.

El cuadro muestra un primer plano del pintos, con el rostro girado hacia el espectador. La mirada aparece perdida y triste. Sus rasgos, abotargados. Y la boca se curva ligeramente hacia abajo. El fondo está en penumbra y la figura aparece iluminada desde la parte superior izquierda, aunque apenas podemos distinguir bien el rostro. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Autorretrato (1669)

Ente los muchos temas religiosos que Rembrandt plasmó en sus obras hay uno que se repite con frecuencia, tanto en cuadros como en grabados o dibujos. Es la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén, y más concretamente, el momento en el que el anciano y ciego sacerdote Simeon, llora de felicidad al sostener al niño en sus brazos porque se da cuenta de que es el Mesías y que el Señor le ha permitido vivir hasta ser testigo de ese momento. Entonces entona un cántico en el que dice a Dios que ya puede llevarle junto a Él.

El cuadro muestra al anciano Simeón sosteniendo en brazos a Jesús y entonando el cántico. Las figuras están muy oscuras, son apenas perceptibles y la luz no parece iluminar a ninguna de ellas. Pulse para ampliar.

Rembrandt van Rijn – Presentación en el templo (1669)

Cuando el 4 de octubre de 1669 falleció Rembrandt, en el caballete de su estudio se halló este cuadro inacabado en el que se podía ver a Simeon llorando y cantando con Jesús en brazos. Quizá el pintor, agotado por la tristeza, sólo tenía en mente las palabras del anciano sacerdote:

«Nunc dimittis seruum tuum, Domine».

Ahora, Señor, ya puedes llevarme.

El hombre solo

Taciturno. De talante sombrío. Melancólico. Pero también apasionado, independiente, divertido, amable. Amigo excepcional de sus amigos y lleno de ternura para con los niños o su familia. Sensible hasta el dolor ante el sufrimiento humano y la majestuosidad de la naturaleza.

Un romántico. Y un artista fuera de lo común.

Caspar David Friedrich (1774-1840) es el paradigma del paisajista romántico. Pero, en realidad, es mucho más que eso. Es un artista que, partiendo de los presupuestos académicos más estrictos y de su absoluto dominio de las reglas de la representación pictórica, las desafía y las transgrede para expresar el tumulto de sensaciones que hierven en la sangre de aquel que puede ver la belleza más sublime en el extremo difuso de un jirón de niebla y que intenta expresarlo en forma de línea o pincelada.

La pintura y los dibujos de Friedrich son el mejor ejemplo de cómo el paisaje alcanza en el siglo XIX la categoría de tema por excelencia en el arte. Hasta entonces, la pintura de la Naturaleza no había sido sino un género menor que, en muchos casos, se limitaba a ofrecer el marco general en el que transcurría una acción histórica o mitológica. El Romanticismo, a través de figuras como Friedrich, reivindicó la plasmación de la Naturaleza no como un ejercicio de dominio del dibujo y de las leyes de la perspectiva sino como la representación metafórica de un ideal de belleza, de un canto al sentimiento de individuo o como un homenaje a a divinidad.

El amor de Friedrich por el paisaje puede proceder de sus años de formación en Copenhague, donde el dibujo de Naturaleza se consideraba una de las herramientas básicas para conseguir el dominio de la técnica académica. Friedrich destacó siempre por la delicadeza y la sencillez en sus obras con lápiz: con una línea tenue era capaz de transmitir el frescor de un prado o de un arroyo; la luminosidad de un rayo de sol; la fuerza de la roca abrupta que perfila el precipicio.

La Naturaleza en Friedrich tiene un elevado componente místico: su belleza sobrepasa siempre al individuo, le abruma, le deja sin palabras y le hace volverse hacia su interior. Como el monje que, a orillas de un mar plomizo y encrespado, sirve igualmente de escala de la grandeza del paisaje y de representación de la meditación melancólica sobre la propia existencia:

En muchos paisajes de Friedrich aparece la figura humana. Pero casi siempre de modo anónimo, marcada por el contraluz, de espaldas al espectador, como si de algún modo le invitara a acompañarla en el descubrimiento de las magia de una noche de luna llena donde las palabras sobran y una mano en el hombro del amigo es el mejor modo de expresar la reverencia que produce esa visión:

El temperamento solitario y gruñón de Friedrich se suavizó tras su matrimonio tardío con Caroline Bommer, una joven veinte años menor que él de carácter alegre, llena de energía y amabilidad que constrastaba con la melancolía y los frecuentes retraimientos del pintor, que a su callada manera, agradecía la mera presencia de Line (como él la llamaba cariñosamente) a su alrededor. Uno de sus cuadros más hermosos (y más copiados) es aquel en el que la mujer aparece absorta mirando a través de la ventana de su casa de Dresde mientras al fondo se observa el mástil de una de las barcazas que remontaba el río Elba. La habitación, austera y desprovista de cualquier elemento accesorio, sirve como marco del sentimiento de placidez que aquel hombre taciturno sentía en su nuevo entorno doméstico:

No puede entenderse la pintura contemporánea sin el aporte de sentimiento que Caspar David Friedrich supo trasladar a cada una de sus obras. Su sensibilidad exacerbada se capta de un simple vistazo. Sus paisajes, sus figuras, sus trazos de lápiz no son meros modos de reproducir la belleza. Son belleza en sí. Friedrich vivía para poder dejar salir ese torrente de creatividad a través de su mano. Cuando, tras dos ataques de aplopejía, fue incapaz de trabajar, sólo podía «llorar como un niño», tal y como contaba un conocido suyo después de visitarle. El arte había hecho soportable su vida y le había servido como medio de exorcizar dolorosos recuerdos, como el que siempre le atormentó hasta su muerte: cuando tenía catorce años estuvo a punto de morir ahogado al romperse bajo sus pies el hielo del lago sobre el que jugaba. Su hermano mayor corrió a ayudarle, logró sacarle del agua pero murió ahogado sin poder salvarse él. Friedrich vio como su hermano quedaba atrapado sin vida bajo el hielo. En su cuadro «El naufragio entre los hielos» suele comentarse cómo Friedrich representa una noticia más o menos contemporánea (las expediciones del inglés William Parry en busca de un paso navegable por el Ártico), o cómo expresa de modo metafórico y rotundo el poder de la Naturaleza sobre el ser humano:

Pero sabiendo del alma triste y hermosa de aquel hombre solo, quizá sea más sencillo ver en esas placas heladas que se elevan hacia el cielo un túmulo funerario, hecho con pinceladas, en honor al hermano perdido.