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Describiendo nuevos y extraños mundos (II): La Edad de Oro de la ciencia ficción y la Nueva Ola

El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, en su misión continua para explorar nuevos y extraños mundos, para descubrir nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones; para llegar donde nadie ha llegado antes.

Introducción – Star Trek (serie TV).

La llegada del siglo XX supuso un cambio con respecto al tratamiento de la ciencia ficción tanto en literatura como en el cine, sobre todo en Europa. Los autores y las obras no pudieron escapar del clima creado por los acontecimientos políticos que sacudieron el continente desde finales del siglo XIX y todo ello tuvo su reflejo en un nuevo aspecto del relato de ciencia ficción: la distopía. Estas visiones de un futuro deprimente tienen sus raíces tanto en una reacción frente a la utopía futurista de Edward Bellamy mencionada en el post anterior como en una evolución del pesimismo evolutivo presente en Wells. La primera de estas distopías quizás sea la del ruso Evgueni Zamyatin titulada Nosotros y publicada en 1920 a la que siguen otras obras como La Guerra de las Salamandras (1936) y R.U.R (1921) ambas del checo Karel Capek (que tiene el honor de ser el creador de la palabra robot) o Un mundo feliz (1932) del británico Aldous Huxley. Como contrapunto a estas visiones políticas y sociales se podría mencionar en Gran Bretaña la obra de C.S. Lewis y su Trilogía del Espacio (Mas allá del planeta silencioso, 1938; Perelandra, 1943; y La horrible fortaleza, 1945) caracterizada por su base filosófica y cristiana y la visión más espiritual de William Olaf Stapledon (Hacedor de estrellas, 1936) que tendría gran influencia en autores como Asimov o Clarke (se podría ir más allá, incluso, y decir que Stapledon influyó en George Lucas ya que en su obra se establece por primera vez el concepto de guerra galáctica, que el escritor denomina Star Wars).

El cine europeo no se mantuvo al margen de este cambio en la visión de la ciencia ficción. Una película como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) trata los viajes espaciales como una posibilidad auténtica y no duda en incluir una revolución proletaria en el propio Marte, todo ello inmerso en un diseño de producción decididamente constructivista.

No menos espectacular es el diseño de producción de Metropolis (Fritz Lang, 1927), deudor del expresionismo alemán. Pero la película de Lang no es sólo estética sino también contiene una visión de la sociedad clasista y progresivamente esclava de la tecnología y da protagonismo a la gran aportación del siglo XX a la ciencia ficción: el robot. Ya en los años treinta se debería mencionar la producción de Alexander Korda Things to come (William Cameron Menzies, 1936) con guión del propio H.G.Wells en donde se plantea el comienzo de un conflicto mundial que transformará al mundo.

El caso de Estados Unidos es ligeramente diferente: su situación al margen de la mayor parte de las experiencias traumáticas acontecidas en Europa a principios del siglo XX y su escasa tradición literaria en este campo se reflejan en un claro desprecio a la ciencia ficción como género literario y la confinan en un determinado tipo de publicaciones denominadas pulp (revistas impresas en papel barato). Este hecho supuso por un lado la popularización de la ciencia ficción sobre todo entre el público juvenil y, por otro, el desarrollo del relato corto  como forma de expresión del género. Las revistas pulp tienen a Hugo Gernsback (el hombre en cuyo honor se denominarán los premios literarios más importantes de la ciencia ficción: los premios Hugo)  como principal impulsor de esas publicaciones entre las que destacan Amazing stories (fundada por el propio Gernsback), Astounding stories of super-science o Wonder stories. Estas publicaciones son las responsables del establecimiento del término space opera o aventuras espaciales.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930) - La imagen muestra una portada realizada con una ilustración con colores brillantes que representa una ciudad vista desde lejos llena de rascacielos y edificios modernos. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930). Ilustración de H. W. Wessolowski.

El auge de las publicaciones pulp desde fines de loas años veinte favoreció la proliferación de historietas ilustradas cuyos protagonistas eran héroes que corrían mil y una aventuras en mundos extraños: Buck Rogers se publica por primera vez en 1929. Le sigue, en 1933, Las aventuras de Flash Gordon. Y a finales de los años treinta Detective Comics lanza sus dos joyas heroicas: Superman (el primero y casi único superhéroe alienígena) y Batman.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939) - La imagen muestra la portada a todo color de la revista ilustrada Detective Comics en la que aparecen dos hombres vestidos con traje y sombrero de espaldas que miran asombrados como Batman les trae volando un delincuente. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939)

Este gusto por la ciencia ficción no se refleja tanto en el cine norteamericano de la época, que se inclina más por el género fantástico y de terror o, en su defecto, por las adaptaciones de clásicos decimonónicos (King Kong, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Frankenstein, El hombre invisible, Drácula). Curiosamente, la adaptación más impactante de un clásico del género se realizó en un medio en el que la ciencia ficción no tuvo éxito: la radio. Fue en 1938 cuando Orson Welles y el Mercury Theatre hicieron su famosa adaptación de War of the worlds de Wells.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de "La Guerra de los Mundos" (1938) - La imagen muestra la portada del LP de la grabación donde aparece una fotografía de Orson Welles durante la retransmisión de la adaptación de "La Guerra de los Mundos". Pulse para ampliar.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de «La Guerra de los Mundos» (1938)

John W. Campbell, editor de la revista Astounding, fue el responsable de dar cancha a jóvenes autores a partir de 1939 entre los que destacaban Isaac Asimov, A. E. van Vogt, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Robert A. Heinlein. Este hecho se considera como el comienzo de la llamada “Edad de Oro de la Ciencia Ficción” que abarca dos décadas y cuyos principales protagonistas están en Estados Unidos (con la salvedad del británico Arthur C. Clarke) y son hijos de las revistas pulp  de la década de los veinte. Estos autores introducen temas nuevos en el género tales como las cronologías coherentes de un futuro muy lejano (Heinlein y Asimov), las relaciones del hombre con la máquina (Asimov), la identidad del individuo dentro de la sociedad (Sturgeon), la reacción del hombre ante el futuro (Bradbury) o la combinación más espectacular de ciencia y filosofía (Arthur C. Clarke). Esta eclosión literaria no pasó inadvertida para el cine, que comenzó a adaptar algunos de los relatos. La Edad de Oro de la ciencia ficción coincidió con el periodo álgido de la Guerra Fría, del “macarthismo” y su paranoia anticomunista pero también del desarrollo de la sociedad del bienestar estadounidense: todos esos factores se reflejaron tanto en los relatos como en las películas. La mayor parte de las películas se catalogan como de “serie B” pero no dejan de aparecer títulos muy interesantes que, en casi todos los casos, fueron retomados en épocas posteriores. Es el caso de Ultimátum a la tierra (Robert Wise, 1951), El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o la británica El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).

Portada de la primera edición de "Más que humano" de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción. Pulse para ampliar.

Portada de la primera edición de «Más que humano» de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción

Los años 60 inauguran una etapa que se ha denominado la  Nueva Ola (New Thing), situada a medio camino entre la Hard Science Fiction (o “científica” ficción, por decirlo de algún modo) y las space opera o las aventuras espaciales. En 1964 Michael Moorcock se convirtió en editor de la revista inglesa New worlds en la que publicaban autores nuevos como J.G. Ballard, Norman Spinrad, Richard Matheson, Brian A. Aldiss, Harry Harrison o Philip Jose Farmer. Estos autores se distanciaban tanto de la ciencia ficción “dura” (hard science fiction) como de la space opera e incluso se permitían experimentos lingüísticos o gramaticales inspirados en la narrativa de James Joyce. No todos los escritores de ciencia ficción que logran un reconocimiento en este período pueden ser considerados miembros de la  Nueva Ola. Otros muchos, que ya habían comenzado a escribir a finales de los años cincuenta, son los responsables de la entrada de la ciencia ficción literaria en la edad adulta: Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin en Estados Unidos; el britanico John Brunner y el polaco Stalislaw Lem en Europa. Incluso otros escritores que no se identifican con el género recogen parte de las preocupaciones y argumentos de la ciencia ficción y no dudan en utilizarlos para sus obras: es el caso de Kurt Vonnegut, Jorge Luis Borges, Italo Calvino o Anthony Burguess. Esa mayoría de edad literaria tiene también su reflejo, aunque un poco más tardío, en el cine de los años 60. Al comienzo de la década es palpable la influencia de la televisión y de los seriales que comienzan a proliferar y que se alimentan, en su mayor parte de buena parte de los relatos de la Edad de Oro. Es el caso de The Twilight Zone, a la que se unen otros seriales con vocación de space opera como Star Trek, Perdidos en el espacio, Los invasores, Viaje al fondo del mar o la británica Dr. Who.

El cine toma como referencia en muchos casos la estructura de estos seriales para sus lanzamientos: la productora británica Hammer es la responsable de seriales cinematográficos del Doctor Quatermass, Frankenstein, Drácula y Fu Manchú, muchas veces enfrentados entre ellos, al modo de los monstruos japoneses producto de las radiaciones atómicas como Gozilla, Gamera o Mothra o de las fantásticas producciones a medio camino entre el cine de terror y el de ciencia ficción del español Jesús (Jess) Franco. Estos productos, que se prolongan, a veces de modo agónico, en décadas sucesivas, conviven con otras producciones que realmente marcan la entrada del cine de ciencia ficción en el nivel de calidad que podía equipararlo a los logros literarios. Es el caso de películas europeas como Lenny contra Alphaville (J. L. Goddard, 1965), Fahrenheit 451 (F. Truffaut, 1966) o de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! (S. Kubrick, 1964), en donde la trama está ya cargada de un importante contenido filosófico y crítico. Pero es a finales de la década cuando hay un verdadero punto de inflexión en cuanto al cine de ciencia ficción. En el año 1968 se estrenan un buen número de películas del género, algunas tan espectaculares como Barbarella (R. Vadim) o mediocres como Charly (R. Nelson), entre las que destacan tres: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), La noche de los muertos vivientes (George A. Romero) y 2001: Una odisea espacial (de Stanley Kubrick) que inauguraron nuevas líneas de tratamiento tanto de los temas como de la estética que hasta ese momento había imperado en la ciencia ficción visual.

Fotograma de la película "2001.Una odisea en el espacio" (Stanley Kubrick, 1968) - La imagen muestra la escena en la que el astronauta Dave Bowman se introduce en el núcleo del ordenador HAL 9000 para desconectarlo. Se ve al astronauta flotando en medio de un cubo iluminado con cientos de luces rojas. Pulse para ampliar.

Fotograma de la película «2001.Una odisea en el espacio» (Stanley Kubrick, 1968).

El cine buscó los elementos y las estéticas nuevas no sólo en el cine, sino también en el cómic. Si en Estados Unidos se asistía a la eclosión de los superhéroes de la editorial Marvel (La Patrulla X, Hulk, Spiderman, Ironman, Los Cuatro Fantásticos), en Europa el cómic se vinculaba más a los universos extraños de la literatura de la Nueva Ola. Es el caso de autores como Jean-Claude Mezières, Moebius o Enki Bilal, cuyas visiones apocalípticas influirán decisivamente en la estética de la ciencia ficción posterior.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película "El quinto elemento" (Luc Besson, 1997) - La imagen muestra uno de los bocetos para el diseño del entorno urbano del Nueva York futurista de la película, en donde destaca la figura de un taxi aéreo. Pulse para ampliar.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película «El quinto elemento» (Luc Besson, 1997)

Muchos autores presentan la década de los setenta como una especie de limbo estético y creativo dominado por la falta de elementos definidores claros y se contentan con mencionarla como una etapa de transición entre la Nueva Ola y el cyberpunk. La década de los 70 es la de la crisis energética y del impasse tecnológico que se reflejan en el estancamiento de comportamientos políticos y sociales, salvo por un aspecto: en el de la aportación femenina al género. Tras la estela de la primera gran escritora de ciencia ficción, Ursula K. Le Guin, aparecen nombres como Vonda McIntyre, Marion Zimmer Bradley (que había comenzado a publicar ya en los 60, pero que ahora recibe el reconocimiento por sus obras de fantasía y ciencia ficción), James Tiptree, jr (pseudónimo de Alice Sheldon) o Julian May que comparten protagonismo en la década con otros nombres nuevos como Robert Silverberg o Harlan Ellison.

Cubierta de la primera edición de "La mano izquierda de la oscuridad" de Ursula K. LeGuin (1974) - La imagen muestra la portada del libro con el título en la parte superior y una ilustración en la que sobre un fondo decorativo de circulos aparecen dos rostros, similares a los de los iconos bizantinos, muy juntos, tanto que parecen pegados y uno solo. Pulse para ampliar.

Cubierta de la primera edición de «La mano izquierda de la oscuridad» de Ursula K. LeGuin (1974)

El cine refleja el giro temático que había dado la ciencia ficción con la Nueva Ola: hay una mayor preocupación por el impacto del futuro tecnológico en una visión que puede considerarse “ecológica” pero también una fascinación por los logros y los avances científicos que pueden llevar al hombre a nuevas fronteras, como en el caso  de Solaris (A. Tarkowski, 1971), adaptación de una novela de Stanislaw Lem o de THX 1138 (S. Spielberg, 1971). Las preocupaciones del hombre sobre su futuro gravitan en torno a él y producen películas más o menos similares, a veces espeluznantes distopías futuras como la adaptación que Stanley Kubrick hizo en 1971 de la novela de Anthony Burguess La naranja mecánica, pero también burlas como El dormilón (W. Allen, 1973), sin olvidar otras películas más vanguardistas como A boy and his dog (L.Q. Jones, 1975) o El hombre que cayó a la tierra (N. Roeg, 1976).

La ciencia ficción cambió a finales de la década de los setenta y lo hizo de la mano del cine.

Pero eso es otra historia.

Yo estoy vivo y vosotros estais muertos

Dicho así, suena un poco amenazador. Pero cuando uno está muerto y no lo sabe, alguien debe explicárselo para evitar confusiones y algún que otro sofoco.

En 1969 Philip K. Dick publicó una de las novelas de ciencia ficción más famosas – y fascinantes-: Ubik. En ella, un grupo de personas sufre un atentado mientras están en viaje de negocios en la Luna. Uno de ellos (Glen Runciter, el jefe del grupo) muere y el resto de los supervivientes decide retornar a la Tierra para aplicarle un proceso -similar a la criogenización- llamado «semivida» que permite una débil comunicación entre vivos y muertos.

El grupo de supervivientes, dirigido por uno de los empleados, llamado Joe Chip, intenta seguir con su vida normal, pero pronto su entorno empieza a degradarse de un modo preocupante. La leche o los cigarrillos se deterioran nada más comprarlos y, además, comienzan a aparecer mensajes extraños del propio Runciter escritos o a través de la televisión. Incluso las monedas llevan la efigie de Runciter. Cuando Chip lee «Yo estoy vivo y vosotros estais muertos» pintado sobre una pared, comienza a darse cuenta de que, en realidad, en la explosión murió todo el grupo salvo Runciter. Y que son ellos los que están en estado de «semivida». El deterioro del entorno – la entropía, tema característico de las novelas de Dick- se hace cada vez más rápido. Incluso el tiempo retrocede al año 1939, envolviendo a los protagonistas en situaciones absurdas y desasosegantes.

En Ubik la conexión entre los personajes y el lector se produce a través de la angustia de no saber exactamente qué está pasando a su alrededor. Ser testigos del derrumbe físico de un entorno que hasta ese momento anclaba a los protagonistas a una realidad comprensible produce terror. Terror a no saber reaccionar, a perder las referencias, a dudar de la realidad.

A pesar de su evidente atractivo, la novela de Dick no ha sido llevada al cine nunca, aunque ha habido varios intentos, entre ellos el del cineasta francés Michel Gondry (que ya había trasladado a imágenes un mundo similar al de Philip K. Dick en su película Eternal sunshine of the spotless mind) que dice estar preparando una adaptación de la obra. Aún así, la impronta de Ubik puede apreciarse en algunas producciones para cine y televisión.

En 1997, Alejandro Amnábar estrenó su película Abre los ojos, cuyo argumento gira también en torno a la no diferenciación entre realidad y sueño (o entre vida y muerte). El guión fue escrito por él mismo y Mateo Gil y, a pesar de sus coincidencias (evidentes) con la novela de Dick, Amenábar siempre ha negado que se inspirara en ella para su película.

Aunque quizá haya sido la televisión quien más jugo ha sacado a la paranoia argumental de Ubik. Una de las series más veneradas (y criticadas) de los últimos tiempos parte, precisamente, de las premisas de la no-existencia en una no-realidad: las paradojas temporales y visuales de Lost («Perdidos») constituyen una de las grandes apropiaciones del imaginario de Philip K. Dick

Aunque quizá la más acertada de las interpretaciones corrió a cargo de la siempre impecable BBC en una de sus más recientes series de culto: Life on Mars. En ella, un policía de Manchester sufre un grave accidente y se despierta en un mundo completamente extraño, que no reconoce y que después descubre que es el año 1973. El choque visual es importante, pero aún lo es más el emocional. Sam Tyler, el protagonista, es incapaz de asumir en su totalidad el modo de vida y los brutales métodos policiales de la época, personificados en el Inspector Gene Hunt. Este personaje fue el causante de una secuela (que duró tres temporadas) llamada Ashes to Ashes, en donde la protagonista era, en este caso, una mujer policía a la que un disparo en la cabeza traslada a 1981. El éxito de la serie provocó adaptaciones de la misma en televisiones de otros países, como Estados Unidos o España (donde se versionó con el título de La chica de ayer.

Life on Mars recurre a los elementos presentes en la novela de Dick: la degeneración del entorno -la entropía-, la existencia de mensajes inquietantes a través del teléfono o la televisión, la sensación de no encajar en esa realidad. Todo llevado a cabo con una impecable dirección artística, reproduciendo visualmente el Manchester de los años 70 (como en Ashes to Ashes se reconstruirá el Londres de principios de los 80). La reconstrucción del entorno y de la sociedad británica de los años setenta es tan verosímil que comprendemos las dudas que se le generan al protagonista. Sam Tyler necesita saber qué le está pasando, como los protagonistas de la novela de Dick. Que alguien le diga si está vivo o muerto. Si eso es real o no. Así lo dice en cada comienzo de capítulo:

«Me llamo Sam Tyler. Tuve un accidente y desperté en 1973. ¿Estoy loco, en coma o he vuelto al pasado? Sea lo que sea, es como si hubiera aterrizado en otro planeta. Quizá, si encuentro una explicación, pueda volver a casa.«

Y mientras busca esa explicación, en la (espléndida) banda sonora de la serie David Bowie canta la desesperación de quien no entiende el mundo que le rodea y se pregunta, para escapar de esa realidad, si hay vida en Marte.

David Bowie – Life of Mars?

Traduttore, traditore

El pasado més de junio se cumplió el trigésimo aniversario del estreno de Blade Runner, la adptación al cine de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? dirigida por el inglés Ridley Scott. En el momento del estreno de la película, Dick era considerado un autor de culto entre los aficionados a la ciencia ficción al que no se le podía calificar de “popular”, por lo menos en el modo en que lo eran otros escritores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke o, incluso, Ray Bradbury. Sin embargo, el escritor contaba con un nutrido grupo de admiradores que eran capaces de identificar de inmediato sus peculiares universos. Y la gran mayoría de esos admiradores concluyeron que Blade Runner había conseguido captar en imágenes la esencia de los mundos descritos por Philip K. Dick.

La clave está precisamente en la palabra “esencia”, porque Blade Runner dista mucho de ser una adaptación literal de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. Entre la novela y la película existen numerosas variantes, comenzando por el propio título. Además, la acción se trasladaba desde el San Francisco de la obra original a Los Ángeles y se daba una fecha concreta para los acontecimientos: el año 2019. Aunque los cambios más radicales tenían que ver con los personajes, muchos de los cuales desaparecían en el guión de la película, entre ellos el de la mujer del protagonista y el del profeta Mercer. Incluso no quedaba ni rastro de la oveja mecánica que era la posesión más preciada de Deckard.Y, sin embargo, los seguidores de Dick decidieron que el universo oscuro y paranoico del autor estaba perfectamente reflejado en la película.

Este hecho nos debe hacer reflexionar sobre una cosa: la traducción literal de algo no es siempre la más exacta. Si el guión de Blade Runner hubiera contemplado las tramas paralelas de la novela original, la multitud de personajes que aparecen y desaparecen con facilidad pasmosa y la indefinición del tiempo y del espacio en el que trascurre la acción, probablemente el resultado final no hubiera satisfecho a la crítica, al público o a los seguidores de Philip K. Dick. y sin embargo, con sus aparentes mutilaciones con respecto al original, Blade Runner se ha convertido en un referente estético y cinematográfico.

La razón de esta identificación puede explicarse debido a que el estilo narrativo de Dick no es precisamente uno que se caracterice por el excesivo detalle en cuanto a describir ambientes, escenarios o incluso personajes. La acción suele desarrollarse de un modo muy precipitado y el transcurso de la misma viene descrito -en la mayor parte de las ocasiones- en los diálogos de los personajes. Por ello el estilo de Dick ha sido calificado más de una vez como «cinematográfico». Esta indefinición descriptiva permitió a los diseñadores artísticos (con el propio Ridley Scott al frente) crear un entorno en el que el futuro se mostrara como una paradoja: la ciudad de Los Angeles como una megaurbe dominada por la tecnología pero, al mismo tiempo, condicionada por los vestigios de su pasado. Y eso se refleja en la película en el concepto de ciudad como elemento hostil e intransitable que no ha podido adaptarse a la evolución tecnológica ni al cambio climático que la asfixia en una lluvia continua, casi monzónica.

Uno de los aciertos de la dirección artística de la película fue traducir esa paradoja utilizando una estética que reunía el progreso tecnológico y una mirada al pasado. El vestuario y maquillaje de los actores evocaba aquél de las películas de cine negro de los años 30 y 40 (sombreros, gabardinas, corbatas estrechas, tupés, hombreras, chalecos, etc..) y se mezclaba con tribus punkies, ropa de plástico y lurex, tachuelas metálicas… Aparentemente esta mezcolanza no podía dar como resultado nada comprensible, pero sin embargo, en conjunción con el diseño del entorno urbano, transmitió al espectador la idea coherente de que el futuro estaba construido sobre las bases de un pasado que aún no se había ido del todo.

Hay pocos lugares de Los Ángeles que se reconozcan en Blade Runner. Tres de ellos son edificios históricos: el Bradbury Building, de finales del siglo XIX, se convierte en el edificio de apartamentos casi abandonado donde vive el ingeniero J.F. Sebastian:

La comisaría de policía se aloja en el vestíbulo de Union Station:

Y la pirámide Tyrrel toma como base la casa Ennis Brown, construida por Frank Lloyd Wright:

Estos dos últimos edificios se construyeron en la década de los 30, con lo cual su estética contribuye a unificar cronológicamente escenario y vestuario, envolviendo todo con un aire Art Decò. Blade Runner no es la traducción palabra por palabra de aquello que Philip K. Dick imaginó y escribió. Es más una interpretación de aquello que está implícito en la novela: el entorno hostil en el que se tiene que mover el hombre, la soledad, la deshumanización del hombre y la humanización de la máquina, la empatía y, sobre todo, la duda sobre qué significa ser humano.

Scott tradujo todo eso traicionando las palabras, pero mostrando su verdadero significado. Será cierto que el traductor es un traidor: pero un buen intérprete nos abre los ojos – y los oídos- a maravillas inaccesibles.