El Ojo En El Cielo

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El señor Harryhausen, supongo.

Érase una vez un niño que soñaba con dinosaurios, osos cavernarios, monstruos de las profundidades marinas y gorilas gigantes que reinaban en junglas lejanas. Érase que ese niño decidió que los sueños podían hacerse realidad. Y érase que durante ochenta años el niño soñador fabricó mundos de madera, arcilla, resina, cartón piedra y látex para que otros niños pudieran ver lo que él soñaba.

Raymond Frederick Harryhausen (1920-2013) disfrutaba con los cuentos, los espectáculos de marionetas, las novelas fantásticas y, como no, con el cine. Sus padres, Fred y Martha, siempre dejaron que su imaginación volara libre y se materializara en las pequeñas construcciones y maquetas que Ray hacía, en lugar de entretenerse con juguetes como cualquier otro niño de su edad. Con apenas cinco años quedó en estado de shock tras ver en el cine El mundo perdido (Harry Hoyt, 1925) y contemplar cómo los dinosaurios con los que soñaba se movían y parecían reales. Y cuando estrenaron en el cine King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), Ray volvió a casa con la idea de fabricar un gran gorila que pudiese moverse como el que acababa de ver en la película.

Marioneta de King Kong hecha por Ray Harryhausen (1933) - La imagen muestra un muñeco hecho con tela de color oscuro y con relleno con forma de gorila. Tiene los brazos muy largos y articulados, al igual que las patas. Es bastante tosca pero se puede distinguir que el animal representado es un gorila o, por lo menos, un primate grande. Pulse para ampliar.

Marioneta de King Kong hecha por Ray Harryhausen (1933)

Todo cambió a partir de ese momento en que, con 13 años, Ray quedó fascinado por el realismo del gorila gigante de la jungla. Se puso manos a la obra e hizo marionetas, toscas y cuyo movimiento no le satisfacía, y escenarios en los que los muñecos vivían mil y una aventuras. Al rey Kong le siguieron las verdaderas pasiones de Ray: un tyrannosaurus rex,  un estegosaurio y un brontosaurio que recrearon en su habitación el mundo perdido que le había atraído desde que era muy pequeño. Cada vez añadía algún detalle más a sus maquetas y muñecos, intentando que ganaran en realismo. De hecho, uno de sus estegosauros ganó el primer premio de un concurso organizado por el Museo del Condado de Los Angeles, un premio que guardó orgulloso y que le hizo pensar que podría, algún día, dedicarse sólo a crear escenarios fantásticos, por muy descabellada que pareciese esa idea.

De todos modos, los dioramas y los muñecos eran para él demasiado estáticos. Quería recrear la magia del movimiento en el cine y no sabía cómo. Así que comenzó a investigar sobre cómo se habían hecho los efectos especiales en King Kong. Buscó artículos en periódicos y revistas, asistió a exposiciones sobre la técnica del cine y, poco a poco, el misterio de la magia de aquellas películas pareció aclararse a través de dos palabras: stop motion. Esta técnica (traducida como «animación fotograma a fotograma» o «paso de manivela») consistía en rodar escenas de animación fotografiando pacientemente las maquetas para simular movimiento. Un movimiento que se apreciaba una vez que se proyectaba la película. Era un proceso laborioso pero el resultado era tremendamente realista. Y Ray, ni corto ni perezoso, decidió rodar su propia película.

Vivir en la ciudad que era la capital mundial del cine favoreció los intereses de Ray, que recorría tiendas, museos y bibliotecas buscando material para su proyecto. Apenas era un adolescente pero ya tenía muy claro qué era lo que quería hacer. Durante estas pesquisas conoció a otros dos muchachos que serían amigos fieles toda su vida: Forrest Ackerman (1916-2008), que se convertiría en un importante coleccionista de objetos relacionados con el cine y editor de la revista Famous Monsters of Filmland; y, sobre todo, Ray Bradbury (1920-2012), que llegaría a ser uno de los más famosos escritores de ciencia-ficción del siglo XX, autor de novelas como Farenheit 451, La feria de las tinieblas, Crónicas Marcianas El hombre ilustrado.

Ray Harryhausen y Ray Bradbury a principios de los años 80 - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro donde aparecen el cineasta y el escritor ya sexagenarios. Están sentados uno al lado del otro, sonrientes. Harryhausen es más delgado, calvo con algo de cabello oscuro en las sienes. Está sonriendo y pasanun brazo sobre el hombro de su amigo Bradbury, más robusto, con el pelo completamente cano, que lleva unas gafas gruesas de montura negra y que se ríe abiertamente. Pulse para ampliar.

Ray Harryhausen y Ray Bradbury a principios de los años 80

Los primeros intentos de Ray de rodar una película de animación se materializaron con una cámara prestada, figuras de madera y un gran plató cinematográfico que era el jardín de la casa de sus padres, aunque tuvo que trasladarse al garaje para evitar las sombras cambiantes con el movimiento del sol. Este cambio supuso tres cosas: comprar una verdadera cámara de cine, hacerse con focos para iluminar el interior del «estudio» y que el padre de Ray tuviera que aparcar el coche en el camino. Fue entonces cuando decidió llevar a cabo una obra realmente ambiciosa: una película que se llamaría La evolución del mundo y que narraría con animación la historia del planeta Tierra desde su formación hasta la aparición de los dinosaurios. Una idea que abandonó cuando vio el episodio de La consagración de la primavera de la película Fantasía (Walt Disney, 1940) que reproducía casi tal cual su idea, que ya no le pareció tan original.

A pesar de desechar la idea para su película, Ray no desistió de hacer cine. Decidió visitar al hombre que había hecho posible la magia de El mundo perdidoKing Kong en los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer. Willis O´Brien era el encargado de los efectos especiales del estudio y recibió amablemente al joven aprendiz de cineasta, que le enseñó orgulloso el estegosauro con el que había ganado el primer premio del concurso del Museo de Condado. O´Brien lo miró detenidamente y le aconsejó que fuera a clases de dibujo y anatomía para conseguir un mayor realismo. Harryhausen le hizo caso y se apuntó a clases nocturnas de dibujo y anatomía, que complementó con cursos en la Universidad del sur de California de dirección artística, montaje cinematográfico y fotografía.

La II Guerra Mundial interrumpió su formación como cineasta pero no su trabajo, ya que realizó varias películas de propaganda para la División de Servicios Especiales a las órdenes de su oficial superior, el director de cine Frank Capra. Tras su desmovilización, decidió realizar una serie de cortometrajes basados en cuentos infantiles y que agrupó bajo el título de Mother Goose (1946)

Este fue el punto de inflexión en la carrera de Ray Harryhausen. Comenzó a colaborar con Willis O´Brien en producciones de prestigio, como Mighty Joe Young  (Ernest B. Schoedshack, 1949) que ganó un Oscar a los Mejores efectos Especiales:

Harryhausen realizó otra serie de cortometrajes basados en cuentos infantiles (Rapunzel, Caperucita Roja, La Liebre y la Tortuga – este último, comenzado en 1952, abandonado y retomado y finalizado en 2002, lo que le convierte en un record de duración de producción-):

A partir de este momento trabajó como director artístico y de animación en producciones fantásticas de la década de los 50 y 60 que le dieron mucho prestigio como técnico cinematográfico. It Came Beneath the Sea (Robert Gordon, 1955) fue uno de esos trabajos reconocidos (aunque el pulpo gigante sólo tenía seis tentáculos por estrecheces presupuestarias). A este título le siguió Simbad y la princesa (Nathan Juran, 1958), en la que también intervino en el guión y en la producción y que tenía decorados del español Gil Parrondo. Rodada en color, esta película supuso un éxito rotundo de las técnicas de animación de Harryhausen:

A este título siguieron otros que hoy en día de consideran indispensables dentro del cine de aventuras y auténticas referencias en cuanto a los efectos especiales, muchas de ellas rodadas en Europa, ya que Harryhausen se trasladó a vivir a Londres en 1960. Fue allí donde conoció a su mujer, Diana Livingstone Bruce, bisnieta del famoso explorador de África, David Livingstone. Esas películas son clásicos del cine de aventuras como La isla misteriosa (Cy Endfield, 1960), basada en la novela de Jules Verne; o Jasón y los Argonautas (Don Chaffey, 1963), donde los efectos especiales eran cada vez más protagonistas y en la que Harryhausen hacía las veces también de productor.

Por no hablar de Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966), que inmortalizó a  Raquel Welch en biquini prehistórico mientras asistía horrorizada a la imposible lucha del hombre contra los dinosaurios; o Simbad y el ojo del tigre (Sam Wanamaker, 1977); o Furia de Titanes (Desmond Davies, 1981), su última gran producción, que puso ante los ojos de los espectadores fascinados la mitología griega con todo lujo de detalles.

En la mayor parte de estas películas Ray ejercía de director artístico, guionista, responsable de efectos especiales, productor… Cuidaba cada detalle al máximo, las películas eran «suyas». Sólo la complejidad de la normativa del gremio de directores de Hollywood impidió que Ray figurase como director en esas obras. Ese hecho, junto con que fijara su residencia en Londres en 1960, le alejó de los circuitos de la capital del cine. Ninguna de sus películas fue nominada jamás en los premios de la Academia de las Artes y de las Ciencias del Cine de Hollywood en la categoría de Mejores Efectos Especiales, cuando su factura, su estética y su técnica influyeron en generaciones de técnicos de animación y crearon legiones de seguidores. No en vano directores como Steven Spielberg, Peter Jackson, James Cameron, George Lucas o John Landis han reconocido a Harryhausen como el principal inspirador de sus películas. Fue en el año 1992 cuando se le concedió, al fin, un Oscar honorífico por toda su carrera y su aportación al cine. En el momento de la presentación, el actor encargado de hacerlo, Tom Hanks, dijo: «Hay gente que habla de Casablanca, Ciudadano Kane… Yo digo que Jasón y los Argonautas es la mejor película jamás hecha». Hanks, al igual que Spielberg o Lucas o Jackson, estaba reconociendo al hombre que hizo que en su niñez mirara boquiabierto la pantalla donde un ejército de esqueletos vivientes luchaba a muerte con el héroe de la película.

A pesar de no realizar muchas más películas tras Furia de Titanes, Harryhausen se dedicó a ultimar algunos proyectos (como el ya mencionado de La Liebre y la Tortuga), a esculpir en bronce algunos de sus modelos más famosos (deteriorados porque el látex con el que estaban hechos era un material poco estable) y a dedicarse a la fundación que había establecido junto con su mujer Diana. Uno de sus últimos trabajos fue el diseño de una escultura en honor del bisabuelo de su mujer, el doctor David Livingstone, donde se refleja el espíritu del niño fascinado por la jungla en forma de escultura que nada tiene que envidiar a una escena de sus películas:

Ray Harryhausen - Escultura de David Livingstone en Blantyre, Lanarkshire (2004) - La imagen muestra una escultura en bronce de gran tamaño. En primer plano hay una roca y apoyado en ella un hombre vestido con ropas coloniales que se gira sorprendido en el momento de ser atacado por un gran león a sus espaldas. Pulse para ampliar.

Ray Harryhausen – Escultura de David Livingstone en Blantyre, Lanarkshire (2004)

Hasta la llegada de los efectos especiales por ordenador, Ray Harryhausen fue el referente en la recreación de mundos fantásticos. Tenía la capacidad que tiene muy pocas personas de materializar aquello que la mente imagina. Los monstruos mitológicos, los animales prehistóricos, las temibles criaturas gobernadas por la mente de los magos más malvados… Todo aquello que un niño puede imaginar al leer un relato de aventuras, Ray Harryhausen lo convertía en algo tangible. Podía, como solo pueden algunos privilegiados, hacer realidad los sueños. Por eso incluso hoy en día, en que los efectos digitales facilitan el representar virtualmente cualquier escenario, los muñecos de látex de Ray siguen ejerciendo una atracción hipnótica.

Quizá porque, como los relatos de Verne o Salgari, como los cuentos de hadas y las fábulas clásicas, las películas de Ray Harryhausen nos permiten seguir siendo niños y tener la seguridad de que los sueños se hacen realidad.

Ray Harryhausen en los años 90 con uno de sus modelos de esqueletos vivientes. - La imagen es una fotografía en la que aparece en primer plano el cineasta, ya mayor, con el pelo de las sienes encanecido, que mira a la cámara sonriendo ligeramente mientras en sus manos sostiene un modelo en resina de unos 25 centímetros de alto de un esqueleto que sostiene en una mano un escudo y en la otro una espada. Pulse para ampliar.

Ray Harryhausen en los años 90 con uno de sus modelos de esqueletos vivientes.

Describiendo nuevos y extraños mundos (II): La Edad de Oro de la ciencia ficción y la Nueva Ola

El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, en su misión continua para explorar nuevos y extraños mundos, para descubrir nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones; para llegar donde nadie ha llegado antes.

Introducción – Star Trek (serie TV).

La llegada del siglo XX supuso un cambio con respecto al tratamiento de la ciencia ficción tanto en literatura como en el cine, sobre todo en Europa. Los autores y las obras no pudieron escapar del clima creado por los acontecimientos políticos que sacudieron el continente desde finales del siglo XIX y todo ello tuvo su reflejo en un nuevo aspecto del relato de ciencia ficción: la distopía. Estas visiones de un futuro deprimente tienen sus raíces tanto en una reacción frente a la utopía futurista de Edward Bellamy mencionada en el post anterior como en una evolución del pesimismo evolutivo presente en Wells. La primera de estas distopías quizás sea la del ruso Evgueni Zamyatin titulada Nosotros y publicada en 1920 a la que siguen otras obras como La Guerra de las Salamandras (1936) y R.U.R (1921) ambas del checo Karel Capek (que tiene el honor de ser el creador de la palabra robot) o Un mundo feliz (1932) del británico Aldous Huxley. Como contrapunto a estas visiones políticas y sociales se podría mencionar en Gran Bretaña la obra de C.S. Lewis y su Trilogía del Espacio (Mas allá del planeta silencioso, 1938; Perelandra, 1943; y La horrible fortaleza, 1945) caracterizada por su base filosófica y cristiana y la visión más espiritual de William Olaf Stapledon (Hacedor de estrellas, 1936) que tendría gran influencia en autores como Asimov o Clarke (se podría ir más allá, incluso, y decir que Stapledon influyó en George Lucas ya que en su obra se establece por primera vez el concepto de guerra galáctica, que el escritor denomina Star Wars).

El cine europeo no se mantuvo al margen de este cambio en la visión de la ciencia ficción. Una película como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) trata los viajes espaciales como una posibilidad auténtica y no duda en incluir una revolución proletaria en el propio Marte, todo ello inmerso en un diseño de producción decididamente constructivista.

No menos espectacular es el diseño de producción de Metropolis (Fritz Lang, 1927), deudor del expresionismo alemán. Pero la película de Lang no es sólo estética sino también contiene una visión de la sociedad clasista y progresivamente esclava de la tecnología y da protagonismo a la gran aportación del siglo XX a la ciencia ficción: el robot. Ya en los años treinta se debería mencionar la producción de Alexander Korda Things to come (William Cameron Menzies, 1936) con guión del propio H.G.Wells en donde se plantea el comienzo de un conflicto mundial que transformará al mundo.

El caso de Estados Unidos es ligeramente diferente: su situación al margen de la mayor parte de las experiencias traumáticas acontecidas en Europa a principios del siglo XX y su escasa tradición literaria en este campo se reflejan en un claro desprecio a la ciencia ficción como género literario y la confinan en un determinado tipo de publicaciones denominadas pulp (revistas impresas en papel barato). Este hecho supuso por un lado la popularización de la ciencia ficción sobre todo entre el público juvenil y, por otro, el desarrollo del relato corto  como forma de expresión del género. Las revistas pulp tienen a Hugo Gernsback (el hombre en cuyo honor se denominarán los premios literarios más importantes de la ciencia ficción: los premios Hugo)  como principal impulsor de esas publicaciones entre las que destacan Amazing stories (fundada por el propio Gernsback), Astounding stories of super-science o Wonder stories. Estas publicaciones son las responsables del establecimiento del término space opera o aventuras espaciales.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930) - La imagen muestra una portada realizada con una ilustración con colores brillantes que representa una ciudad vista desde lejos llena de rascacielos y edificios modernos. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930). Ilustración de H. W. Wessolowski.

El auge de las publicaciones pulp desde fines de loas años veinte favoreció la proliferación de historietas ilustradas cuyos protagonistas eran héroes que corrían mil y una aventuras en mundos extraños: Buck Rogers se publica por primera vez en 1929. Le sigue, en 1933, Las aventuras de Flash Gordon. Y a finales de los años treinta Detective Comics lanza sus dos joyas heroicas: Superman (el primero y casi único superhéroe alienígena) y Batman.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939) - La imagen muestra la portada a todo color de la revista ilustrada Detective Comics en la que aparecen dos hombres vestidos con traje y sombrero de espaldas que miran asombrados como Batman les trae volando un delincuente. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939)

Este gusto por la ciencia ficción no se refleja tanto en el cine norteamericano de la época, que se inclina más por el género fantástico y de terror o, en su defecto, por las adaptaciones de clásicos decimonónicos (King Kong, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Frankenstein, El hombre invisible, Drácula). Curiosamente, la adaptación más impactante de un clásico del género se realizó en un medio en el que la ciencia ficción no tuvo éxito: la radio. Fue en 1938 cuando Orson Welles y el Mercury Theatre hicieron su famosa adaptación de War of the worlds de Wells.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de "La Guerra de los Mundos" (1938) - La imagen muestra la portada del LP de la grabación donde aparece una fotografía de Orson Welles durante la retransmisión de la adaptación de "La Guerra de los Mundos". Pulse para ampliar.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de «La Guerra de los Mundos» (1938)

John W. Campbell, editor de la revista Astounding, fue el responsable de dar cancha a jóvenes autores a partir de 1939 entre los que destacaban Isaac Asimov, A. E. van Vogt, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Robert A. Heinlein. Este hecho se considera como el comienzo de la llamada “Edad de Oro de la Ciencia Ficción” que abarca dos décadas y cuyos principales protagonistas están en Estados Unidos (con la salvedad del británico Arthur C. Clarke) y son hijos de las revistas pulp  de la década de los veinte. Estos autores introducen temas nuevos en el género tales como las cronologías coherentes de un futuro muy lejano (Heinlein y Asimov), las relaciones del hombre con la máquina (Asimov), la identidad del individuo dentro de la sociedad (Sturgeon), la reacción del hombre ante el futuro (Bradbury) o la combinación más espectacular de ciencia y filosofía (Arthur C. Clarke). Esta eclosión literaria no pasó inadvertida para el cine, que comenzó a adaptar algunos de los relatos. La Edad de Oro de la ciencia ficción coincidió con el periodo álgido de la Guerra Fría, del “macarthismo” y su paranoia anticomunista pero también del desarrollo de la sociedad del bienestar estadounidense: todos esos factores se reflejaron tanto en los relatos como en las películas. La mayor parte de las películas se catalogan como de “serie B” pero no dejan de aparecer títulos muy interesantes que, en casi todos los casos, fueron retomados en épocas posteriores. Es el caso de Ultimátum a la tierra (Robert Wise, 1951), El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o la británica El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).

Portada de la primera edición de "Más que humano" de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción. Pulse para ampliar.

Portada de la primera edición de «Más que humano» de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción

Los años 60 inauguran una etapa que se ha denominado la  Nueva Ola (New Thing), situada a medio camino entre la Hard Science Fiction (o “científica” ficción, por decirlo de algún modo) y las space opera o las aventuras espaciales. En 1964 Michael Moorcock se convirtió en editor de la revista inglesa New worlds en la que publicaban autores nuevos como J.G. Ballard, Norman Spinrad, Richard Matheson, Brian A. Aldiss, Harry Harrison o Philip Jose Farmer. Estos autores se distanciaban tanto de la ciencia ficción “dura” (hard science fiction) como de la space opera e incluso se permitían experimentos lingüísticos o gramaticales inspirados en la narrativa de James Joyce. No todos los escritores de ciencia ficción que logran un reconocimiento en este período pueden ser considerados miembros de la  Nueva Ola. Otros muchos, que ya habían comenzado a escribir a finales de los años cincuenta, son los responsables de la entrada de la ciencia ficción literaria en la edad adulta: Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin en Estados Unidos; el britanico John Brunner y el polaco Stalislaw Lem en Europa. Incluso otros escritores que no se identifican con el género recogen parte de las preocupaciones y argumentos de la ciencia ficción y no dudan en utilizarlos para sus obras: es el caso de Kurt Vonnegut, Jorge Luis Borges, Italo Calvino o Anthony Burguess. Esa mayoría de edad literaria tiene también su reflejo, aunque un poco más tardío, en el cine de los años 60. Al comienzo de la década es palpable la influencia de la televisión y de los seriales que comienzan a proliferar y que se alimentan, en su mayor parte de buena parte de los relatos de la Edad de Oro. Es el caso de The Twilight Zone, a la que se unen otros seriales con vocación de space opera como Star Trek, Perdidos en el espacio, Los invasores, Viaje al fondo del mar o la británica Dr. Who.

El cine toma como referencia en muchos casos la estructura de estos seriales para sus lanzamientos: la productora británica Hammer es la responsable de seriales cinematográficos del Doctor Quatermass, Frankenstein, Drácula y Fu Manchú, muchas veces enfrentados entre ellos, al modo de los monstruos japoneses producto de las radiaciones atómicas como Gozilla, Gamera o Mothra o de las fantásticas producciones a medio camino entre el cine de terror y el de ciencia ficción del español Jesús (Jess) Franco. Estos productos, que se prolongan, a veces de modo agónico, en décadas sucesivas, conviven con otras producciones que realmente marcan la entrada del cine de ciencia ficción en el nivel de calidad que podía equipararlo a los logros literarios. Es el caso de películas europeas como Lenny contra Alphaville (J. L. Goddard, 1965), Fahrenheit 451 (F. Truffaut, 1966) o de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! (S. Kubrick, 1964), en donde la trama está ya cargada de un importante contenido filosófico y crítico. Pero es a finales de la década cuando hay un verdadero punto de inflexión en cuanto al cine de ciencia ficción. En el año 1968 se estrenan un buen número de películas del género, algunas tan espectaculares como Barbarella (R. Vadim) o mediocres como Charly (R. Nelson), entre las que destacan tres: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), La noche de los muertos vivientes (George A. Romero) y 2001: Una odisea espacial (de Stanley Kubrick) que inauguraron nuevas líneas de tratamiento tanto de los temas como de la estética que hasta ese momento había imperado en la ciencia ficción visual.

Fotograma de la película "2001.Una odisea en el espacio" (Stanley Kubrick, 1968) - La imagen muestra la escena en la que el astronauta Dave Bowman se introduce en el núcleo del ordenador HAL 9000 para desconectarlo. Se ve al astronauta flotando en medio de un cubo iluminado con cientos de luces rojas. Pulse para ampliar.

Fotograma de la película «2001.Una odisea en el espacio» (Stanley Kubrick, 1968).

El cine buscó los elementos y las estéticas nuevas no sólo en el cine, sino también en el cómic. Si en Estados Unidos se asistía a la eclosión de los superhéroes de la editorial Marvel (La Patrulla X, Hulk, Spiderman, Ironman, Los Cuatro Fantásticos), en Europa el cómic se vinculaba más a los universos extraños de la literatura de la Nueva Ola. Es el caso de autores como Jean-Claude Mezières, Moebius o Enki Bilal, cuyas visiones apocalípticas influirán decisivamente en la estética de la ciencia ficción posterior.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película "El quinto elemento" (Luc Besson, 1997) - La imagen muestra uno de los bocetos para el diseño del entorno urbano del Nueva York futurista de la película, en donde destaca la figura de un taxi aéreo. Pulse para ampliar.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película «El quinto elemento» (Luc Besson, 1997)

Muchos autores presentan la década de los setenta como una especie de limbo estético y creativo dominado por la falta de elementos definidores claros y se contentan con mencionarla como una etapa de transición entre la Nueva Ola y el cyberpunk. La década de los 70 es la de la crisis energética y del impasse tecnológico que se reflejan en el estancamiento de comportamientos políticos y sociales, salvo por un aspecto: en el de la aportación femenina al género. Tras la estela de la primera gran escritora de ciencia ficción, Ursula K. Le Guin, aparecen nombres como Vonda McIntyre, Marion Zimmer Bradley (que había comenzado a publicar ya en los 60, pero que ahora recibe el reconocimiento por sus obras de fantasía y ciencia ficción), James Tiptree, jr (pseudónimo de Alice Sheldon) o Julian May que comparten protagonismo en la década con otros nombres nuevos como Robert Silverberg o Harlan Ellison.

Cubierta de la primera edición de "La mano izquierda de la oscuridad" de Ursula K. LeGuin (1974) - La imagen muestra la portada del libro con el título en la parte superior y una ilustración en la que sobre un fondo decorativo de circulos aparecen dos rostros, similares a los de los iconos bizantinos, muy juntos, tanto que parecen pegados y uno solo. Pulse para ampliar.

Cubierta de la primera edición de «La mano izquierda de la oscuridad» de Ursula K. LeGuin (1974)

El cine refleja el giro temático que había dado la ciencia ficción con la Nueva Ola: hay una mayor preocupación por el impacto del futuro tecnológico en una visión que puede considerarse “ecológica” pero también una fascinación por los logros y los avances científicos que pueden llevar al hombre a nuevas fronteras, como en el caso  de Solaris (A. Tarkowski, 1971), adaptación de una novela de Stanislaw Lem o de THX 1138 (S. Spielberg, 1971). Las preocupaciones del hombre sobre su futuro gravitan en torno a él y producen películas más o menos similares, a veces espeluznantes distopías futuras como la adaptación que Stanley Kubrick hizo en 1971 de la novela de Anthony Burguess La naranja mecánica, pero también burlas como El dormilón (W. Allen, 1973), sin olvidar otras películas más vanguardistas como A boy and his dog (L.Q. Jones, 1975) o El hombre que cayó a la tierra (N. Roeg, 1976).

La ciencia ficción cambió a finales de la década de los setenta y lo hizo de la mano del cine.

Pero eso es otra historia.

Traduttore, traditore

El pasado més de junio se cumplió el trigésimo aniversario del estreno de Blade Runner, la adptación al cine de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? dirigida por el inglés Ridley Scott. En el momento del estreno de la película, Dick era considerado un autor de culto entre los aficionados a la ciencia ficción al que no se le podía calificar de “popular”, por lo menos en el modo en que lo eran otros escritores como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke o, incluso, Ray Bradbury. Sin embargo, el escritor contaba con un nutrido grupo de admiradores que eran capaces de identificar de inmediato sus peculiares universos. Y la gran mayoría de esos admiradores concluyeron que Blade Runner había conseguido captar en imágenes la esencia de los mundos descritos por Philip K. Dick.

La clave está precisamente en la palabra “esencia”, porque Blade Runner dista mucho de ser una adaptación literal de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. Entre la novela y la película existen numerosas variantes, comenzando por el propio título. Además, la acción se trasladaba desde el San Francisco de la obra original a Los Ángeles y se daba una fecha concreta para los acontecimientos: el año 2019. Aunque los cambios más radicales tenían que ver con los personajes, muchos de los cuales desaparecían en el guión de la película, entre ellos el de la mujer del protagonista y el del profeta Mercer. Incluso no quedaba ni rastro de la oveja mecánica que era la posesión más preciada de Deckard.Y, sin embargo, los seguidores de Dick decidieron que el universo oscuro y paranoico del autor estaba perfectamente reflejado en la película.

Este hecho nos debe hacer reflexionar sobre una cosa: la traducción literal de algo no es siempre la más exacta. Si el guión de Blade Runner hubiera contemplado las tramas paralelas de la novela original, la multitud de personajes que aparecen y desaparecen con facilidad pasmosa y la indefinición del tiempo y del espacio en el que trascurre la acción, probablemente el resultado final no hubiera satisfecho a la crítica, al público o a los seguidores de Philip K. Dick. y sin embargo, con sus aparentes mutilaciones con respecto al original, Blade Runner se ha convertido en un referente estético y cinematográfico.

La razón de esta identificación puede explicarse debido a que el estilo narrativo de Dick no es precisamente uno que se caracterice por el excesivo detalle en cuanto a describir ambientes, escenarios o incluso personajes. La acción suele desarrollarse de un modo muy precipitado y el transcurso de la misma viene descrito -en la mayor parte de las ocasiones- en los diálogos de los personajes. Por ello el estilo de Dick ha sido calificado más de una vez como «cinematográfico». Esta indefinición descriptiva permitió a los diseñadores artísticos (con el propio Ridley Scott al frente) crear un entorno en el que el futuro se mostrara como una paradoja: la ciudad de Los Angeles como una megaurbe dominada por la tecnología pero, al mismo tiempo, condicionada por los vestigios de su pasado. Y eso se refleja en la película en el concepto de ciudad como elemento hostil e intransitable que no ha podido adaptarse a la evolución tecnológica ni al cambio climático que la asfixia en una lluvia continua, casi monzónica.

Uno de los aciertos de la dirección artística de la película fue traducir esa paradoja utilizando una estética que reunía el progreso tecnológico y una mirada al pasado. El vestuario y maquillaje de los actores evocaba aquél de las películas de cine negro de los años 30 y 40 (sombreros, gabardinas, corbatas estrechas, tupés, hombreras, chalecos, etc..) y se mezclaba con tribus punkies, ropa de plástico y lurex, tachuelas metálicas… Aparentemente esta mezcolanza no podía dar como resultado nada comprensible, pero sin embargo, en conjunción con el diseño del entorno urbano, transmitió al espectador la idea coherente de que el futuro estaba construido sobre las bases de un pasado que aún no se había ido del todo.

Hay pocos lugares de Los Ángeles que se reconozcan en Blade Runner. Tres de ellos son edificios históricos: el Bradbury Building, de finales del siglo XIX, se convierte en el edificio de apartamentos casi abandonado donde vive el ingeniero J.F. Sebastian:

La comisaría de policía se aloja en el vestíbulo de Union Station:

Y la pirámide Tyrrel toma como base la casa Ennis Brown, construida por Frank Lloyd Wright:

Estos dos últimos edificios se construyeron en la década de los 30, con lo cual su estética contribuye a unificar cronológicamente escenario y vestuario, envolviendo todo con un aire Art Decò. Blade Runner no es la traducción palabra por palabra de aquello que Philip K. Dick imaginó y escribió. Es más una interpretación de aquello que está implícito en la novela: el entorno hostil en el que se tiene que mover el hombre, la soledad, la deshumanización del hombre y la humanización de la máquina, la empatía y, sobre todo, la duda sobre qué significa ser humano.

Scott tradujo todo eso traicionando las palabras, pero mostrando su verdadero significado. Será cierto que el traductor es un traidor: pero un buen intérprete nos abre los ojos – y los oídos- a maravillas inaccesibles.