El Ojo En El Cielo

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Tú, no

Me gusta ayudar a que las mujeres se ayuden a sí mismas y ese es, para mí, el mejor modo de plantear la cuestión feminista. Todo lo que podamos hacer y hagamos bien, tenemos derecho a hacerlo y no creo que nadie se atreva a negárnoslo.”

 

Louisa May Alcott (1832-1888), escritora estadounidense.

Quien ha nacido para derribar las barreras con las que el hombre intenta cercar las libertades, no conoce muro que pueda frenar su paso. Principalmente porque no ve el muro en sí, sino piedras amontonadas en su camino. Así que, con paciencia, coge esas piedras una por una, las sitúa en los márgenes de la senda y marca así la vía expedita para aquellos que vienen detrás.

Mary Cassatt (1844-1922) fue una de esas personas. Nació en Pennsylvania (Estados Unidos) en el seno de una familia de la alta burguesía, descendiente de hugonotes franceses emigrados al Nuevo Mundo. En una sociedad como la norteamericana, que comenzaba a ser cada vez más consciente de su propia idiosincrasia, los Cassatt no estaban dispuestos a olvidar sus raíces europeas. Y una buena parte de la educación de Mary en su niñez consistió en un viaje por Europa que duró cinco años. En ese tiempo, Mary aprendió a hablar francés y alemán con fluidez. Pero también tuvo la oportunidad, visitando la Exposición Universal de Paris de 1855, de contemplar las obras de grandes pintores como Ingres o Corot junto a las de jóvenes genios como Edouard Manet o Edgard Degas. La niña Mary, con sólo 11 años, contemplaba fascinada aquellos cuadros sin saber que Manet y Degas acabarían por ser no sólo sus maestros sino sus más grandes amigos.

De vuelta en Estados Unidos, Mary estaba cada vez más decidida a estudiar pintura. Un tipo de estudios estrafalarios, según su padre, orientados a una ocupación más estrafalaria aún. Una mujer de buena posición social no tenía necesidad de ejercer ninguna profesión. Sólo debía esforzarse en comportarse bien en sociedad y encontrar un marido que mantuviera su estatus. Aquellas mujeres pertenecientes a clases sociales menos favorecidas sí que debían ganarse la vida con profesiones más o menos dignas. Así que el empeño de Mary en estudiar pintura fue acogido con resignación por parte de su padre (y alentado por su madre, todo hay que decirlo) que aceptó con la esperanza de que toda aquella locura pasase en cuanto Mary hiciese un buen matrimonio. En 1860, con 15 años, Mary ingresó en la Academia de Bellas Artes de Pennsylvania y comenzó su formación como artista, con más piedras en el camino que facilidades. No había muchas mujeres que se dedicaran al estudio de la pintura de forma académica y la mayor parte de las que lo hacían lo consideraban más bien un pasatiempo. Además, las mujeres tenían prohibido el acceso a las aulas de dibujo al natural. Un modelo ligero de ropa no era apropiado para ellas. Incluso si ese modelo era (como sucedía con frecuencia) una mujer desnuda. Así que Mary y sus compañeras debían suplir esas clases con la copia de moldes y vaciados de escayola.

En 1861 Estados Unidos se fracturó en una guerra civil que se prolongó hasta 1865 y que transformó el panorama político y social del país en muchos aspectos. No sólo por el hecho de se aboliese la esclavitud o se impusiera el modelo económico y fabril de los estados del norte sino porque, de algún modo, la vida de las mujeres norteamericanas cambió radicalmente. En muchos hogares desaparecieron los ingresos económicos que aportaba el cabeza de familia que ahora estaba en el ejército y cuya paga llegaba o no a tiempo de saldar las deudas. Las mujeres de la casa (madres, hermanas e hijas) se vieron obligadas a abandonar el nido confortable y a ganarse la vida ejerciendo las profesiones más variadas: desde enfermeras a profesoras, pasando por obreras en las fábricas, jornaleras… o soldados. El caso de las mujeres soldado en la Guerra de Secesión americana fue extremadamente popular a finales del siglo XIX. Entre 600 y 800 mujeres se disfrazaron de hombre, cambiaron su aspecto y su nombre y se alistaron en el ejército. Por fervor patriótico en algunos casos; por la paga y la libertad que conllevaba no depender de nadie, en otros muchos. No es difícil pensar que el ejemplo de estas mujeres, ampliamente difundido en la prensa de la época (aunque olvidado hoy en día) hiciera pensar a Mary que si una mujer podía valerse por sí misma en medio del caos y la muerte ¿qué no podría hacer con su propia vida?

Quizá eso fue lo que la decidió a plantear a su familia su decisión de viajar a Europa y establecerse en París como artista. Y lo logró, aunque con la condición de que su madre y unas amigas fueran con ella, a modo de carabinas. Y en 1866 Mary se instaló en París con la intención de seguir estudiando pintura. Allí se encontró con otro obstáculo, y fue en la Academia de Bellas Artes de París. No se admitían mujeres como alumnas. Mary tuvo que optar por las clases particulares que impartían los propios profesores de la Academia, además de copiar y estudiar los trabajos de los grandes maestros. Sus esfuerzos se vieron compensados cuando uno de sus cuadros, La intérprete de mandolina fue seleccionado para el Salón de Otoño, la exposición de arte patrocinada por el propio emperador Napoleón III que quería ser el escaparate de las glorias artísticas (y oficiales) de Francia.

La imagen muestra un cuadro en el que aparece una muchacha joven,  de cintura para arriba que sostiene ante ella una mandolina en actitud de tocarla. La joven está casi en penumbra, iluminada sólo por un foco de luz que procede de la derecha y que ilumina parte de su rostro y se refleja sobre la camisa blanca que lleva. Tiene el rostro ligeramente vuelto hacia la izquierda lo que le da un aire un tanto melancólico. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «La intérprete de mandolina» (1868)

Aquello parecía el principio de una prometedora carrera para Mary. Pero apareció otro obstáculo en su camino. El estallido de la guerra franco-prusiana en 1870 la obligó a volver a Estados Unidos, para satisfacción de su padre. Una satisfacción que duró poco, porque Mary seguía empeñada en ser pintora a pesar de que, en un intento por sacarle esa idea de la cabeza, el señor Cassatt le negara cualquier tipo de financiación para comprar materiales, pinturas y, mucho menos, regresar a Europa. Mary expuso en galerías de Nueva York y Chicago, donde recibió buenas críticas y no vendió ningún cuadro. Estaba a punto de tirar la toalla cuando el arzobispo de Pittsburgh, admirador de su técnica, le encargó la copia de dos cuadros de Coreggio que estaban en Parma. Mary no podía creer su suerte: ya no necesitaba la financiación paterna para volver a Europa, así que ni corta ni perezosa marchó a Italia. Allí, en Parma, fue muy bien acogida por la comunidad artística de la ciudad y su trabajo, altamente elogiado. Tras terminar el encargo del arzobispo, decidió viajar por España, Bélgica y Holanda para conocer en primera persona a los grandes maestros barrocos: Velázquez, Ribera, Rembrandt y Hals desfilaron ante los ojos hambrientos de arte de Mary que, en 1874, decidió establecerse definitivamente en París. Su apartamento se convirtió en un punto de encuentro para los jóvenes artistas que llegaban a la ciudad, sobre todo si eran mujeres. Una de esas artistas fue Abigail May Alcott, hermana de la escritora Louisa May Alcott (que se inspiró en ella para el personaje de Amy en su célebre novela Mujercitas), que recogió tan bien los consejos de Mary que en 1877 uno de sus cuadros fue aceptado en el Salón en lugar de los de su mentora. La relación entre Mary Cassatt y el Salón de Otoño se tornó difícil: volvió a enviar cuadros, sí, pero pronto entró en conflicto con la organización de la exposición. Criticaba públicamente que las mujeres artistas fueran ignoradas a menos que tuvieran un protector o un amigo entre el jurado. “Yo no voy a flirtear con nadie para que cuelguen mis cuadros” dijo en voz bien alta.

Las puertas cerradas del Salón de Otoño supusieron, sin embargo, la entrada de aire fresco en la vida y en la obra de Mary Cassatt. Edgard Degas, un pintor al que ella admiraba profundamente (sobre todo su técnica con el pastel), la invitó a formar parte de la exposición de los Impresionistas. El rechazo del Salón había decidido a Mary a abandonar el estilo clásico y este grupo de artistas le ofrecía la oportunidad de probar nuevos desafíos. Entabló amistad con Edgard Degas y con otra mujer pintora, Berthe Morisot, alumna y cuñada de Edouard Manet. Y mantuvo una excelente relación con los otros miembros del grupo: Monet, Renoir, Pissarro o Sisley.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres jóvenes, tomadas en plano medio, que están sentadas en el palco del teatro. Una de ellas está de espaldas, como si el espectador compartiera el palco con ellas, y la otra, a su lado, mira con atención al escenario con un par de pequeños prismáticos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «En el palco» (1879)

El contacto con los impresionistas supuso un cambio en la pintura de Mary Cassatt: su paleta se aclaró y la luz, que siempre le había fascinado, se convirtió en la protagonista de sus cuadros. Aplicó la técnica abocetada para crear las sensación de inmediatez y de momento. Pero no cambió la temática de sus obras. Sus protagonistas siguieron siendo, en la mayor parte de los casos, las mujeres. Mujeres pensativas, solas o en grupo, en actitud cariñosa con niños o absortas en sus labores o lecturas. Mujeres por cuyas cabezas y corazones cruzaban pensamientos y emociones que podían adivinarse en un gesto o en una mirada.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres sentadas en un sofá de un salón decorado en tonos rojos. Ante ellas hay una mesa, de color rojo también, sobre la que hay una bandeja con tazas y una tetera. Una de ellas mira ensimismada hacia el lado izquierdo mientras la otra bebe de su taza de te, que le tapa la cara. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El te de las cinco» (1880)

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer joven, vestida de blanco, sentada en una silla en un jardín. Está a la sombra y con ambas manos sostiene una pequeña labor de costura que mira con atención. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Mujer cosiendo al sol» (1882)

Edgar Degas se convirtió en su mentor: bajo su influencia Mary revisó su trazo, el uso del color y la luz o la composición de sus cuadros. En esto último Degas era un auténtico maestro, un pintor que utilizaba el caballete como si fuera una cámara fotográfica. Fue Degas también quien animó a Mary a probar suerte con el grabado. Su relación fue muy estrecha, algo sorprendente en un hombre tan misógino, gruñón, susceptible y difícil como era Edgard Degas. Pero el talento de Mary hizo que se rindiera ante ella. A regañadientes, sí, pero se rindió.

La imagen muestra a un hombre remando de espaldas al espectador y tras él, y de frente, una muejer sonriente que lleva un bebé en brazos. Sólo se ve parte del bote, como si fuéramos de paseo con ellos. El agua está calma y es de un color azul intenso. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Paseo en barca» (1884)

La imagen muestra un grabado en el que aparece una mujer de pie ente un espejo vertical con un vestido de color claro. Delante de ella y agachada hay otra mujer (de espaldas a nosotros) que le está recogiendo los bajos del vestido (como se puede apreciar en el reflejo de sus manos en el espejo). Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El arreglo del vestido» (1890). Puntaseca y aguatinta.

Los padres y la hermana de Mary se trasladaron a París para vivir con ella. Su padre seguía negándole la financiación para su pintura y Mary se veía obligada a vender cuadros para seguir trabajando. A pesar de las malas críticas que las exposiciones impresionistas tenían entre el público más conservador, las obras de Mary y Degas eran alabadas con unanimidad. Poco a poco fue consolidando su fama y pudo dedicarse a pintar con toda tranquilidad. Sólo una vez dejó de hacerlo: cuando su hermana Lydia murió, en 1882, dejándola sin su modelo preferido y sin su amiga del alma.

A pesar de que el Impresionismo abrió a Mary las puertas de un nuevo estilo, no permaneció fiel a él. La influencia de Degas (cuyo estilo nunca dejó de depender de la línea) y el descubrimiento del grabado japonés con sus colores planos y siluetas definidas animaron a Mary a probar otras vías expresivas.

La imagen muestra un grabado donde una mujer de pie y de espaldas a nosotros, con el vestido desabrochado y bajado hasta la cintura, se está lavando la cara en una jofaina situada sobre un mueble lavabo de madera. la habitación está decorada en tonos azulados que contrastan con la piel blanca de la mujer. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El baño» (1891). Puntaseca y aguatinta.

Su fama como pintora y entendida en arte la convirtieron también en referente para muchos coleccionistas norteamericanos que recorrían Europa en busca de nuevos talentos artísticos. Una amiga de la infancia, casada con el magnate del azúcar Henry Osborne Havemeyer, le pidió que les acompañara en un viaje por Italia y España con el fin de adquirir cuadros para su colección. Una colección que ahora es una parte realmente importante de los fondos del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer vestida en tonos amarillos, sentada en una silla verde, que sostiene en su regazo a un niño rubio desnudo. El niño está casi de espaldas al espectador pero vemos su rostro porque la madre le enseña un espejo donde se refleja su cara. Ambos, además, están reflejados en un espejo colgado en la pared detrás de ellos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Madre e Hijo» (1905)

Mary Cassatt no dejó de viajar para seguir aprendiendo del arte de otras culturas. En 1910, una visita a Egipto y la visión de las obras de su antigua civilización la dejaron absolutamente anonadada, reflexionando sobre sí realmente ella podía aportar algo al arte. Aunque pronto se repuso del shock y siguió pintando hasta que la diabetes y las cataratas que sufría la dejaron casi ciega en 1915. Eso fue lo único que le hizo abandonar los pinceles.

Cuando se habla del nacimiento de la vanguardia artística a finales del siglo XIX con el grupo de pintores impresionistas es fácil recitar de carrerilla los nombres de los grandes pintores del grupo: Claude Monet, Auguste Renoir, Edgard Degas, Camille Pissarro, incluso el olvidado Alfred Sisley se menciona antes que a las dos mujeres que formaron parte de él. Un olvido común pero injusto, sin duda.

No en vano el cascarrabias que era Edgard Degas no pudo evitar elogiar el talento de su amiga. A su manera, claro. Pero viniendo de él, su alabanza debió sonar a cántico celestial en los oídos de Mary:

«La mayoría de las mujeres pintan como si estuvieran adornando un sombrero.
Tú, no.”

La imagen muestra una fotografía en la que se ve a la pintora cortada a la altura del busto. Lleva un traje oscuro, el pelo completamente blanco recogido en un moño elaborado en lo alto de su cabeza y tiene una expresión triste, aunque sus labios parecen sonreír un poco. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt (c. 1900)

El inocente

Uno puede creer que es un gran artista. Puede aguantar las burlas, las críticas feroces y los sarcasmos de otros pintores y críticos de arte. Puede pasar hambre y penurias económicas y verse obligado a subsistir casi con la mendicidad. Puede tener que pasar por el trago de ver como sus cuadros son vendidos en las calles de Montmartre para reutilizar el lienzo sobre el que habían sido pintados. Y, sin embargo, puede seguir sonriendo y pintando y desarmando a todo aquel que se acerque a él con afán de burla.

Henri Julien Felix Rousseau (1844-1910) nació en la pequeña ciudad de Laval, en el norte de Francia, en el seno de una familia bastante modesta. Su padre era fabricante de lámparas de aceite y él, desde niño, tuvo que ayudarle en el trabajo, que compaginaba con las clases en el Liceo de la ciudad. Henri no era muy buen estudiante pero destacaba sobre el resto de sus compañeros en dos materias: el dibujo y la música. Esto le sirvió para obtener una beca que le permitió finalizar los estudios cuando su padre contrajo demasiadas deudas y arruinó a la familia. Decidido a no seguir el camino paterno, entró en un despacho de abogados en la ciudad de Angers para estudiar derecho, pero no consiguió graduarse. Las leyes no eran lo suyo. Bueno, no eran lo suyo y resultó que, además, fue despedido por hurtar papel timbrado. Henri se alistó en el ejército (que era la salida más honrosa a su situación) y en él permaneció cuatro años.

La muerte de su padre le decidió a abandonar el ejército para cuidar de su madre viuda y sin recursos. Se estableció en París, donde encontró trabajo como funcionario cobrador de impuestos en el Departamento de Aduanas, trabajo que ejerció concienzudamente durante 25 años. Su vida era la de tantos parisinos de clase media baja: se casó con Clemence, la hija de su casero, cuando ésta apenas tenía 15 años. Tuvieron seis hijos, de los que sólo sobrevivió una niña. Henri podía haber continuado así hasta su jubilación pero siempre había querido estudiar arte. En 1884, con cuarenta años cumplidos, decidió que se dedicaría a pintar y obtuvo un permiso para hacer bocetos en los museos parisinos. Pasaba el tiempo libre que le dejaba su trabajo copiando a sus admirados maestros, sobre todo a Ingres y a Gerome. Y de ese modo, con una obstinación autodidacta que sorprendía a propios y a extraños, Henri Rousseau se convirtió en pintor.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tarde de Carnaval" (1886) - La imagen muestra un cuadro en el que aparece un paisaje bastante oscuro. En la parte inferior se aprecia césped y diferfentes plantas, representadas de modo bastante estilizado. En medio del paisaje, y en tamaño pequeño, aparecen dos figuras vestidas de Pierrot y Colombina (dos personajes de la "commedia dell´arte" italiana), en color blanco, que caminan absortos en su conversación. La parte superior del cuadro lo ocupa el cielo, que tiene una tonalidad plomiza, como si fuera a estallar una tormenta. En lo alto del cielo, brilla una luna llena que parece iluminar toda la escena. Todo tiene un aire un poco irreal, como si fuera un sueño más que una representación de una escena convencional. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tarde de Carnaval» (1886)

Obviamente su estilo no era nada convencional. Nadie pintaba como lo hacía él. O nadie que lo hiciera como él se había atrevido a mostrar su obra en público. Pero Henri estaba convencido de su talento y de su especial sentido del arte y nunca tuvo reparo en exponer su obra. Desde 1886 expuso todos los años en el Salón de los Independientes (la exposición alternativa al arte «oficial» y académico del Salón de Otoño) donde se reunían los artistas más vanguardistas del panorama parisino. Compartió sala con Tolouse-Lautrec, Cezanne, Pisarro, Van Gogh, Gauguin, Bonnard o Matisse, aunque sus cuadros nunca colgaron en un lugar destacado. La crítica se cebaba en él despiadadamente: se burlaba de forma abierta de aquel funcionario maduro con ínfulas de pintor, que desconocía toda ley de perspectiva y proporción. Ridiculizaban sus paisajes urbanos, de los que decían que parecían pintados por un niño.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La Torre Eiffel" (1898) - La imagen muestra la vista de un río que se aleja hacia el fondo, iluminado por los reflejos de color anaranjado de un cielo vespertino. las orillas aparecen con árboles y a la derecha, hay tres pequeñas figuritas que están pescando. Al fondo se aprecia la silueta de una ciudad, con manchas amarillas como si fueran las luces encendidas. Y más al fondo aún, la parte superior de la Torre Eiffel. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La Torre Eiffel» (1898)

Se escandalizaban ante la planitud de los colores, en los que la ausencia de gradación tonal convertía las formas geometrizadas en siluetas que se superponían como papel de colores recortado y pegado sobre un cartón. Se pasmaban ante sus recreaciones imaginarias de junglas tropicales pobladas de animales fieros y acechantes. Y todos esos comentarios resbalaban sobre Henri, que seguía y seguía copiando como buenamente sabía las obras de los grandes maestros. Y continuaba yendo casi cada día al Jardín Botánico para dibujar las plantas más exóticas y aspirar los aromas de paisajes lejanos. Como él mismo decía «cuando entro en los invernaderos es como si caminara dentro de un sueño».

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tigre en una tormenta tropical" (1891)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tigre en una tormenta tropical» (1891)

Rousseau alternaba los paisajes exóticos con las vistas urbanas de París. Jamás había salido de Francia y, sin embargo, fascinado por los relatos de países lejanos, pintaba junglas y selvas frondosas, rebosantes de amenazas pero evocadoras y llenas de una poesía misteriosa que, aún hoy en día, las hace extrañamente atrayentes. Quizá por los colores, planos, brillantes y básicos (blanco, azul ultramar, azul de prusia, ocre, negro, rojo, siena y amarillo, sobre todo). Acaso por la luz irreal que parece envolver sus escenarios que parecen salidos de ensoñaciones y no de la observación de la realidad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Paisaje exótico" (1908) - La imagen muestra un paisaje en el que en primer plano vemos una sucesión de matorrales. Detrás de ellos, una serie de arbustos de mayor altura. Por detrás de esos arbustos, árboles de grandes hojas y frutos de colores. Sobre la rama de uno de esos árboles aparece un pájaro extraño, gris y rojo, de gran tamaño, que observa fijamente al espectador. El cielo es apenas un triángulo azul en la parte superior del cuadro: todo está lleno de vegetación frondosa de colores brillasntes. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Paisaje exótico» (1908)

Tal era la pasión por pintar que sentía Henri, que decidió retirarse de su trabajo como cobrador y dedicarse exclusivamente al arte. Era el año 1893. Tenía 49 años y una pensión exigua que apenas le daba para vivir. Pero aún así, lo hizo. Obviamente, tuvo que desempeñar otros trabajos para poder mantenerse él y su familia: realizó portadas para publicaciones periódicas como Le Petit Journal e incluso se vio obligado a tocar el violín por las calles. Pero eso no parecía importarle. Al fin y al cabo, la música y el arte siempre se le habían dado bien y le hacían feliz. Fue en esta época cuando decidió añadir a su nombre «El Aduanero», para hacer mención a su anterior trabajo. En realidad él no había sido nunca oficial de aduanas, sólo un mero cobrador, pero su amigo Alfred Jarry le convenció de que debía darse más importancia ahora que iba a entrar en los círculos artísticos.

Henri seguía exponiendo en el Salón de los Independientes y buscando un reconocimiento como artista que no llegaba. Seguía aguantando impertérrito los sarcasmos de los críticos y de otros pintores, que no entendían el atrevimiento de aquel hombre de considerar «arte» aquellos cuadros que parecían pintados por un niño. Pero él seguía pintando. De vez en cuando vendía algunas de sus obras que, por desgracia, corrían el riesgo de acabar en mercadillos callejeros ofrecidas por el precio del lienzo sobre el que estaban pintadas. Fue en uno de esos mercadillos en los que un joven pintor que estaba despuntando en el París de las vanguardias encontró un cuadro de Rousseau para ser reciclado y lo compró. Le hizo gracia la ingenuidad de la pintura y la simplicidad de las formas. No en vano, él mismo estaba investigando sobre la geometrización de los elementos para crear nuevos modos de representación del espacio pictórico. El joven pintor se llamaba Pablo Picasso. Y estaba inventando, nada más y nada menos, que el cubismo.

Picasso no paró hasta descubrir al responsable de aquel cuadro. Encontró a Rousseau y quedó fascinado por la inocencia de aquel hombre que se consideraba un gran pintor y que creía normal que los jóvenes valores del arte se acercaran a él. De ese modo, Henri entró en el mundo de la vanguardia, seduciendo a poetas como Guillaume Apollinaire, galeristas como Ambroise Vollard o pintores como Robert Delaunay, Sonia Delaunay o Henri Matisse. Se sintió el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra cuando Picasso decidió celebrar un banquete en su honor en su estudio. Los genios saben ver la brillantez en el trabajo ajeno pero, muchas veces, carecen de misericordia para con los demás. Y Picasso no era una excepción. Todo el mundo disfrutó de aquel banquete: los asistentes, que estaban asombrados de que aquel hombre se considerara pintor; y el homenajeado, que fue el invitado más feliz del mundo.

No todos trataron a Henri con burla. El poeta Guillaume Apollinaire y su pareja, Marie Laurencin, le admiraban sinceramente. Para ellos Rousseau era el paradigma del artista que ejemplificaba el surrealismo: un genio natural, sin formación, sin estar estropeado por el academicismo y por la mirada crítica de la sociedad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin" (1909)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin» (1909)

Robert Delaunay y su mujer Sonia también sintieron afecto enseguida por Rousseau y  por su capacidad de ver el mundo a través de formas y colores superpuestos, ajeno a la proporción y al espacio tradicional, inundado de una luz mágica y evocadora. De hecho, Delaunay convenció a su madre para que encargara a Henri un cuadro que recogiera sus recuerdos de un viaje a la India. Y Rousseau pintó una de sus obras maestras:

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La encantadora de serpientes" (1907) - La imagen muestra una imagen nocturna, aunque la luna llena que brilla en lo alto del cielo ilumina algunas partes del cuadro. A la derecha aparecen arbustos de hojas alargadas y puntiagudas. Tras ellos, árboles de altura creciente, de hojas carnosas y geométricas. En el centro de la composición se ve la silueta en sombra de una mujer que parece que va desnuda, de larga melena que está tocando una flauta travesera. A sus pies, una serpiente, también en sombra, levanta su cuerpo hacia ella. La parte izquierda del cuadro está más iluminada y podemos ver, al fondo una especie de río y, en sus orillas, un ave zancuda de color rosa y pico plano que observa fascinada a la mujer. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La encantadora de serpientes» (1907

Henri Rousseau murió a causa de una gangrena en una pierna en 1910. A su entierro acudieron pocas personas: su casero, Robert y Sonia Delaunay, Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin y el escultor Constantin Brancusi. Nadie más quiso despedirle. Pero Apollinaire escribió su epitafio, para que Brancusi lo grabara sobre la piedra:

«Te saludamos

Gentil Rousseau, escúchanos

Delaunay, su mujer, Monsieur Queval y yo

Deja pasar nuestro equipaje sin pagar aranceles a 

través de las puertas del cielo

Te llevamos pinceles, pinturas y lienzos

para que consagres tu tiempo

a la  verdadera luz

y te dediques a pintar como mi retrato

la cara de las estrellas»

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire. - La imagen muestra una fotografía de la lápida con el texto anterior grabado sobre ella y una piedra vertical en donde está esculpido en bajorrelieve el retrato de perfil del pintor. Pulse para ampliar.

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire.

Henri Rousseau fue denostado y maltratado en su época por su estilo ingenuo y primitivo. Pero sin su particularísima visión de la realidad no se podría entender hoy en día la pintura naif, el Surrealismo o las realidades mágicas y evocadoras de pintores como Fernando Botero o Frida Kahlo. Rousseau pintó como nadie había pintado antes, con el convencimiento de que esa era la verdadera representación de la realidad. Un convencimiento que le granjeó burlas pero también admiración. Como la que se trasluce en los versos que Apollinaire escribió para su tumba. Es fácil imaginar la alegría y la emoción de Rousseau si hubiese podido leer esas palabras. Y con qué satisfacción esperaría a sus amigos en las puertas del cielo. O como quiera que se llame el lugar donde las almas inocentes siguen maravillándose de lo hermoso que es el Universo.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Yo mismo" (1890) - La imagen muestra un autorretrato del pintor, de cuerpo entero, vestido con traje y boina negros y sosteniendo una paleta de pintor en su mano izquierda y un pincel en la derecha. Está situado en medio de una calle que parece llevar a un embarcadero fluvial. al fonde se ve un barco con los mástiles engalanados de banderitas de colores. El cielo está limpio y claro, salpicado por pequeñas nubes de color anaranjado. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Yo mismo» (1890)

Elogio de lo imperfecto

Perfacio, -i, -ere, perfeci, perfactum: Verbo latino que significa «terminar de hacer». Y del que de su forma de participio deriva nuestra palabra «perfecto» o, lo que es lo mismo, «totalmente acabado».

La perfección, atendiendo a su etimología pero también al significado que se le ha aplicado a lo largo del tiempo, indica que nada puede ser añadido a lo que se ha hecho porque desequilibraría el conjunto. El arte ha buscado en la perfección su razón de ser, el objetivo final de su trabajo y de ese modo se ha convertido en la base de la ordenación académica de las Bellas Artes: encontrar la forma perfecta, la proporción perfecta, la línea perfecta, la perspectiva perfecta, la técnica perfecta para poder realizar la obra perfecta…

¿Y qué pasaría una vez alcanzada esa perfección? ¿La repetición ad infinitum de las normas aplicadas? ¿Un modelo que se repite de forma monótona puede considerarse perfecto? Por fortuna, la Historia del Arte está llena de ejemplos de cómo la supuesta perfección alcanzada en un determinado período viene sucedida de otros en los que se exploran nuevos caminos expresivos que den sentido a la obra de arte y a su relación con el artísta y el espectador. Al periodo clásico griego siguió el helenístico, en donde la contención y mesura anterior dio paso a la expresividad y al eclecticismo:

El Renacimiento, entendido como periodo artístico, supuso la cima de esa perfección que habían estado buscando los artistas desde el periodo clásico y que se había disipado completamente tras la caída de Imperio Romano. Y dentro del Renacimiento, la figura de Rafael Sanzio supuso la culminación de esa búsqueda. Rafael significa para el arte académico el límite que ya no se puede traspasar sin caer en el amaneramiento o en la deformación:

De hecho, el periodo inmediatamente posterior al Alto Renacimiento se denomina Manierismo, indicando así la tendencia al exceso (que llegará a su máximo nivel en el Barroco) que le caracteriza, como puede verse en las obras de Pontormo, con sus colores brillantes, o en la de El Greco (alumno que fue de otro gran pintor manierista, el Parmigianino), en donde la deformación cobra gran protagonismo:

Durante el periodo barroco hubo una serie de artistas que investigaron acerca de la representación de la realidad para hacerla menos perfecta pero más ajustada. Velázquez, Rembrandt o Franz Hals utilizaron la técnica del boceto (es decir, con pinceladas sueltas y cortas, sin un acabado definido) para intentar transmitir la sensación de inmediatez a través del color y de la luz:

Una de las consecuencias de este acabado «imperfecto» es la inmediata atracción que siente la vista por las imágenes hechas de este modo. La razón es muy sencilla: nuestro cerebro tiende a completar elementos que aparecen fragmentarios en un imagen hasta representar mentalmente un objeto conocido. Es lo que se denomina «principio de clausura» o de «completación de la figura». Así, cuando vemos algo incompleto, nuestro cerebro rellena las posibles lagunas y nuestra atención se centra más en el objeto.

De esto último podría deducirse que la imperfección es bella, que nos atrae, que nos produce una cercanía mayor que la perfección fría e inalcanzable. ¿Será por eso que Ingres siempre resulta mucho más fascinante que su maestro David?:

El espectacular dominio que Ingres tenía de la técnica no le impidió representar sus figuras con una anatomía absolutamente deformada que, sin embargo, resulta tremendamente cercana y real.

La imperfección, si es que puede llamarse así, nos resulta más cercana por su dinamismo. Aquello completamente terminado, aquello «perfecto» resulta perceptivamente inamovible e inmutable. Un cuadro de Ingres o uno de cualquiera de los pintores impresionistas (que retomaron la técnica del boceto ya ensayada en el Barroco para intentar reflejar la luz en un instante) nos presenta una realidad mutable y nueva con cada visión. Somos nosotros los que completamos el volante del vestido, la hoja del árbol, el rayo de sol sobre la tierra del camino. El siglo XIX fue la puerta a todas esas investigaciones de vanguardia que permitieron que el arte evolucionara de manera vertiginosa en pocos años.

Dijo Salvador Dalí en una ocasión: «Jamás temas a la perfección. Nunca la alcanzarás». Los artistas del siglo XIX se liberaron del miedo a no alcanzar lo perfecto haciendo elogio de su prima pobre, la imperfección. Fue una apuesta arriesgada que encontró el rechazo de muchos sectores, sobre todo académicos. Pero ellos, como nosotros, sabían lo que conmueven los primeros pasos de un niño y el impulso que surge en nosotros de ayudarle a caminar. Del mismo modo, el espectador se inclina sobre la obra para intentar comprenderla y completarla, rehacerla mentalmente hasta que adopta una forma identificable y entonces, admirarla.

La voz más perfecta no es la que mejor transmite el mensaje. ¿Cuál es el mejor «te quiero»? ¿Aquel que llega sin problemas perfectamente modulado a la última fila del patio de butacas? ¿O acaso es el que se quiebra con la emoción cuando es susurrado al oído?

Cada quien que escoja el suyo.