El Ojo En El Cielo

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El inocente

Uno puede creer que es un gran artista. Puede aguantar las burlas, las críticas feroces y los sarcasmos de otros pintores y críticos de arte. Puede pasar hambre y penurias económicas y verse obligado a subsistir casi con la mendicidad. Puede tener que pasar por el trago de ver como sus cuadros son vendidos en las calles de Montmartre para reutilizar el lienzo sobre el que habían sido pintados. Y, sin embargo, puede seguir sonriendo y pintando y desarmando a todo aquel que se acerque a él con afán de burla.

Henri Julien Felix Rousseau (1844-1910) nació en la pequeña ciudad de Laval, en el norte de Francia, en el seno de una familia bastante modesta. Su padre era fabricante de lámparas de aceite y él, desde niño, tuvo que ayudarle en el trabajo, que compaginaba con las clases en el Liceo de la ciudad. Henri no era muy buen estudiante pero destacaba sobre el resto de sus compañeros en dos materias: el dibujo y la música. Esto le sirvió para obtener una beca que le permitió finalizar los estudios cuando su padre contrajo demasiadas deudas y arruinó a la familia. Decidido a no seguir el camino paterno, entró en un despacho de abogados en la ciudad de Angers para estudiar derecho, pero no consiguió graduarse. Las leyes no eran lo suyo. Bueno, no eran lo suyo y resultó que, además, fue despedido por hurtar papel timbrado. Henri se alistó en el ejército (que era la salida más honrosa a su situación) y en él permaneció cuatro años.

La muerte de su padre le decidió a abandonar el ejército para cuidar de su madre viuda y sin recursos. Se estableció en París, donde encontró trabajo como funcionario cobrador de impuestos en el Departamento de Aduanas, trabajo que ejerció concienzudamente durante 25 años. Su vida era la de tantos parisinos de clase media baja: se casó con Clemence, la hija de su casero, cuando ésta apenas tenía 15 años. Tuvieron seis hijos, de los que sólo sobrevivió una niña. Henri podía haber continuado así hasta su jubilación pero siempre había querido estudiar arte. En 1884, con cuarenta años cumplidos, decidió que se dedicaría a pintar y obtuvo un permiso para hacer bocetos en los museos parisinos. Pasaba el tiempo libre que le dejaba su trabajo copiando a sus admirados maestros, sobre todo a Ingres y a Gerome. Y de ese modo, con una obstinación autodidacta que sorprendía a propios y a extraños, Henri Rousseau se convirtió en pintor.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tarde de Carnaval" (1886) - La imagen muestra un cuadro en el que aparece un paisaje bastante oscuro. En la parte inferior se aprecia césped y diferfentes plantas, representadas de modo bastante estilizado. En medio del paisaje, y en tamaño pequeño, aparecen dos figuras vestidas de Pierrot y Colombina (dos personajes de la "commedia dell´arte" italiana), en color blanco, que caminan absortos en su conversación. La parte superior del cuadro lo ocupa el cielo, que tiene una tonalidad plomiza, como si fuera a estallar una tormenta. En lo alto del cielo, brilla una luna llena que parece iluminar toda la escena. Todo tiene un aire un poco irreal, como si fuera un sueño más que una representación de una escena convencional. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tarde de Carnaval» (1886)

Obviamente su estilo no era nada convencional. Nadie pintaba como lo hacía él. O nadie que lo hiciera como él se había atrevido a mostrar su obra en público. Pero Henri estaba convencido de su talento y de su especial sentido del arte y nunca tuvo reparo en exponer su obra. Desde 1886 expuso todos los años en el Salón de los Independientes (la exposición alternativa al arte «oficial» y académico del Salón de Otoño) donde se reunían los artistas más vanguardistas del panorama parisino. Compartió sala con Tolouse-Lautrec, Cezanne, Pisarro, Van Gogh, Gauguin, Bonnard o Matisse, aunque sus cuadros nunca colgaron en un lugar destacado. La crítica se cebaba en él despiadadamente: se burlaba de forma abierta de aquel funcionario maduro con ínfulas de pintor, que desconocía toda ley de perspectiva y proporción. Ridiculizaban sus paisajes urbanos, de los que decían que parecían pintados por un niño.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La Torre Eiffel" (1898) - La imagen muestra la vista de un río que se aleja hacia el fondo, iluminado por los reflejos de color anaranjado de un cielo vespertino. las orillas aparecen con árboles y a la derecha, hay tres pequeñas figuritas que están pescando. Al fondo se aprecia la silueta de una ciudad, con manchas amarillas como si fueran las luces encendidas. Y más al fondo aún, la parte superior de la Torre Eiffel. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La Torre Eiffel» (1898)

Se escandalizaban ante la planitud de los colores, en los que la ausencia de gradación tonal convertía las formas geometrizadas en siluetas que se superponían como papel de colores recortado y pegado sobre un cartón. Se pasmaban ante sus recreaciones imaginarias de junglas tropicales pobladas de animales fieros y acechantes. Y todos esos comentarios resbalaban sobre Henri, que seguía y seguía copiando como buenamente sabía las obras de los grandes maestros. Y continuaba yendo casi cada día al Jardín Botánico para dibujar las plantas más exóticas y aspirar los aromas de paisajes lejanos. Como él mismo decía «cuando entro en los invernaderos es como si caminara dentro de un sueño».

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tigre en una tormenta tropical" (1891)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tigre en una tormenta tropical» (1891)

Rousseau alternaba los paisajes exóticos con las vistas urbanas de París. Jamás había salido de Francia y, sin embargo, fascinado por los relatos de países lejanos, pintaba junglas y selvas frondosas, rebosantes de amenazas pero evocadoras y llenas de una poesía misteriosa que, aún hoy en día, las hace extrañamente atrayentes. Quizá por los colores, planos, brillantes y básicos (blanco, azul ultramar, azul de prusia, ocre, negro, rojo, siena y amarillo, sobre todo). Acaso por la luz irreal que parece envolver sus escenarios que parecen salidos de ensoñaciones y no de la observación de la realidad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Paisaje exótico" (1908) - La imagen muestra un paisaje en el que en primer plano vemos una sucesión de matorrales. Detrás de ellos, una serie de arbustos de mayor altura. Por detrás de esos arbustos, árboles de grandes hojas y frutos de colores. Sobre la rama de uno de esos árboles aparece un pájaro extraño, gris y rojo, de gran tamaño, que observa fijamente al espectador. El cielo es apenas un triángulo azul en la parte superior del cuadro: todo está lleno de vegetación frondosa de colores brillasntes. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Paisaje exótico» (1908)

Tal era la pasión por pintar que sentía Henri, que decidió retirarse de su trabajo como cobrador y dedicarse exclusivamente al arte. Era el año 1893. Tenía 49 años y una pensión exigua que apenas le daba para vivir. Pero aún así, lo hizo. Obviamente, tuvo que desempeñar otros trabajos para poder mantenerse él y su familia: realizó portadas para publicaciones periódicas como Le Petit Journal e incluso se vio obligado a tocar el violín por las calles. Pero eso no parecía importarle. Al fin y al cabo, la música y el arte siempre se le habían dado bien y le hacían feliz. Fue en esta época cuando decidió añadir a su nombre «El Aduanero», para hacer mención a su anterior trabajo. En realidad él no había sido nunca oficial de aduanas, sólo un mero cobrador, pero su amigo Alfred Jarry le convenció de que debía darse más importancia ahora que iba a entrar en los círculos artísticos.

Henri seguía exponiendo en el Salón de los Independientes y buscando un reconocimiento como artista que no llegaba. Seguía aguantando impertérrito los sarcasmos de los críticos y de otros pintores, que no entendían el atrevimiento de aquel hombre de considerar «arte» aquellos cuadros que parecían pintados por un niño. Pero él seguía pintando. De vez en cuando vendía algunas de sus obras que, por desgracia, corrían el riesgo de acabar en mercadillos callejeros ofrecidas por el precio del lienzo sobre el que estaban pintadas. Fue en uno de esos mercadillos en los que un joven pintor que estaba despuntando en el París de las vanguardias encontró un cuadro de Rousseau para ser reciclado y lo compró. Le hizo gracia la ingenuidad de la pintura y la simplicidad de las formas. No en vano, él mismo estaba investigando sobre la geometrización de los elementos para crear nuevos modos de representación del espacio pictórico. El joven pintor se llamaba Pablo Picasso. Y estaba inventando, nada más y nada menos, que el cubismo.

Picasso no paró hasta descubrir al responsable de aquel cuadro. Encontró a Rousseau y quedó fascinado por la inocencia de aquel hombre que se consideraba un gran pintor y que creía normal que los jóvenes valores del arte se acercaran a él. De ese modo, Henri entró en el mundo de la vanguardia, seduciendo a poetas como Guillaume Apollinaire, galeristas como Ambroise Vollard o pintores como Robert Delaunay, Sonia Delaunay o Henri Matisse. Se sintió el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra cuando Picasso decidió celebrar un banquete en su honor en su estudio. Los genios saben ver la brillantez en el trabajo ajeno pero, muchas veces, carecen de misericordia para con los demás. Y Picasso no era una excepción. Todo el mundo disfrutó de aquel banquete: los asistentes, que estaban asombrados de que aquel hombre se considerara pintor; y el homenajeado, que fue el invitado más feliz del mundo.

No todos trataron a Henri con burla. El poeta Guillaume Apollinaire y su pareja, Marie Laurencin, le admiraban sinceramente. Para ellos Rousseau era el paradigma del artista que ejemplificaba el surrealismo: un genio natural, sin formación, sin estar estropeado por el academicismo y por la mirada crítica de la sociedad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin" (1909)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin» (1909)

Robert Delaunay y su mujer Sonia también sintieron afecto enseguida por Rousseau y  por su capacidad de ver el mundo a través de formas y colores superpuestos, ajeno a la proporción y al espacio tradicional, inundado de una luz mágica y evocadora. De hecho, Delaunay convenció a su madre para que encargara a Henri un cuadro que recogiera sus recuerdos de un viaje a la India. Y Rousseau pintó una de sus obras maestras:

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La encantadora de serpientes" (1907) - La imagen muestra una imagen nocturna, aunque la luna llena que brilla en lo alto del cielo ilumina algunas partes del cuadro. A la derecha aparecen arbustos de hojas alargadas y puntiagudas. Tras ellos, árboles de altura creciente, de hojas carnosas y geométricas. En el centro de la composición se ve la silueta en sombra de una mujer que parece que va desnuda, de larga melena que está tocando una flauta travesera. A sus pies, una serpiente, también en sombra, levanta su cuerpo hacia ella. La parte izquierda del cuadro está más iluminada y podemos ver, al fondo una especie de río y, en sus orillas, un ave zancuda de color rosa y pico plano que observa fascinada a la mujer. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La encantadora de serpientes» (1907

Henri Rousseau murió a causa de una gangrena en una pierna en 1910. A su entierro acudieron pocas personas: su casero, Robert y Sonia Delaunay, Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin y el escultor Constantin Brancusi. Nadie más quiso despedirle. Pero Apollinaire escribió su epitafio, para que Brancusi lo grabara sobre la piedra:

«Te saludamos

Gentil Rousseau, escúchanos

Delaunay, su mujer, Monsieur Queval y yo

Deja pasar nuestro equipaje sin pagar aranceles a 

través de las puertas del cielo

Te llevamos pinceles, pinturas y lienzos

para que consagres tu tiempo

a la  verdadera luz

y te dediques a pintar como mi retrato

la cara de las estrellas»

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire. - La imagen muestra una fotografía de la lápida con el texto anterior grabado sobre ella y una piedra vertical en donde está esculpido en bajorrelieve el retrato de perfil del pintor. Pulse para ampliar.

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire.

Henri Rousseau fue denostado y maltratado en su época por su estilo ingenuo y primitivo. Pero sin su particularísima visión de la realidad no se podría entender hoy en día la pintura naif, el Surrealismo o las realidades mágicas y evocadoras de pintores como Fernando Botero o Frida Kahlo. Rousseau pintó como nadie había pintado antes, con el convencimiento de que esa era la verdadera representación de la realidad. Un convencimiento que le granjeó burlas pero también admiración. Como la que se trasluce en los versos que Apollinaire escribió para su tumba. Es fácil imaginar la alegría y la emoción de Rousseau si hubiese podido leer esas palabras. Y con qué satisfacción esperaría a sus amigos en las puertas del cielo. O como quiera que se llame el lugar donde las almas inocentes siguen maravillándose de lo hermoso que es el Universo.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Yo mismo" (1890) - La imagen muestra un autorretrato del pintor, de cuerpo entero, vestido con traje y boina negros y sosteniendo una paleta de pintor en su mano izquierda y un pincel en la derecha. Está situado en medio de una calle que parece llevar a un embarcadero fluvial. al fonde se ve un barco con los mástiles engalanados de banderitas de colores. El cielo está limpio y claro, salpicado por pequeñas nubes de color anaranjado. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Yo mismo» (1890)

El sueño del corazón

«We are such stuff
as dreams are made on; and our little life
is rounded with a sleep»

(William Shakespeare – The Tempest)

El sueño de la razón produce monstruos. Del sueño del corazón surge el arte.

Quien haya visto de cerca alguna obra de Eduardo Chillida ha entendido que los sueños tienen forma. Que el vacío es tan consistente como la materia. Y que ambos se funden en un abrazo.

Chillida es uno de los artistas más originales del siglo XX. Recogió las influencias de grandes escultores como Constantin Brancusi o Henry Moore e incluso Auguste Rodin, investigando sobre el material y la textura del mismo como medio expresivo: el metal, la piedra (desde granito a alabastro), el hormigón, el papel o, incluso, una montaña se convirtieron en el medio a través del cual materializó (y ese es el verbo preciso) las ensoñaciones de su corazón de artista, y con todos ellos inventó un lenguaje artístico unificado, donde la escultura era dibujo y la pintura, arquitectura. Como en las obras que él llámó «gravitaciones», composiciones a base de papel y cartón, con dibujos o grabados que penden de hilos en varias capas:

La obra de Chillida es inseparable de la Naturaleza. Los propios materiales que utiliza, por muy artificiales que parezcan, acaban por adquirir la textura y la consistencia que da el haber surgido de forma casi telúrica de la mente creadora. Pero también la textura y la consistencia del espacio que les rodea, de modo que percibimos sus obras como inseparables del entorno. Su arte no necesita adjetivos ni descripciones, sólo espacio. Espacio donde el peso de la materia es la rebelión contra la propia materia.

Las obras de Chillida invitan a la reflexión en soledad. Acompañan al espectador con el rumor de las preguntas que no tienen por qué tener respuesta. Y modifican sutilmente nuestra percepción del universo. Porque observándolas nos damos cuenta de que el hierro, el hormigón, el papel, la piedra son materia, pero que también lo es el agua, el aire y la luz. En Chillida el vacío no existe como tal, el espacio no es un lugar donde situar un objeto tridimensional. Espacio o vacío son, en realidad, las manos que abarcan sus obras y las sitúan en el lugar exacto. Para el escultor, las manos eran esas «esculturas móviles» que podían transformar la realidad a través de su percepción. Las manos del aire que rodean sus esculturas se entrelazan con los dedos de hierro que peinan el viento o con los que apartan con delicadeza la cortina de luz que vela la línea del horizonte.

Como Próspero, el mago de La Tempestad de William Shakespeare, Chillida juega con la luz, el espacio, el tiempo y la materia, disponiéndolos a su antojo, invirtiendo su orden. O, más bien, dándoles un papel nuevo en el universo. Porque él, como Próspero, sabía que estamos hechos de la misma sustancia que los sueños.

De la misma materia de la que está hecho su arte.