Un maragato en la corte del rey Arturo
«This unimportant morning
something goes singing…»
(En esta mañana sin importancia
algo va cantando…)
Lawrence Durrell. Poeta y novelista inglés (1912-1990)
Edward Johnston podría haber sido el primer médico (y probablemente el último) que se hubiera hecho famoso por su caligrafía clara, hermosa, legible y proporcionada. Sin duda eso le hubiera otorgado un puesto de honor en el Olimpo de los galenos, el respeto del gremio de boticarios y la admiración (y el agradecimiento) de los pobres mortales que dependieran de la exactitud de sus recetas. Pero ¿por qué ser médico si el mundo estaba lleno de hermosas inscripciones que copiar? O digamos que, más que el mundo, quien contenía todo aquel muestrario de letras era el Museo Británico, que para el caso viene a ser lo mismo.
Así que Edward Johnston decidió ser calígrafo. Una elección ciertamente extraña para el descendiente de un militar escocés que se encontraba por motivos de trabajo en la ciudad de San José de Mayo, Uruguay, cuando nació su hijo. Edward se convirtió en un escocés maragato -así se llaman los oriundos de la ciudad uruguaya por haber sido fundada por emigrantes españoles procedentes de Astorga (León)- por lo menos hasta que su familia regresó a Inglaterra una vez que el padre había finalizado su contrato de trabajo. Como la salud del chico era débil, no asistió a la escuela y fue educado en casa por una tía que fomentó sus dotes artísticas. Pero el arte no era una profesión digna para un miembro de un linaje ilustre en el que figuraban desde aristócratas hasta miembros del parlamento, así que antes de ser calígrafo Edward tuvo que convertirse en médico. Pero cuando llegó la hora de ejercer su nueva profesión Johnston mostró una clara inclinación a aceptar los encargos que le hacían para diseñar letras y rótulos en lugar de auscultar cajas torácicas. Esos trabajos hicieron que se cruzara en su camino el arquitecto William R. Lethaby.
Lethaby había fundado la Central School of Arts & Crafts de Londres siguiendo la estela de los movimientos artesanales surgidos del Arts & Crafts de William Morris. Y en esa institución docente, la caligrafía estaba considerada como una asignatura esencial para la formación artística. Lethaby le presentó a Sydney Cockerell, que había sido ayudante y secretario de William Morris en la Kelmscott Press. Cockerell apreciaba el trabajo de Johnston pero lo consideraba excesivamente amateur, así que le aconsejó que no se limitara a copiar las caligrafías de los manuales y que fuera directamente a las fuentes originales. Que estudiara y analizara las caligrafías antiguas para poder reproducirlas de un modo casi científico. Y ningún lugar con más tesoros manuscritos que copiar que el Museo Británico. Johnston trabajó concienzudamente copiando letra tras letra tras letra. Y ese esfuerzo tuvo al final su recompensa: en 1899, sólo un año después de haber obtenido el título de doctor en medicina, Johnston fue contratado por Lethaby para ser el profesor de caligrafía en la Central School of Arts & Crafts.
En 1915 el director del grupo de transporte de Londres, Frank Pick, encargó a Johnston, el maestro de las letras, una tipografía que sirviera para unificar la señalética del metro de Londres. Cada estación tenía pintados carteles con sus nombres utilizando tipografías diferentes y Pick estaba decidido a unificar su aspecto convencido de que aquello redundaría en una imagen de eficacia del servicio. Johnston aceptó el encargo y, sorprendentemente, diseñó la primera gran tipografía de palo seco de la historia. Él, que había analizado las letras romanas hasta la extenuación, que conocía cada secreto de las semiunciales medievales, que comprendía la morfología de la caligrafía gótica hasta reproducirla con exactitud… él, que era un maestro calígrafo pero no tipógrafo, se sacó de la manga una tipografía moderna, geométrica y diáfana que serviría de inspiración a todos los tipógrafos del siglo XX.

Edward Johnston – Tipografía para el Metro de Londres (1916)
La geometría absoluta de la tipografía de Johnston debe mucho a la letra romana que tanto admiraba, es cierto, pero supuso el comienzo de la modernidad tipográfica aplicada a la señalización pública. Letras sencillas que no dejaban margen para el error o la confusión, la unificación de todos los carteles de las estaciones pero también de la publicidad de los medios de transporte, todo eso hizo que la imagen del transporte londinense transmitiese un mensaje de eficacia sin fisuras. Un mensaje al que Johnston añadiría un detalle final, la guinda del pastel:

Edward Johnston – Diseño del logotipo para el Metro de Londres. Dibujo original (1925)
El logotipo del Metro de Londres es un hito del diseño gráfico. La simplicidad de sus formas (un gran círculo atravesado por un pequeño rectángulo que parece evocar las ruedas de un vagón), los colores corporativos (tomados de la bandera del Reino Unido), la tipografía simple que identificaba cada estación. Todo ello le hacía destacar en el entorno urbano de Londres (lo sigue haciendo hoy en día) y se convertía en una guía visual para el transeúnte. Fue tal su éxito que es raro el país que no incluye alguno de esos elementos en la señalización de su propia red de tren metropolitano.

Señalización de Metro de la estación de Westminster (1930)
El siglo XX significó la eclosión del diseño gráfico y la aparición de grandes diseñadores y excelentes obras que redefinieron el aspecto de nuestras ciudades, nuestras lecturas y nuestra publicidad. Pero todo esta fiebre creadora tuvo un origen callado, nacido -como en los versos de Lawrence Durrell- una mañana sin importancia. La maquinaria se puso en marcha gracias al trabajo concienzudo y discreto de un profesor maragato que amaba los libros medievales, las historias que en ellos se contaban y las letras con las que estaban escritos. Y que como si del mago Merlín se tratase, llevó la corte del rey Arturo a la modernidad. Esa que poco después todas las demás cortes quisieron imitar.