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Un saco de pienso

Un saco de pienso, roto y tirado en un establo, con una palabra estampada sobre él. Dos hombres que lo ven y que creen que esa palabra es muy sonora, muy inglesa y muy apropiada para el seudónimo que buscan para sus trabajos de diseño. Y un nombre que ha quedado inscrito en la historia del Diseño Gráfico.

Beggarstaff J & W. Aunque la gente comenzó a llamarles Beggarstaff Brothers.

Claro que los Beggarstaff Brothers ni se apellidaban Beggarstaff, ni eran hermanos. El nombre lo tomaron de aquel saco de forrraje: en realidad se llamaban William Nicholson y James Pryde. Y no eran hermanos, sino cuñados.

William Nicholson (1872-1949) era un pintor dedicado, sobre todo, a paisajes y naturalezas muertas:

 William Nicholson - Jarra de cristal y peras sobre platos (1938) La imagen muestra un cuadro al óleo en el que aparece una jarra de cristal en segundo plano y, un poco más adelantada, una pila de cinco platos de postre sobre los que se disponen dos peras.

William Nicholson - Libros y cosas (1920) Sobre una mesa aparecen dispuestos cuatro libros uno sobre otro. Encima de todos ellos, un cuenco vacío de porcelana. Sobre la mesa, asimismo, están esparcidos dos pares de guantes de piel.

Aunque también exploró otros campos como los del grabado (especialmente la xilografía), el diseño de decorados teatrales o la ilustración editorial. Incluso fue autor de varios libros infantiles. Quizá nunca hubiera pasado a la historia del diseño gráfico si no se hubiera casado con Mabel Pryde y conocido al hermano de ésta, James.

James Pryde (1866-1941) era también pintor, aunque especializado en interiores y en fantasías arquitectónicas:

James Pryde - El médico (1909) El cuadro muestra un dormitorio en penumbra, iluminado sólo por la luz que procede del exterior del mismo a través de la puerta. Una mujer aparece recostada en un sillón mientras un hombre, del que sólo se aprecia la silueta, se acerca a ella.

James Pryde - Una silueta (1921) El cuadro muestra una habitación en penumbra . La luz procede de algún lugar fuera de la estancia. Se aprecia la silueta de una cama con dosel y la de una persona cabizbaja al lado de la misma.

Pryde también trabajó diferentes técnicas de impresión (en su caso, la litografía) e incluso intentó ser actor, aunque con no muy buenos resultados. Lo cierto es que tras conocerse, ambos comenzaron una colaboración que influiría decisivamente en el cartelismo del siglo XX.

Entre 1893 y 1898 Nicholson y Pryde realizaron una serie de carteles publicitarios que revolucionaron la estética gráfica de la época. En un momento en el que el Modernismo inundaba de elementos curvilíneos, entrelazos, estilizaciones vegetales y colorido el mundo del diseño, los Beggarstaff Brothers optaron por las formas surgidas de siluetas simples sobre un fondo neutro.

William Nicholson y James Pryde (Beggarstaff J & W) - Cartel publicitario de harina de maíz Kassama (1894)

Nicholson y Pryde solían utilizar de fondo papel de estraza marrón y sobre él disponían las siluetas formadas con recortes de papeles para ensayar la composición y el efecto. No solían utilizar más de tres colores y el resultado era una serie de figuras planas, a veces incompletas, que se destacaban sobre un fondo neutro, con la única adición de una tipografía simple (sans serif por lo general). La esencialidad de la imagen era el mensaje del cartel, desposeído de ornamentaciones y de elementos que interfierieran en la comunicación:

William Nicholson y James Pryde (Beggarstaff J & W) - Cartel para Hamlet (1894) Cartel en formato rectangular vertical. Sobre un fondo uniforme de color marrón claro aparece la figura del principe Hamlet, de pie y de perfil, sosteniendo una calavera en sus manos. Se utilizan sólo tres colores: marrón de fondo, marfil para el rostro y la calavera y negro para el traje del personaje. En la parte inferior, centrada, aparece la palabra "Hamlet"

Los Beggarstaff Brothers inauguraron la estética minimal cuando nadie comprendía aún ese concepto. Fuertemente influenciados por las estampas japonesas y por el impacto visual de los carteles de Tolouse-Lautrec, fueron un paso más allá, eliminando la complicación ornamental del grabado oriental y el detalle pictórico del cartelista francés hasta reducir las formas a su minima expresión:

William Nicholson y James Pryde (Beggarstaff J & W) - cartel para Don Quijote (1895) Cartel de formato cuadrado. Sobre un fondo claro se precia en último termino la silueta negra de un molino de viento. En primer termino, la figura de Don Quijote en marrón sobre su caballo. En la parte superior izquierda "Lyceum Don Quixote". Firma "Beggarstaff Bros." en la parte inferior izquierda. Se utilizan tres colores: negro, marrón y blanco.

Su apuesta fue tan arriesgada que no funcionó a nivel comercial. Mientras la crítica se rendía ante el impacto indudable de sus trabajos, los clientes rechazaban los diseños. El cartel anterior, realizado para el estreno teatral de «Un capítulo de Don Quijote» ni siquiera llegó a ser impreso.

William Nicholson y James Pryde (Beggarstaff J & W) - Original del cartel para A Trip To Chinatown (1898) Sobre un fondo marrón anaranjado se advierte una silueta blanca de hombre con vestimenta oriental y coleta, de pie y de perfil, mirando hacia la izquierda. En la parte superior derecha un rectángulo gris que asemeja una ventana. Se utilizan cuatro colores en el cartel: marrón del fondo, el blanco de la silueta del hombre, el negro de sus zapatos y coleta y el gris de la ventana.

A veces, la incomprensión de su trabajo llegaba hasta extremos chocantes. El cartel anterior, anunciando «A Trip to Chinatown» fue modificado por el propio impresor porque creía que le faltaban elementos y no dudó en añadirle un fondo naranja y una tipografía que imitara trazos chinos:

William Nicholson y James Pryde (Beggarstaff J & W) - Cartel para A Trip To Chinatown (1899) El cartel parte del anterior, sólo que el fondo cambia a color naranja y se le añade una orla de color marrón, más ancha en el margen izquierdo donde se sitúan unas letras que imitan los trazos caligráficos chinos con la leyenda A Trip to Chinatown

Nicholson y Pryde se negaron a firmar el cartel, alegando que aquello no era lo que ellos habían diseñado.

Esa incomprensión del público en general hacia su trabajo fue lo que provocó que los Beggarstaff Brothers desaparecieran como diseñadores gráficos muy pronto. En 1898, desanimados por la falta de acogida, abandonaron su colaboración y cada uno decidió seguir la carrera artística por su lado. Fueron cinco años de trabajos que sí darían sus frutos, aunque más tarde. La estética austera, esencial, tan sencilla como un saco de pienso roto tirado en el suelo de un establo, de Nicholson y Pryde encontró eco en cartelistas alemanes como Lucien Bernhard o Ludwig Hohlwein e influyó decisivamente en el diseño gráfico posterior.

Fotografía de William Nicholson y James Pryde (1908) En la fotografía aparece Nicholson en el exterior de una casa, apoyado en una ventana. Al otro lado de la ventana, en el interior de la casa, se adivina a James Pryde, que sostiene un niño en brazos.

Papá…¡quiero ser artista!

Soltar esa frase y que papá te ponga de patitas en la calle…

Para ser más exactos: ser un adolescente apasionado por el arte; visitar en Munich la exposición sobre Art Nouveau que se celebraba en el Glaspalast y admirar de cerca las obras coloristas de Jules Chèret, Tolouse-Lautrec, Alphons Mucha o los Beggarstaff Brothers; volver a casa «ebrio de color»; aprovechar la ausencia de la familia para pintar paredes y muebles de la casa con esos colores fascinantes; recibir a los progenitores con la frase que abre este post; aguantar estoicamente la cólera paterna; ser desheredado al instante y encontrarse con las maletas en la puerta.

Eso fue lo que le sucedió a Lucien Bernhard (1883-1972), uno de los diseñadores gráficos más importantes e influyentes del siglo XX. Aunque, para ser sinceros, no sabemos exactamente si fue así como pasó. Bernhard siempre fue muy celoso de su intimidad y sostenía que los acontecimientos de su juventud no eran decisivos para juzgar su trabajo como diseñador. Y, además, jugaba con sus datos biográficos en función del auditorio que tenía enfrente. Pero esta anécdota la contaban sus propios hijos, así que pensemos que es real. Además, como todas las buenas historias se non è vero, è ben trovato.

Expulsado del hogar paterno, Bernhard decidió trasladarse a Berlín en lugar de quedarse en Munich, que era donde se reunía la efervescencia del diseño gráfico más moderno. Berlín era el centro industrial y económico de la emergente Alemania prusiana y las empresas que tenían allí su sede solían celebrar concursos de diseño de carteles para promocionar sus productos a través de la Cámara de Comercio. La industria alemana se empezaba a dar cuenta de la tremenda fuerza de atracción visual que tenía el cartel publicitario y el impacto que producía sobre los compradores. Una de esas empresas fue la fábrica de cerillas Priester, que premiaba el mejor cartel con, nada más y nada menos, que 200 marcos.

Lucien se puso manos a la obra entusiasmado: aquella cantidad era más que atractiva para un pobre aspirante a artista recién expulsado de su casa. Diseñó un cartel con un fondo oscuro, sobre el que dibujó un cenicero en el que se apoyaban dos cerillas. Le pareció que quedaba un tanto soso y añadió un cigarrillo encendido cuyas volutas de humo se elevaban hacia el cielo en forma de graciosos arabescos a la manera de las ilustraciones de Mucha. Creyó necesario añadir un elemento sobre el que se apoyara el cenicero, así que dibujó una mesa y la cubrió con un mantel a cuadros. Para terminar, situó el nombre de la marca en la parte superior del cartel. Bernhard contempló satisfecho su obra, convencido de que tendría posibilidades en el concurso y decidió mostrársela a un amigo que trabajaba como caricaturista. Su amigo alabó el diseño y declaró que era uno de los mejores carteles de cigarrillos que había visto jamás.

Bernhard se dio cuenta de su error: el producto anunciado se diluía entre una gran cantidad de elementos accesorios que impedían que el mensaje llegara de forma correcta. Así que, ni corto ni perezoso, repintó el cartel borrando la mesa con su mantel, el cenicero, el cigarrillo y las volutas de humo, dejando sólo el par de cerillas y la marca sobre el fondo oscuro:

Ni que decir tiene que el jurado del concurso descartó a la primera de cambio el cartel de Bernhard y lo tiró a la papelera, literalmente. Ahí hubiera terminado la conmovedora historia del joven artista desheredado que luchaba por vivir su sueño si el miembro más importante del jurado (que no estaba presente cuando se había descartado el cartel) no hubiera vuelto a echar un vistazo y hubiera proclamado: «Este es el ganador». Lucien Bernhard acabó ganando el concurso de la fábrica de cerillas Priester, pero también ganó un mecenas: el jurado que había recuperado el cartel desechado era Ernst Gowald, director publicitario de lo que podría considerarse la primera agencia de publicidad alemana.

Después de ganar el concurso la popularidad de Bernhard como cartelista publicitario aumentó con rapidez. Tanta, que en pocos años pudo montar su propio estudio de diseño. Fiel de un modo casi supersticioso al estilo que le había llevado a triunfar, el resto de su producción se asemeja mucho al modelo realizado para Priester: fondos neutros (eso sí, de color claro en lo sucesivo), el elemento que se anuncia (cigarrillos, bujías, bombillas, zapatos o cintas para máquinas de escribir, por ejemplo) y una tipografía clara y sencilla con el nombre de la marca. Es el caso de su cartel para las bombillas Osram:

O el de los zapatos Stiller:

O este para las máquinas de escribir Adler:

Durante la I Guerra Mundial, Bernhard diseñó varios carteles de propaganda aunque no comulgaba necesariamente con el patriotismo prusiano. De hecho, aprovechó una invitación a dar unas conferencias en Estados Unidos (a pesar de que apenas sabía hablar inglés) y se trasladó allí por un tiempo indefinido…que acabó convirtiéndose en permanente. En su país de acogida siguió dedicándose al diseño de carteles y de tipografías, pero siempre desde una perspectiva práctica. Él mismo se definía como un «artesano», no como un «teórico» y no compartía muchos de los presupuestos ideológicos que llevaron a América otros diseñadores exiliados huyendo de la Alemania nazi.

Bernhard decidió dejar el diseño y dedicarse exclusivamente a la pintura. Al fin y al cabo, la extraordinaria aventura de su vida había comenzado pintando las paredes y los muebles de la casa familiar en un arrebato de color. Sólo al final de su vida, con más de 90 años, decidió volver a probar en el mundo del diseño. Él nunca supo que las carpetas con sus obras que su hijo Karl paseaba por las agencias de publicidad eran desechadas con desprecio, consideradas anticuadas, por gentes que no sabían ni quién era ni qué había hecho por el diseño gráfico. Lucien Bernhard terminó su carrera tal y como la empezó: con sus carteles tirados en una papelera.

Sólo que, al final, fue la Historia y no un mecenas quien los rescató para que supiéramos que el cartel publicitario del siglo XX sí tuvo un padre.

Se llamaba Lucien Bernhard.