El Ojo En El Cielo

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Describiendo nuevos y extraños mundos (III): ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas?

El final de la década de los setenta trajo el nuevo punto de inflexión en la ciencia ficción visual a través de tres películas completamente diferentes entre sí: Encuentros en la tercera fase (S. Spielberg, 1977), La Guerra de las Galaxias (G. Lucas, 1977) y Alien, el octavo pasajero (R. Scott, 1979). Estéticamente la película de Lucas inaugura una vuelta a la space opera de los años cincuenta sólo que, esta vez, envuelta en el traje tecnológico que había puesto de moda 2001: una odisea en el espacio. Y el film, junto con todas sus secuelas y películas que aprovecharon el tirón del mismo, se opone radicalmente al concepto visual de Alien, mucho más decadente y claustrofóbico. A medio camino se sitúa la película de Spielberg, que recoge una ciencia ficción íntima, como de andar por casa, más propia de los relatos de la Edad de Oro que de las secuelas visuales de la película de Kubrick.

La televisión se apropió en seguida de la moda espacial y proliferaron series como Battlestar Galactica (cuyo remake en 2004 se convirtió en una de las mejores series televisivas de ciencia ficción de todos los tiempos) o las británicas Espacio 1999 y Los siete de Blake, además de continuar con nuevos capítulos de clásicos como Dr. Who. Todas ellas con un denominador común: los temas son los tradicionales de la literatura de los años cincuenta y sesenta a los que se añade la moda estética inaugurada por Star Wars.

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La década de los ochenta supuso la gran ruptura del género de la ciencia ficción con la tradición previa. Esa ruptura no fue tanto temática como sí tecnológica. La mayoría de los avances científicos que se apuntaban en las obras del género de décadas anteriores se hacían realidad, pero no para una minoría intelectual o militar sino para la inmensa mayoría de la población. Las nuevas tecnologías pudieron ser aplicadas al uso diario: teléfonos móviles, faxes, ordenadores personales, impresoras o videojuegos que comenzaron a estar presentes en la vida cotidiana de un modo esporádico pero que, en la ciencia ficción, son los protagonistas indiscutibles. Estas nuevas oportunidades de comunicación y trabajo también implican un mayor control de la población que las utiliza por parte de los gobiernos o de las corporaciones mercantiles, que pueden obtener, de ese modo, datos muy valiosos sobre las tendencias consumistas o políticas de la sociedad. La vuelta a la paranoia nuclear en los ochenta con la guerra de las galaxias de la era Reagan alienta las temáticas de espionajes, bombas de destrucción masiva, ataques terroristas e invasiones alienígenas y no es gratuito que muchas de las películas de ciencia ficción de la década sean remake de otras de los años cincuenta – Entre ellas, La invasión de los ladrones de cuerpos (P. Kauffman, 1978), La Cosa (John Carpenter, 1982) o La mosca (D. Cronenberg, 1986) –  que habían surgido en medio de otra paranoia, la de la Guerra Fría.

Pero en cuanto a innovaciones en el género, la tecnología puede más que la política de Ronald Reagan, y asistimos a la llegada de una nueva corriente literaria: el cyberpunk. Estilísticamente el cyberpunk se aleja de la ciencia ficción convencional, incluso de la  Nueva Ola, y no se dudó en ponerlo como ejemplo estético del postmodernismo. Esta corriente, impulsada por autores como William Gibson o Bruce Sterling y que pervive en otros autores más recientes como Dan Simmons, muestra distopías futuras en sociedades industriales, que son el marco donde se desarrolla la acción del relato, inspirada generalmente en la novela negra. En todas las obras el progreso tecnológico tiene una gran importancia y tiene el mérito de haber introducido la temática de la realidad virtual antes de la generalización de Internet.  En 1982 se estrenan dos películas que refuerzan visualmente las nuevas tendencias literarias: Tron (S. Lisberger) y Blade Runner (R. Scott). La primera fue la pionera en usar efectos especiales generados por ordenador, además de transcurrir en el mundo virtual del interior de un videojuego. La segunda marcó la estética distópica en el cine de ciencia ficción posterior. Muchas películas se alimentan en esta década y la siguiente de la estética cyberpunk y ésta pasa también al cómic (sobre todo el anime japonés: Akira, Ghost in the Shell  pero también en el cómic occidental: Juez Dredd o Aeon Flux, todos ellos llevados al cine) y, como no, al videojuego. Los años ochenta representan la eclosión de las videoconsolas y los juegos para ordenador y muchos juegos toman como base películas de éxito (Blade Runner, The Matrix).

Hay más ciencia ficción que no tiene una vinculación directa con el cyberpunk, aunque puede llegar a citarlo en algunos aspectos, pero que es igualmente interesante. Sería el caso de la gran figura literaria de los años noventa, Orson Scott Card o de la ciencia ficción humorística de Douglas Adams; de la mayoría de las películas de David Cronenberg (Videodrome, Scanners, La zona muerta, Crash, eXinteZ, etc.); de las adaptaciones de relatos de autores de referencia como Dune (D. Lynch, 1984), Asesinos cibernéticos (C. Duguay, 1995), Starship Troopers (P. Verhoeven, 1997) o Inteligencia Artificial (S. Spielberg, 2001); o de cómics populares (Batman, T. Burton, 1989; Men in Black, B. Sonnenfeld, 1997; X-Men, B. Singer, 2000; Spiderman, S. Raimi, 2002; Hulk, A. Lee, 2003). Existen otras películas de ciencia ficción que no se ajustan a ninguno de los grupos anteriores, como E.T. el extraterrestre (S. Spielberg, 1982) que responden más a la trayectoria personal del director. Aún así, provocaría una interminable secuela de películas protagonizadas por niños enfrentados a criaturas extrañas.

En paralelo a la corriente del cyberpunk se sitúa el steampunk, subgénero que suele enmarcar sus argumentos en una época o mundo en donde la energía a partir del vapor (steam) es la principal y que tiene una estética claramente decimonónica, especialmente victoriana. Las novelas de Philip Pullman (la trilogía de La materia oscura) o las de Tim Powers (Las Puertas de Anubis) se encuadrarían dentro de este subgénero, que tiene su reflejo en el cómic en personajes como Roco Vargas, o en creaciones como Van Helsing o La liga de los hombres extraordinarios, estas dos últimas llevadas al cine en 2004 y 2003 respectivamente. A pesar de que hay varias películas recientes que abordan esta temática (Rocketeer,  de J. Johnston (1991), Stargate, de R. Emmerich, (1994); La ciudad de los niños perdidos de Jeunet y Caro (1995); 12 Monos  de T. Gilliam (1995); Wild Wild West de B. Sonnenfeld (1999); y Sky Captain y el mundo de mañana de K. Conran, 2004) el steampunk  estaba presente ya en películas de los años ochenta: Brazil (T. Gilliam, 1985) o El secreto de la pirámide (B. Levison, 1985).

A partir de los años ochenta se acentúa la interrelacion de literatura, cine, cómic y videojuego y no es extraño que una película de éxito basada, a su vez, en un relato de ciencia ficción o en un cómic anterior, tenga su equivalente en videojuego al poco tiempo (en algunas ocasiones, el lanzamiento del juego es anterior al estreno de la película como parte de la campaña de merchandising). La televisión, tan importante durante las décadas de los sesenta y setenta se mantiene un poco expectante hasta que, a partir de los noventa, comienza a apostar por series de calidad (muchas de ellas producidas para cadenas por cable) y que darán lugar, incluso, a algún capítulo cinematográfico. Además del ejemplo ya clásico de Star Trek (con once largometrajes inspirados en la serie original y su spin off La Nueva Generación y dos que recrean los primeros encuentros de los protagonistas de la serie original, rodados en 2009 y 2013) se debe mencionar el caso de Expediente X, serie televisiva que mezclaba la ufología, el fantástico, el gore y la teoría de la conspiración con una sana ausencia de complejos.

La estética e incluso la temática del cyberpunk y de un futuro claramente distópico se mantienen en el comienzo del siglo XXI. La realidad virtual es protagonista directa (como en la trilogía de Matrix) o indirecta (en las adaptaciones de videojuegos al cine: Resident Evil o Tomb Raider  por citar dos de los más exitosos). Pero se introducen nuevas líneas de trabajo que coinciden con la evolución de los acontecimientos sociales y políticos. Por un lado, la amenaza del terrorismo global, presente desde 2001, se traduce en paranoias sobre atentados y sustituye el tema de los peligros exteriores, que habían abundado en las películas catastrofistas – es el caso de Independence Day (R. Emmerich, 1996), Armageddon (M. Bay, 1998) o Deep Impact (M. Leader, 1998) cuyos protagonistas son extraterrestres y meteoritos en trayectoria de impacto hacia la Tierra-  por el del cuestionamiento de las estructuras sociales y culturales vividas hasta el momento. Muchas de las películas norteamericanas lanzadas al año siguiente de los atentados de Nueva York reflejan esa crisis, a veces a través de la evasión (Star Trek: Nemesis, Star Wars Episodio II: El ataque de los clones); por medio de la paranoia y de la duda de la realidad (Minority Report); planteando la amenaza de la desaparición total de la humanidad (28 días después); o por medio de la angustia espiritual (Señales, Mothman: La última profecía). Por otro lado, los progresos científicos y el posible mal uso que se pueda hacer de ellos (la manipulación genética, las consecuencias de la contaminación en el organismo humano) son también temas cinematográficos. Es el caso de Gattaca (A. Nickol, 1997), Código 46 (M. Winterbotton, 2003), La Isla (M. Bay, 2005) e Hijos de los hombres (A. Cuarón, 2006).

La televisión no es ajena a este fenómeno y comienza a lanzar series de ciencia ficción que reflejan en sus argumentos la influencia de la cotidianeidad presente en los relatos de la Edad de Oro. Salvo excepciones basadas en éxitos de décadas anteriores (Galáctica, Star Trek, Babylon 5, Stargate o Las nuevas aventuras del Seaquest) no hay naves espaciales ni vida en otros planetas. Citando a Éluard, la ciencia ficción televisiva del siglo XXI puede calificarse como que hay otros mundos…pero están en este. El cuestionamiento continuo de la realidad y de la libertad de nuestros actos es fruto de un sistema social basado en la tecnología y en la posibilidad de representaciones virtuales, además de en el aplastante poder que detentan determinados gobiernos o corporaciones supranacionales. De ahí series como Fringe, Perdidos, Life on Mars  o Héroes, que exploran la naturaleza y los límites de la realidad en un entorno aparentemente normal.

Como pude verse, a lo largo del siglo XX y la primera década del XXI la ciencia ficción sigue reflejando las preocupaciones por el comportamiento humano en sociedad en un futuro a veces no excesivamente lejano. La tecnificación de los procesos vitales del individuo y sus repercusiones en las relaciones humanas sociales siguen constituyendo las temáticas principales de la narrativa de ciencia ficción. Los acontecimientos políticos, los riesgos de excesivo control de la población y los fenómenos naturales derivados del mal uso de la ciencia y de la tecnología son también las grandes advertencias que lanza el género, siempre en constante evolución,  a la Humanidad.

Yo estoy vivo y vosotros estais muertos

Dicho así, suena un poco amenazador. Pero cuando uno está muerto y no lo sabe, alguien debe explicárselo para evitar confusiones y algún que otro sofoco.

En 1969 Philip K. Dick publicó una de las novelas de ciencia ficción más famosas – y fascinantes-: Ubik. En ella, un grupo de personas sufre un atentado mientras están en viaje de negocios en la Luna. Uno de ellos (Glen Runciter, el jefe del grupo) muere y el resto de los supervivientes decide retornar a la Tierra para aplicarle un proceso -similar a la criogenización- llamado «semivida» que permite una débil comunicación entre vivos y muertos.

El grupo de supervivientes, dirigido por uno de los empleados, llamado Joe Chip, intenta seguir con su vida normal, pero pronto su entorno empieza a degradarse de un modo preocupante. La leche o los cigarrillos se deterioran nada más comprarlos y, además, comienzan a aparecer mensajes extraños del propio Runciter escritos o a través de la televisión. Incluso las monedas llevan la efigie de Runciter. Cuando Chip lee «Yo estoy vivo y vosotros estais muertos» pintado sobre una pared, comienza a darse cuenta de que, en realidad, en la explosión murió todo el grupo salvo Runciter. Y que son ellos los que están en estado de «semivida». El deterioro del entorno – la entropía, tema característico de las novelas de Dick- se hace cada vez más rápido. Incluso el tiempo retrocede al año 1939, envolviendo a los protagonistas en situaciones absurdas y desasosegantes.

En Ubik la conexión entre los personajes y el lector se produce a través de la angustia de no saber exactamente qué está pasando a su alrededor. Ser testigos del derrumbe físico de un entorno que hasta ese momento anclaba a los protagonistas a una realidad comprensible produce terror. Terror a no saber reaccionar, a perder las referencias, a dudar de la realidad.

A pesar de su evidente atractivo, la novela de Dick no ha sido llevada al cine nunca, aunque ha habido varios intentos, entre ellos el del cineasta francés Michel Gondry (que ya había trasladado a imágenes un mundo similar al de Philip K. Dick en su película Eternal sunshine of the spotless mind) que dice estar preparando una adaptación de la obra. Aún así, la impronta de Ubik puede apreciarse en algunas producciones para cine y televisión.

En 1997, Alejandro Amnábar estrenó su película Abre los ojos, cuyo argumento gira también en torno a la no diferenciación entre realidad y sueño (o entre vida y muerte). El guión fue escrito por él mismo y Mateo Gil y, a pesar de sus coincidencias (evidentes) con la novela de Dick, Amenábar siempre ha negado que se inspirara en ella para su película.

Aunque quizá haya sido la televisión quien más jugo ha sacado a la paranoia argumental de Ubik. Una de las series más veneradas (y criticadas) de los últimos tiempos parte, precisamente, de las premisas de la no-existencia en una no-realidad: las paradojas temporales y visuales de Lost («Perdidos») constituyen una de las grandes apropiaciones del imaginario de Philip K. Dick

Aunque quizá la más acertada de las interpretaciones corrió a cargo de la siempre impecable BBC en una de sus más recientes series de culto: Life on Mars. En ella, un policía de Manchester sufre un grave accidente y se despierta en un mundo completamente extraño, que no reconoce y que después descubre que es el año 1973. El choque visual es importante, pero aún lo es más el emocional. Sam Tyler, el protagonista, es incapaz de asumir en su totalidad el modo de vida y los brutales métodos policiales de la época, personificados en el Inspector Gene Hunt. Este personaje fue el causante de una secuela (que duró tres temporadas) llamada Ashes to Ashes, en donde la protagonista era, en este caso, una mujer policía a la que un disparo en la cabeza traslada a 1981. El éxito de la serie provocó adaptaciones de la misma en televisiones de otros países, como Estados Unidos o España (donde se versionó con el título de La chica de ayer.

Life on Mars recurre a los elementos presentes en la novela de Dick: la degeneración del entorno -la entropía-, la existencia de mensajes inquietantes a través del teléfono o la televisión, la sensación de no encajar en esa realidad. Todo llevado a cabo con una impecable dirección artística, reproduciendo visualmente el Manchester de los años 70 (como en Ashes to Ashes se reconstruirá el Londres de principios de los 80). La reconstrucción del entorno y de la sociedad británica de los años setenta es tan verosímil que comprendemos las dudas que se le generan al protagonista. Sam Tyler necesita saber qué le está pasando, como los protagonistas de la novela de Dick. Que alguien le diga si está vivo o muerto. Si eso es real o no. Así lo dice en cada comienzo de capítulo:

«Me llamo Sam Tyler. Tuve un accidente y desperté en 1973. ¿Estoy loco, en coma o he vuelto al pasado? Sea lo que sea, es como si hubiera aterrizado en otro planeta. Quizá, si encuentro una explicación, pueda volver a casa.«

Y mientras busca esa explicación, en la (espléndida) banda sonora de la serie David Bowie canta la desesperación de quien no entiende el mundo que le rodea y se pregunta, para escapar de esa realidad, si hay vida en Marte.

David Bowie – Life of Mars?