El Ojo En El Cielo

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Etiqueta: retrato

La tierra baldía

Hijo del hombre,
no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces sólo
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no da sombra, ni el grillo alivia,
ni hay rumor de agua en la piedra seca. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja)
y te mostraré algo diferente
tanto de tu sombra por la mañana corriendo tras de ti
como de tu sombra por la tarde alargándose hacia ti.
Te mostraré el miedo en un puñado de polvo.
T. S. Eliot (1888-1965) – La tierra baldía (1922)
Eres una flor ¿sabes? Una pequeña flor del desierto.
El detenido H. I. McDunnough a la oficial de policía Edwina en Rising Arizona (Joel y Ethan Coen, 1987)

En el siglo XIX los ingleses decidieron que la isla que habitaban era demasiado pequeña para albergar a todos los delincuentes que parecían surgir como hongos después de la lluvia en medio del panorama desolador de la Revolución Industrial. Así que decidieron enviarlos al otro punto del planeta, a un lugar de donde no pudieran volver aunque quisieran. Australia se convirtió en el penal del Imperio Británico, a donde enviaban la escoria que barrían de las calles de sus florecientes ciudades. Y aún así, Australia era también en una lejana tierra de oportunidades, donde quien no poseía nada podía regresar teniéndolo todo a la tierra que lo había escupido.

La etiqueta de país de delincuentes siguió cosida a las costuras del último continente  de la Tierra durante mucho tiempo, aunque poco a poco sus letras fueron borrándose para ser olvidadas y sustituidas por otras más amables. Pero los australianos supieron hacer de la necesidad virtud y transformar ese pasado de presidio en un canto triste y hermoso a la belleza. Y todo ello gracias a unos fotógrafos anónimos y a las lluvias torrenciales que asolaron el este de Australia en abril de 1990.

El barrio de Lidcombe está en las afueras del área metropolitana de Sydney, a unos 18 km de su centro financiero. Allí la policía de Nueva Gales del Sur guardaba en un almacén los archivos antiguos de su comisaría central. Las tormentas de finales de abril de 1990 provocaron inundaciones importantes en la capital además de grandes daños en edificios e infraestructuras. El almacén policial de Lidcombe fue vaciado para salvaguardar los archivos de los estragos del agua. Y entre esos archivos hallaron 130.000 joyas en forma de negativos sobre placas de cristal con las fotografías de las fichas policiales de los delincuentes que habían pasado por las comisarías de Sydney desde 1914 hasta mediados de los años 60.

El cine se ha encargado de grabarnos en el recuerdo cómo deben ser las fotografías de los expedientes policiales: un primer plano del detenido de frente, otro de perfil y un número de expediente que las acompañe. Así que esperamos ver un rostro sucio, deformado, con la maldad marcada en la mirada o en un pliegue de la piel. Y si no es así, por lo menos aguardamos que la vergüenza ante el hecho de ser sorprendido en la comisión de un delito pese más que cualquier otra cosa. Las fotografías del archivo de la comisaría central de Sydney parten de esas premisas pero se presentaron ante los ojos de sus descubridores como obras llenas de misterio, de lirismo, de drama, de inocencia, de tristeza desgarrada, de asunción de la inexorabilidad del destino. Tal fue el impacto que causaron que se organizó en 2011 una exposición que conmovió a la opinión pública australiana y que bajo el título de City of Shadows sacaba por primera vez a la luz el pasado de la ciudad y sus miserias.

En los archivos policiales de Sydney hay dos tipos de fotografías de identificación para los expedientes. El primer tipo está compuesto por las imágenes corrientes en las que aparece el detenido de frente, de perfil y de cuerpo entero con referencia a la altura del sujeto.

La imagen muestra dos fotografías contiguas de una mujer joven. En la de la de la izquierda, Nellie aparece de perfil. Es morena, lleva el pelo largo recogido en un moño bajo y viste una camisa oscura y arrugada que le queda grande. En la fotografía de la derecha, la joven aparece de frente y mira directamente a la cámara con una mirada triste y resignada. Pulse para ampliar.

Nellie Cassidy. 10 de febrero de 1919. Nellie fue acusada de haber robado un vestido.

La imagen muestra una fotografía triple. En la parte izquierda superior aparece la fotografía del rostro de Jane Wright. Tiene el pelo muy blanco y lo lleva recogido en un pequeño moño en la parte superios de la cabeza, aunque está un poco despeinada. Su rostro está surcado con muchas arrogas profundas y su mirada es triste mientras la dirige a la cámara. Debajo de esta foto hay otra de igual tamaño en la que se ve a la anciana de perfil con la mirada ligeramente dirigida hacia el suelo. En la parte derecha aparece una fotografía de la mujer de cuerpo entero, en pie al lado de una barra marcada con medidas para la altura. Lleva un abrigo con cuello de piel y un sombrero negro en forma de casquete. Bajo el abrigo se le ve asomar un vestido de cuadros grandes de color claro. Tiene las manos apoyadas delante de la cadera. Pulse para ampliar.

Jane Wright. 16 de febrero de 1922. Wright era una antigua enfermera que se dedicaba a practicar abortos ilegales en su casa. Tenía 68 años cuando fue detenida por haber casi causado la muerte de una adolescente tras un aborto. Se la acusó de posesión de instrumental para interrumpir embarazos.

 Las fotografías se tomaron en diversas estancias de la comisaría central de Sydney: en los baños, en las celdas, en los pasillos o en las salas de interrogatorio. Y a pesar del espacio deprimente que las enmarca todas ellas parecen contener una especie de halo melancólico, una luz suave que dulcifica los rasgos y los crímenes. Pero hay otro tipo de fotografías. Las llamadas «especiales». En ellas, los detenidos aparecen en poses relajadas, con gestos cercanos, incluso sonriendo como si estuvieran entre amigos. Parece como si el fotógrafo les hubiera dado carta blanca para mirar a la cámara -o no- y mostrarse tal cual eran. Estos retratos «especiales» poseen en algunos casos una composición tan delicada que resulta difícil creer que fueran los anexos de fichas policiales. Algunas cortan la respiración con su belleza; otras casi indignan por la desfachatez de las poses; todas conmueven por el retrato que dibujan, no sólo de una persona sino de una época y de sus circunstancias.

Ronald es un chico de unos 13 años. La fotografía le muestra en plano medio (hasta la cintura). Lleva una camisa negra y una chaqueta sucia y remendada encima. Tiene el pelo corto y rubio y mira a la cámara con un cierto miedo. Pulse para ampliar.

Ronald Frederick Schmidt. 13 de junio de 1921. Detalles del delito desconocidos.

Barbara Turner 10 de octubre de 1921

Barbara Turner. 10 de octubre de 1921. Turner era confidente de la policía. Fue arrestada por estafar 106 libras con un cheque sin fondos.

Alfred Ladewig fecha desconocida

Alfred Ladewig. Fecha desconocida. Ladewig fue detenido por estafar la cantidad de 204 libras.

La imagen muestra una fotografía en primer plano de una mujer joven. Tiene el rostro ovalado enmarcado en una mata de pelo corto castaño y rizado que le rodea la cabeza como un halo. Mira directamente a la cámara con cierta resignación y sus ojos son de un color muy claro. Lleva un jersey de punto calado que le cae formando un escote curvo. Pulse para ampliar.

Vera Crichton. 21 de febrero de 1924. Crichton fue acusada junto con otros cómplices de intento de corrupción de otra mujer.

A veces las fotografías cuentan historias a lo largo de los años.

Valeria Lowe 15 febrero de 1922

Valeria Lowe. 15 febrero de 1922. Lowe había sido arrestada con anterioridad cuando era una adolescente junto con Joseph Messenger por haber asaltado un almacén del ejército y robar botas y abrigos. La fotografía se corresponde con una detención posterior por asaltar un domicilio.

Joseph Messenger 15 febrero 1922

Joseph Messenger. 15 de febrero de 1922. Detenido junto con Valeria Lowe (ver arriba), su nombre vuelve a aparecer en fichas de los años 30 relacionado con bandas callejeras y proxenetismo. Tenía 18 años cuando hicieron esta fotografía.

 Aunque quizá una de las historias más sorprendentes fue la de Harry Crawford, un limpiador de hotel detenido por el asesinato de su esposa en 1917.

Harry Leon Crawford 1920

Harry Leon Crawford. 1920.

El caso es que tras su detención la policía descubrió sorprendida que Harry era en realidad una mujer llamada Eugenia Falleni que se había hecho pasar por hombre desde 1899 y que se había vuelto a casar después de matar a su primera mujer después de que ésta le descubriera. Fue detenida por intentar abusar del hijo de su primera mujer (del que tenía la custodia). Cuando su segunda mujer supo del secreto de su «marido» sólo acertó a observar que «siempre le había llamado la atención que Harry fuera tan terriblemente tímido».

Eugenia Falleni 16 agosto de 1928 con 43 años

Eugenia Falleni. 16 agosto de 1928. A la edad de 43 años.

No se conocen los nombres de los fotógrafos que realizaron esos retratos, porque fueron varios a lo largo de los años, y por ello no se pueden atribuir los retratos a un autor determinado. En este enlace a los museos de Sydney se pueden ver gran parte de las fotografías que aparecieron en la exposición City of Shadows y de donde han sido tomadas las imágenes de esta entrada, que son sólo una pequeña muestra de las maravillas ocultas durante tantos años en un almacén.

El único tributo que se les puede pagar a aquellos que hicieron estas fotografías es el de reconocer su talento, su sensibilidad y su maestría en el oficio. Ellos hicieron posible que en medio de la tierra baldía de la delincuencia y la desesperación nacieran estas pequeñas flores del desierto. Flores demasiado humildes para ser cortadas pero cuya belleza sigue viviendo a través del tiempo y de un paisaje inundado de polvo y miedo.

Hampton Hirscham, Cornelius J. Keevil, William T. O´Brien, James O´Brien 20 de Julio 1921

Hampton Hirscham, Cornelius J. Keevil, William T. O´Brien, James O´Brien. 20 de Julio 1921. Los cuatro fueron detenidos por robar en el domicilio del editor Reginald Catton.

Con la sonrisa pintada

La existencia moral del hombre se revela, sobre todo, en las líneas, marcas y transiciones de su semblante. Su fuerza moral y sus deseos, su irritabilidad, simpatía y antipatía; su facilidad para atraer o repeler aquello que le rodea; todo ello está resumido y pintado en su rostro cuando descansa.

Johann Caspar Lavater (1741-1801), teólogo y escritor suizo: El arte de conocer los hombres por su fisionomía (1775)

 

Dicen que la cara es el espejo del alma. De hecho, el teólogo y fisonomista del siglo XVIII Johann Caspar Lavater aseguraba que se podía deducir el comportamiento y la catadura moral de un individuo a traves del estudio de las características de su semblante. Sobre todo si se le pillaba a uno desprevenido, porque la relajación de los rasgos no podía mentir.

El retrato siempre fue uno de los géneros preferidos del arte desde la Antigüedad por una sencilla razón: era perfecto para satisfacer la necesidad de omnipresencia del ego de los gobernantes y, al tiempo, les prestaba una ayuda inestimable en su intento de pasar a la posteridad. Y cuando la situación económica se lo permitía, las clases medias imitaban rimbombantes el ritual de posar para un artista. Y ambos estratos sociales, los dirigentes y los que con su trabajo sustentaban los privilegios de los primeros, tenían la misma ambición: salir favorecidos en su apariencia, ya fuera en dignidad, hermosura, esbeltez, presencia o elegancia. Las hubiera o no en el original.

Jean-Etienne Liotard (1702-1789) fue un artista suizo que se especializó en pintar retratos que le hicieron uno de los pintores más solicitados de la Europa del siglo XVIII. Nacido en Ginebra, en una familia de hugonotes franceses refugiados allí, se había formado como pintor trabajando en el taller de dos miniaturista y pintores de esmalte famosos en la ciudad, Gardelle y Petitot. Allí aprendió a dar valor a los detalles y tener destreza con el pincel. Pero Ginebra, su ciudad natal, le quedaba pequeña y ambicionaba ver otras cosas, respirar otros aires y conocer otras gentes. Así que con veintitres años decidió trasladarse a París, la ciudad de la luz, donde el pensamiento ilustrado convertía en hervideros intelectuales los salones literarios y donde la corte rococó de Luis XV se miraba a si misma reflejada en los espejos de su vanidad sin soñar siquiera que un día agacharía su altiva cabeza sobre el cadalso revolucionario. Allí, Liotard intentó en vano ingresar en la Academia Real, a pesar de seguir formándose como pintor y demostrando su habilidad en captar los detalles, ya fuera de los rostros o de los objetos que disponía en sus composiciones. Aunque no consiguió ser elegido académico, gracias a una recomendación de su maestro, Liotard acompañó al vizconde de Puysieux en un viaje a Italia. Y allí comenzó, de verdad, su carrera como retratista. De la mano de su mecenas recorrió Italia de sur a norte realizando retratos de aristócratas y de la corte papal, entre ellos el del papa Clemente XII. Tres años después Liotard, que ya se había hecho un nombre dentro del mundo del arte, acompañó a otro mecenas, el irlandés Lord Duncannon, a Constantinopla.

La imagen muestra un dibujo del busto de un hombre de perfil. Sobre sus hombros lleva lo que parece una toga romana, cerrada sobre el hombro derecho con un broche circular. El hombre tiene el pelo rubio, un tanto ceniciento, porque está salpicado por canas grises. Tiene un perfil bastante poco atractivo: mentón sobresaliente y ligeramente curvado hacia arriba y nariz larga y ganchuda. Sus ojos son pequeños y saltones, con bolsas en la parte inferior y labios finos y apretados. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne_Liotard – Retrato de Sir William Ponsonby, vizconde Duncannon (c.1750). Pastel sobre papel.

La vida en la capital del Imperio Turco fascinó a Liotard, que no dudó en adoptar las exóticas vestimentas otomana y dejarse crecer una larga barba. Se dedicó a retratar a su mecenas y a su esposa, pero también a los numerosos comerciantes europeos que vivían en Constantinopla en aquel momento. Y lo hizo utilizando una técnica inusual: el pastel, que hasta ese momento era una herramienta más propia del dibujo y de los esbozos que de la obra final. Algunos artistas, como la pintora veneciana Rosalba Carriera, habían comenzado a usarlo en sus retratos con gran éxito. Y Liotard, con su gran destreza como dibujante, decidió que iba a ser el mejor pastelista de Europa.

La imagen muestra un dibujo de un hombre tumbado sobre una alfombra y recostado sobre unos cojines vestido con una túnica amplia que le llega hasta los pies, calzado con babuchas y tocado con un sombrero de piel. La casi totalidad del dibujo está realizado a base de líneas excepto el rostro del hombre (que luce un largo y frondoso bigote) que está mucho más detallado. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato del comerciante inglés Francis Levett con traje turco. Tiza negra y roja sobre papel (1740)

Liotard no solo retrató a la colonia extranjera durante su estancia en Constantinopla, también realizó varias obras que reflejaban escenas cotidianas y costumbre turcas. Y cuando abandonó la ciudad para establecerse en Viena, siguió llevando la barba larga y sus ropas extranjeras. Y se hizo llamar «el pintor turco», de modo que difícilmente podía pasar inadvertido en la capital austriaca, aunque probablemente su intención no era precisamente ser discreto sino lograr una buena -y barata- publicidad.

La imagen muestra un retrato en plano medio del pintor. Viste una camisa blanca con múltiples frunces en su parte delantera y lleva una especie de abrigo de tela de brocado. Lleva, también, una larga barba negra. Y en su cabeza luce un gran gorro de piel. En la parte superior aparece un texto que dice "J. E. Liotard de Ginebra conocido como el pintor turco pintado por él mismo. Viena 1744". Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato. Pastel sobre papel (1744)

El estilo limpio, delicado y luminoso de Liotard hizo que pronto estuviera recorriendo Europa pintando retratos para las casas reales pero también de los comerciantes de clase media. Y para la mayoría de ellos utilizaba el pastel sobre papel o sobre pergamino. Las figuras en las obras de Liotard se mueven en ambientes llenos de una luz envolvente que dibuja sus perfiles y los convierte en objetos tridimensionales que proyectan su sombra suave sobre un fondo neutro.

La imagen muestra a una muchacha de cuerpo entero mirando hacia la izquierda. Viste falda y manto negro, corpiño ocre y manguitos azules. En los pliegues de la falda pueden apreciarse los brillos que la luz produce sobre el tejido, liso y brillante. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Joven elegante vestida con traje maltés. Pastel con toques de gouache sobre pergamino (1744)

La delicadeza de Liotard no radicaba sólo en el realismo de sus retratos (el escritor inglés Horace Walpole le achacaba una excesiva literalidad que hacía que sus obras no tuvieran «gracia» por ser demasiado reales), sino también en la exactitud de los detalles, que conformaban por si mismos pequeñas obras maestras: los reflejos de la luz sobre los tejidos, la blancura de la porcelana, la frialdad del metal de una cucharilla, la transparencia de un vaso lleno de agua… Todo ello representado de un modo casi fotográfico, excepcionalmente contemporáneo por su minimalismo depurado tan ajeno al periodo rococó.

La imagen muestra a una muchacha joven que lleva en sus manos una bandeja con un vaso de agua y una taza de porcelana con chocolate. La muchacha va vestida con una amplia falda de color verdoso, una chaquetilla color ocre, mandil y camisa blanca y lleva el pelo recogido con una cofia rosa. La chica va caminando hacia la derecha con la mirada un poco baja, como temerosa de dejar caer la bandeja. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – La bella chocolatera. Pastel sobre pergamino (1745)

El pintor turco recorrió diversos países realizando encargos que iban aumentando del mismo modo que su fama crecía. En Inglaterra retrató a varios miembros de la familia real, incluido el futuro Jorge III cuando aún era un niño; en Francia a Mauricio de Sajonia, mariscal jefe del ejército francés; y en Holanda, ademas de trabajar para muchas familias aristocráticas, conoció a Marie Fargues, una francesa de familia hugonote exiliada en Holanda con la que se casó, no sin que antes ella le exigiese que se afeitase para dejar de parecer un bárbaro.

La imagen muestra un retrato en plano medio de una niña pequeña. Está sentada en una gran sillón, del que sólo se ve el respaldo y parte de un brazo. Lleva un vestido estampado rosa y verde que le queda demasiado grande y deja ver uno de sus pezones. La niñita es muy rubia, de hecho sus pestañas son tan claras que parece que no tiene. Su piel es muy blanca salvo en las mejillas, que están ruborizadas. Tiene la boca entreabierta, como si no respirase bien o estuviese un poco asustada. Y sus ojos miran tímidos a quien la está pintando. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – La princesa Luisa Ana de Inglaterra. Pastel sobre pergamino (1754)

 

La imagen muestra a una niña pequeña, muy rubia, en plano medio. Lleva un vestido blanco con adornos azules que asoma debajo de una capa de color azul brillante ribeteada de piel de armiño y atada al cuello con un lazo azul. Mira hacia la derecha como si estuviera pendiente de algo que ocurriese fuera del marco del cuadro. En su mano izquierda sostiene un perrito, un pequinés negro de ojos saltones que mira, un poco asustado, al espectador. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne Liotard – Retrato de Maria Frederike van Reede-Athlone a la edad de siete años. Pastel sobre pergamino (c. 1755)

 

La imagen muestra a una mujer joven, sentada sobre unos cojines dispuestos en el suelo y cubiertos con telas. ante ella, una alfombra de vivos colores rosas y azules. Tiene el brazo derecho apoyado sobre la rodilla y mira hacia la izquierda con un ligero gesto de aburrimiento, aunque también con lo que parece una sonrisa reprimida. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de su esposa Marie Fargues con traje turco. Pastel sobre pergamino (1757)

 

Liotard volvió con su familia a Suiza y se estableció en Ginebra. Era fue su base de operaciones y desde allí acudía a las cortes que solicitaban sus servicios. La vida familiar adquirió gran importancia para el pintor y su mujer e hijos se convirtieron en protagonistas de muchas de sus obras. Un protagonismo que compartían con comerciantes y reyes, todos tratados con la misma consideración por el pintor turco.

La imagen muestra un paisaje de un campo atravesado por un arroyo y, a lo lejos, el perfil de las montañas. En primer plano se ve un muro y una especie de valla que parece acotar un pequeño jardín. En la parte inferior izquierda aparece el busto del pintor, ataviado con camisola azul y bonete rojo. Lleva un lápiz en la mano. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Vista de Ginebra desde su casa. Pastel sobre pergamino (c. 1760)

 

La imagen muestra el retrato de una mujer joven elegantemente vestida con un traje de color gris perla y adornado con multitud de lazos azules. También lleva lazos azules en el complicado peinado que luce. Es una joven regordeta, que mira hacia la izquierda sonriendo con picardía, lo que provoca que aparezcan unos hoyuelos en sus mejillas. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de Julie De Thelluson-Ployard. Pastel sobre pergamino (1760)

 

La imagen muestra el retrato de una niña casi adolescente que está sentada muy erguida en una butaca. Viste un traje de color rosado con volantes blancos en las mangas, que le llegan hasta el codo. En su mano derecha sostiene una madeja de hilo rosa mientras que con la mano izquierda tira del hilo. Mira hacia el espectador de forma un tanto altiva y desafiante. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Retrato de la archiduquesa Maria Antonieta de Austria, futura reina de Francia. Tiza negra y roja, lápiz de grafito y acuarela sobre papel (1762)

 

Jean Etienne Liotard siguió su trabajo incansable hasta el final de su vida. Cuando los encargos comenzaron a escasear decidió cambiar de tema y especializarse en bodegones (un género menor pero muy apreciado sobre todo por la aristocracia y la clase media) que realizaba con un mimo especial.

La imagen muestra una mesa sobre la que se dispone una gran bandeja. En ella, comenzando por la izquierda se ve una tetera de porcelana japonesa, un azucarero y un plato con una taza boca abajo. Inmediatamente después aparecen, de atrás hacia adelante, una taza con un poco de te con leche y una cucharilla dentro, un plato con rebanadas de pan untadas de mantequilla y en primer plano, un plato con la taza boca abajo sobre él. En el estreno derecho, hay dos platos con tazas, una jarrita para la leche y un cuenco lleno de bolas de mantequilla con unas pinzas metálicas apoyadas en él. Pulse para ampliar.

Jean-Étienne Liotard – Naturaleza muerta (juego de te). Óleo sobre lienzo (1781)

Incansable, publicó con 79 años cumplidos un tratado sobre la pintura en el que definió mejor que nadie su estilo: «el dibujo debe ser limpio sin ser seco; firme, sin ser rígido ni duro; fluido sin ser fofo; delicado y sincero sin ser amanerado». Unos consejos simples, que no sencillos. Sólo un gran genio del dibujo, un observador nato de la realidad como Liotard podría cumplir todas esas normas sin que el resultado pareciese artificial. En sus retratos la verdad salta a la vista: las pecas, las manchas y lunares, el vello, el rubor o el tono cetrino, las papadas y narices ganchudas, los hoyuelos y las pestañas tan rubias que parecen invisibles. Haciendo buena la teoría fisionómica de Lavater, Jean-Etienne Liotard era capaz de hacer posar a sus modelos sin defensas, relajados, casi siempre sonrientes incluso en su timidez, mostrando su verdadero rostro. Un semblante quizá alejado del ideal de belleza académico pero que pertenecía a una persona que dejaba de lado las poses graciosas y elegantes para ser ella misma. La luz que envuelve sus figuras parece subrayar esa atmósfera de veracidad, porque no deja ni un resquicio a oscuras y porque nos regala el temor infantil y expuesto de la princesita Luisa Ana; la concentración en su tarea de una muchacha llevando una bandeja con una taza de chocolate y un vaso de agua; la altivez de María Antonieta niña; el divertido aburrimiento de su esposa posando por enésima vez con aquellos ropajes turcos que tanto gustaban al pintor;  la picardía en el rostro rubicundo de Maria Frederike y la petición de auxilio en los ojos del perrito que sostiene en su brazo; o la mirada jocosa de Julie de Thelluson reflejada en los hoyuelos de sus mejillas. Mientras sus contemporáneos se recreaban en el gesto gracioso y galante, en las composiciones elegantes y en la idealización de los rasgos, Liotard, quizá imbuido de la severidad calvinista de su religión, dejaba todo ese oropel de lado para arrojar la luz sobre una realidad que era hermosa por si misma.

Jean-Etienne Liotard demostró que la belleza estaba en la mirada. Pero además, supo plasmar la hermosura de lo que veía de tal modo que pudiésemos descubrirla al ver sus obras y acabar con una sonrisa pintada en nuestros rostros.

La imagen muestra un retrato en plano medio del pintor. Viste una camisola azul y un bonete rojo. Detrás de él aparece una cortina verde recogida y señala hacia la derecha con su índice. Mira directamente al espectador con una sonrisa amplia y cómplice que deforma su rostro en una mueca simpática. Pulse para ampliar.

Jean-Etienne Liotard – Autorretrato riendo. Óleo sobre lienzo (1770)

El atlas de las nubes

El río Stour marca la frontera entre los hermosos condados de Suffolk y Essex, al este de Inglaterra. El nombre del río deriva probablemente de una antigua palabra germánica que significaba «tumultuoso» pero, a pesar de ese adjetivo, el Stour fue uno de los primeros ríos que, en el siglo XVIII se acondicionaron por medio de canales para facilitar la navegación -y con ello, el transporte de mercancías- hasta y desde Londres. La Revolución Industrial fue la culpable de esa primera y tímida transformación del paisaje que convirtió la región agrícola y ganadera del valle en un lugar lleno de actividad.

En el curso medio del Stour, en la orilla del condado de Suffolk, se encuentra una pequeña localidad llamada East Bergholt, conocida en el siglo XVIII por la fabricación de tejidos de lino y por la calidad de su grano. De hecho, en los alrededores de la población existían numerosos molinos. Uno de los propietarios de esos molinos fue un comerciante llamado Golding Constable, cuyos negocios prosperaron hasta el extremo de ampliar su campo de acción a Dedham, en la otra orilla del río, ya en el condado de Essex. Constable poseía incluso un pequeño barco que utilizaba para transportar la harina y el grano hasta Londres. Un negocio próspero que Golding y su mujer Anne confiaban que siguiera con sus hijos. Pero, para su gran sorpresa y contrariedad, uno de sus vástagos salió artista.

John Constable (1776-1837) -que así se llamaba el muchacho en cuestión- fue el cuarto hijo de Golding y Anne. Ambos decidieron que, al no ser el primogénito, haría una honorable carrera eclesiástica. Pero John no parecía muy dispuesto a seguir ese camino. Así que dispusieron que aprendiera los entresijos del negocio. Pero aquello tampoco funcionó. Quizá no contaron con la pasión que despertó el arte en su hijo, pasión que se vio alimentada por los ánimos que le daba, cada vez que veía una obra suya, un artista aficionado local llamado John Duthmore. Duthmore animó a John a seguir el camino que le dictaba su corazón, independientemente de lo arduo que fuera. Así que John logró convencer a sus padres de que quería ser pintor y a la junta de admisión de la Royal Academy de Londres de que podía aprovechar las enseñanzas de la institución. Y en 1799, a la tardía edad de 23 años, fue admitido como alumno a prueba.

La formación de Constable como pintor no debió de ser fácil: no tenía estudios previos en arte, salvo los bocetos y los cuadros que había hecho con anterioridad y los consejos de John Duthmore. Y había comenzado su educación académica a una edad en la que la mayoría de los alumnos de la institución comenzaban su carrera profesional. Pero tenía tan claro qué era lo que deseaba hacer que su tesón le hizo superar aquellos obstáculos. A partir de 1802 sus cuadros se exhibieron en las exposiciones anuales de la Academia con un éxito bastante notable. De hecho, llamó la atención de Sir George Beaumont, un conocido patrón de las artes y pintor aficionado él mismo que solía exponer en la Royal Academy. Beaumont le permitió el acceso a su colección de arte, donde Constable pudo conocer a los antiguos maestros de la pintura, sobre todo Claudio de Lorena y los paisajistas holandeses del siglo XVII. Durante sus años de formación, Constable probó con la pintura religiosa, el retrato y el paisaje. Pero éste último género era el que le atraía cada vez más.

La imagen muestra un cuadro en el que aparece una muchacha muy joven, cortada a la altura de la cintura. Lleva un vestido blanco de manga corta y tiene los brazos cruzados apoyados en algo que parece el respaldo de una silla, cubierto con una tela roja. La figura de la joven está muy iluminada y de ese modo destaca mucho sobre el fondo, que es muy oscuro. La joven mira hacia el espectador con un cierto aire de melancolía. Pulse para ampliar,

Jonh Constable – Retrato de Mary Freer (1809)

Como parte de su formación, Constable hizo un viaje por los distritos de los Picos y de los Lagos, regiones ambas consideradas de gran belleza paisajística. Al regresar de ese viaje, Constable decidió que había malgastado su energía en demasiados frentes y que el único tema que quería tratar era el paisaje. Con ese tema podía reproducir una y otra vez su tierra natal, esa que le había maravillado en su niñez y que tanto echaba de menos en Londres. Constable estaba decidido a ser pintor. Tanto, que incluso rechazó un puesto de trabajo como profesor de dibujo -algo que le hubiera permitido una tranquilidad económica que no tenía- por seguir el camino que había decidido. Y fue una decisión difícil y muy meditada porque significaba quedarse en Londres cuando le hubiera gustado volver a Suffolk no sólo por su familia sino también por la nieta del rector de East Bergholt, Mary Bicknell. Constable se enamoró de Mary y la cortejó a pesar de la oposición de su respetable abuelo, que consideraba que un pintor de mala muerte sin apenas ingresos no era un pretendiente digno para su nieta. Durante siete años Constable siguió evolucionando en su estilo, asentándolo y adquiriendo una mayor maestría… y esperando poder casarse con Mary. Fue en 1816 cuando, por fin, pudo hacerlo. Pero, por desgracia, eso fue debido al fallecimiento de su madre primero y de su padre después, lo que le dejó en una posición económica desahogada. Tenía 40 años cuando se casó con Mary.

La imagen muestra un plano medio corto (ligeramente por debajo del pecho) de una mujer joven, que lleva una camisa blanca con grandes volantes en el cuello y una falda oscura. Mira hacia la izquierda, con la cabeza ligeramente ladeada y en su gesto puede apreciarse como una ligera sonrisa. Pulse para ampliar.

John Constable – Retrato de Mary Bicknell, señora de John Constable (1816)

El matrimonio Constable se estableció en Londres, donde el pintor podía tener más contactos y aumentaban las posibilidades de vender sus cuadros. Es esta época en la que el paisaje en sus cuadros adquiere una madurez definitiva. Constable tenía un gran rival pictórico, J.M.W. Turner, cuyos experimentos con el color influyeron sin duda en el estilo de Constable, aclarando su paleta e investigando sobre la luz y su reflejo sobre las superficies. Todos sus cuadros se basaban en un estudio concienzudo de los elementos que entraban a formar parte del paisaje y, de ese modo, realizaba una reflexión sobre la naturaleza cambiante: la luz, las hojas de los árboles, la hierba, el agua… Todo ello transformaban el cuadro en la representación de algo efímero, de un momento único e irrepetible.

La imagen muestra un paisaje en el que en primer plano puede verse un prado en el que el sol ilumina partes de la hierba, Un poco más allá hay un cercado de madera tras el cual están dos vacas paciendo. Un poco más allá se ve el río, donde a lo lejos se aprecia una barca. Y en la orilla de enfrente, otro prado con árboles. La mitad superior del cuadro lo ocupa un cielo con nubes y claros por donde se filtra el sol que ilumina partes del los prados por todo el cuadro. Pulse para ampliar.

John Constable – Wivenhoe Park, Essex (1816)

La mayor parte de los cuadros de esta época los basó en bocetos hechos tiempo atrás. Bocetos que recogía en su cuaderno donde, además de la composición y de los elementos más destacables, anotaba las sensaciones, los colores, los movimientos que podía percibir para reflejarlos lo más exactamente posible después.

La imagen muestra una página de una libreta horizontal donde, trazado a lápiz está un dibujo muy sumario en el que aparece, en primer plano, una barca apuntalada en la orilla del río, la orilla del mismo un poco más alejada y una serie de árboles a ambos lados de la composición. Pulse para ampliar.

John Constable – Página de su libreta de apuntes con estudio para «Construcción de barcas cerca de Flatford Mill»

 

La imagen muestra un cuadro que repite casi literalmente el esquema del boceto anterior: la barca, la orilla del río un poco más alejada, los grupos de árboles a ambos lados. Añade una figura arrodillada delante de la barca que representa a un hombre trabajando la madera. Pulse para ampliar.

John Constable . Construcción de barcas cerca de Flatford Mill (1815)

Además de anotar en su libreta todos aquellos detalles que podía considerar interesantes, Constable bocetaba del natural. A diferencia de Turner, que realizaba sus apuntes con acuarela, Constable lo hacía con óleo. En una época en la que aún no estaban generalizados los colores fabricados de modo industrial y presentados en tubos, el boceto con óleo al aire libre era bastante complicado. Pero Constable quería seguir la estela de maestros del paisaje como Claudio de Lorena o el holandés Ruysdael y captar de la naturaleza toda la información que pudiera.

La imagen muestra un paisaje donde se ve en primer plano la orilla del río, a la izquierda, un molino y cruzando el río hacia el otro lado un carro tirado por bueyes. En la otra orilla se ve un prado iluminado por el sol y, más al fondo, un grupo de árboles. La mitad superior del cuadro está ocupada por un cielo tormentoso lleno de nubes oscuras que, aún así, dejan filtrar algún rayo de luz. Pulse para ampliar.

John Constable – Estudio para «El carro de heno» (c.1821)

La imagen muestra un cuadro muy similar al boceto anterior. Los elementos están igualmente dispuestos pero la principal diferencia es que en este hay más luz. Esa luz se filtra desde el cielo a través de los claros que se abren en las nubes, en la parte derecha del cuadro. Además también añade un perro en la orilla del río más cercana al espectador, ladrándole al carro que está atravesando el curso de agua.. Pulse para ampliar.

John Constable – El carro de heno (1821)

Los paisajes de Constable forman un conjunto verdaderamente notable. Tomando como referencia a Claudio de Lorena, estudiaba la luz para dar profundidad a la composición, iluminando los planos más alejados. Y al igual que los paisajistas holandeses, la mitad superior de sus cuadros solían estar ocupados por cielos llenos de nubes que filtraban esa luz de modo caprichoso, conformando un mosaico de reflejos sobre las aguas del río, sobre la hierba mojada, sobre los tejados de las casas…

La imagen muestra un camino en primer plano, en la parte izquierda del cuadro, por donde va paseando una pareja. El hombre levanta su bastón señalando hacia un punto del fondo. En la parte derecha hay un prado que está atravesado por un río, y en donde pace el ganado. Al fondo, en el plano más iluminado del cuadro se ve la catedral, enmarcada por los árboles del camino. Pulse para ampliar.

John Constable – La Catedral de Salisbury desde los jardines del obispo (c.1825)

Su estudio de las nubes le valió alguna que otra crítica y más de una burla. Él mismo se defendía diciendo que cómo podían achacarle ser un pintor de tormentas cuando amaba cada rayo de luz que se posaba sobre los objetos.

La imagen muestra un boceto al óleo en donde se ve el la parte inferior una estrecha franja de tierra, una extensión de agua sobre ella (podría ser un río o una playa) y los dos tercios superiores del cuadro ocupados por un cielo gris en donde unos inmensos nubarrones negros se dibujan a grandes brochazos. Pulse para ampliar.

John Constable – Estudio con nube de lluvia (c.1824)

Esa luz que amaba comenzó a apagarse a finales de la década de los veinte cuando la salud de Mary, enferma de tuberculosis y debilitada por siete partos, empeoró notablemente. Los Constable se trasladaron a la ciudad costera de Brighton, esperando que el cambio de clima ayudara a su restablecimiento. Los paisaje de Constable comenzaron a ser más sombríos a medida que el estado de Mary empeoraba.

La imagen muestra en primer plano una playa en la que una serie de personas están realizando labores relacionadas con la pesca (cosiendo redes, carteando pescado, etc.). Hay algunas barcas varadas en la arena. Más cerca de la orilla, que está en la parte derecha del cuadro, puede verse a gente paseando. Al fondo, un muelle de madera que se adentra en el mar. Los dos tercios superiores del cuadro están ocupados por un cielo completamente encapotado, con nubes blancas y grisáceas, que dan una sensación de frío al conjunto. Pulse para ampliar.

John Constable – El muelle de Brighton (c.1825)

Mary murió en 1828 dejando a Constable sólo con su arte para esconder la melancolía que le invadía. Los cielos de sus paisajes comenzaron a cerrarse de nubes oscuras que apenas dejaban pasar un pequeño rayo de luz. Y aún así, esos cuadros siguen siendo hermosos y vibrantes, llenos de vida y movimiento. Porque en Constable, todo está vivo: el agua del río que fluye lentamente, el humo que sale de la chimenea, la vaca paciendo plácidamente, las hojas movidas por el viento o un perro ladrando.

John Constable es el verdadero renovador del paisaje pictórico del siglo XIX. Nunca pintó un cuadro pensando cómo iba a resultar agradable a quien lo viera, sino como creía que debía ser, buscando la pureza y la falta de afectación. No fue excesivamente valorado en su tiempo y sí admirado después, tanto por sus obras finales como por sus exquisitos bocetos en donde intentaba captar las sensaciones visuales efímeras, la esencia de aquello que escapa a la vista pero que es captado por el ojo y recordado después.

Quizá podría resumirse la obra de Constable como la de un pintor que, con infinita paciencia y cuidado, cartografió el mapa geográfico, pero también humano, del valle del río Stour, el río que separa Suffolk de Essex, una región que ahora lleva el nombre de «el país de Constable». Un hombre que supo plasmar los pequeños detalles de la vida en un conjunto lleno de placidez y de belleza, conformando una especie de atlas en el que cada uno de sus mapas es el dibujo del amor de un pintor por su tierra.

La imagen muestra un dibujo hecho a lápiz de un joven Constable, vestido con levita de cuello ancho y con un pañuelo anudado al cuello. Mira hacia el espectador aunque parece bajar la vista un poco. Un toque de color rojo en sus mejillas y barbilla le hacen parecer como si se hubiera ruborizado. Pulse para ampliar.

John Constable – Autorretrato (c. 1801)