El Ojo En El Cielo

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Etiqueta: William Blake

Las oscuras fábricas de Satán

«El hombre es un ángel trastornado, pensó Joe Fernwright. Alguna vez, todos ellos habían sido ángeles de verdad, y habían tenido la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. De esta manera era fácil, muy fácil, ser ángel. Entonces ocurrió algo. Algo falló, se descompuso o dejó de andar. Y a partir de ese momento tuvieron que enfrentarse con la necesidad de optar, no entre el bien y el mal, sino buscando el mal menor. Eso fue lo que los enloqueció, y ahora cada uno de ellos era un hombre.» – Philip K. Dick: «Gestarescala» (1969)

Blade Runner (Ridley Scott, 1982) está considerada la mejor adaptación al cine de una obra de Philip K. Dick, en este caso de su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, publicada en 1968. Esa opinión generalizada no se basa en la literalidad del guión cinematográfico con respecto a la novela original (los cambios son muy sustanciales) sino en una traducción visual basada en la dirección artística, la fotografía, la elección de los encuadres y en el hecho de centrar el argumento en uno de los temas más queridos por el escritor de ciencia ficción: ¿qué es aquello que nos caracteriza como seres humanos?

La película de Ridley Scott tiene uno de sus mayores aciertos en la escena inicial, que sirve para poner al espectador en situación presentándole un futuro cercano (la acción, sin fecha exacta en la novela de Dick, se traslada a noviembre de 2019 en la película) que choca frontalmente con la realidad conocida por el espectador. La ciudad de Los Ángeles aparece como una gran masa urbana empapada por la lluvia ácida y cubierta por un mar de nubes, sólo iluminada por las llamaradas expulsadas por gigantescas chimeneas. El diseño de la escena nos traslada a un mundo hostil, completamente ajeno a la luminosa California. Un futuro distópico asoma ante nuestros ojos.

Chimeneas en los ángeles
La secuencia inicial de «Blade Runner». La ciudad de Los Ángeles se ha convertido en una masa informe que se extiende hasta donde la vista puede llegar. Ya no existe diferencia entre el día y la noche, porque las nubes de lluvia ácida provocan una oscuridad continua, sólo rota por las llamaradas que salen de gigantescas chimeneas salpicadas por toda la urbe.

¿Cuál es la imagen que toma Ridley Scott para describir en qué convertiremos el mundo en pocos años? La respuesta es la ciudad. Pero una ciudad infernal, oscura, que parece extinguir los restos de vida y de esperanza. La idea de ciudad tecnológica como infierno sobre la Tierra es tan antigua como la propia Revolución Industrial. Estas primeras secuencias (que en el plan de rodaje se denominaron la escena de «Hades») parecen reflejar los versos de William Blake de su prefacio a Milton: a Poem.

And did those feet in ancient time.

Walk upon Englands mountains green:

And was the holy Lamb of God,

On Englands pleasant pastures seen!

And did the Countenance Divine,

Shine forth upon our clouded hills?

And was Jerusalem builded here,

Among these dark Satanic Mills?”

En estas dos primeras estrofas del poema, William Blake habla de como la verde y hermosa Inglaterra, casi una nueva Jerusalén, se ha transformado en un paisaje tenebroso a causa de las «oscuras fábricas de Satán» (Blake parece haberse inspirado en el incendio de unas cuantas fábricas en Lambeth, al sur de Londres, en 1791, cuyo humo oscureció el cielo de la ciudad). Al igual que en el poema de John Milton Paradise Lost el hombre, en su caída, ha transformado el Edén en el Pandemónium o infierno sobre la Tierra. William Blake describe en su poema el nuevo paisaje urbano resultante de las transformaciones industriales y centra su atención en las chimeneas que vomitan humo y fuego. Philip K. Dick era un ferviente admirador de William Blake y compartía con el poeta inglés obsesiones y visiones. En sus novelas es frecuente encontrar descripciones o reflexiones (como la de Joe Fernwright, el protagonista de Gestarescala, que encabeza esta entrada del blog) que parecen inspiradas directamente por los poemas o los grabados de William Blake. La elección de esa estética inspirada en Blake por parte de Ridley Scott no parece casual. De hecho, volvería a retomar esa inspiración en producciones posteriores como Prometheus (2012).

Gran parte del logro visual de esa primera e impactante escena de Blade Runner, que define estética e ideológicamente el resto de la película, fue fruto del trabajo de Douglas Trumbull, encargado de la producción de los efectos visuales. Trumbull es el maestro de los efectos especiales que ayudó a definir visualmente el cine de ciencia ficción con su trabajo en títulos como 2001: una odisea espacial (Stanley Kubrick, 1968), La amenaza de Andrómeda (Robert Wise, 1971), Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) o Star Trek: la película (Robert Wise, 1979) además de ser él mismo director de dos joyas del género como son Naves misteriosas (1972) y Proyecto Brainstorm (1983). Siguiendo las directrices de Scott, Trumbull y su equipo diseñaron una maqueta de grandes dimensiones para rodar el travelling descriptivo inicial.

Preparando la secuencia de Hades

Un miembro del equipo de Trumbull preparando la secuencia de Hades para Blade Runner (fotografía extraída de http://vfxvoice.com/the-miniature-models-of-blade-runner/). Las maquetas de las construcciones estaban construidas siguiendo diferentes proporciones para aumentar la sensación de distancia. Una sensación que se vería reforzada por la óptica de las cámaras.

Los edificios de la maqueta para la secuencia de «Hades» estaban inspirados en los grandes refinerías de petróleo, de ahí la presencia de chimeneas lanzando enormes llamaradas. Uno de los grandes aciertos visuales de Blade Runner es el modo en el que el futuro a 40 años vista se refleja en una serie de aspectos perfectamente reconocibles y que podrían encajar perfectamente en el mundo de 1982, el año de estreno de la  película.

Preparando la secuencia de Hades1

Además de la inspiración en la estética de la industria petrolera, la maqueta de «Hades» tenía un acabado en bronce envejecido lo que, junto a la iluminación, reforzaba el efecto visual de gran mole de hormigón y metal  (imagen extraída de http://vfxvoice.com/douglas-trumbull-ves-advancing-new-technologies-for-the-future-of-film/)

El diseño de Douglas Trumbull para esta secuencia en concreto tiene una concepción tan cinematográfica como técnica, no centrándose única y exclusivamente en los elementos visuales sino en  la iluminación, la ambientación y los movimientos de cámara. En esta entrevista, Trumbull da su opinión tanto sobre la película como sobre el papel de los efectos especiales en su desarrollo.

Incluso hoy en día, con la superabundancia de efectos digitales que dibujan imposibles en la pantalla, la estética de Blade Runner sigue siendo cautivadora. El detallismo en su realización (no sólo para los efectos  visuales sino también en su dirección artística, que merece un capítulo aparte) logró crear un mundo totalmente homogéneo y verosímil para el espectador. Un mundo que anticipaba el infierno desatado en la tierra traído por la industrialización y la sobreexplotación de los recursos (los androides -robots con apariencia humana- a quienes persigue para matar el protagonista fueron creados para trabajar en las minas de los planetas exteriores debido al agotamiento de las reservas energéticas de la Tierra). Si comparamos el metraje de la secuencia de «Hades» con el del resto de la película llegaremos a la conclusión de que es irrelevante. Pero no es así: contribuye a establecer la premisa sobre la que se basará la historia y que nosotros aceptaremos sin dudar: el Paraíso se ha convertido en un infierno por la mano del hombre, que ha construido sus diabólicas fábricas y ha tapado la luz del sol. Y con ello,  el futuro de aquellos que sobreviven apiñándose en calles anegadas de desesperanza.

En el vídeo que se puede ver a continuación se puede ver el laborioso proceso de realización de la secuencia inicial de Blade Runner narrado por su creador, Douglas Trumbull:

Guía para mundos pintados (II): de la reflexión a la creación de una nueva realidad

La imagen muestra un plano general de un monstruo con forma humana visto de espaldas. Es gigantesco y los músculos están muy marcados. A la altura de sus omoplatos surgen dos grandes alas como las de un murciélago y tiene una cola larga y gruesa como una gran serpiente. De su cabeza, que se inclina ligeramente hacia abajo, sólo se aprecia la nuca y dos grandes cuernos similares a los de un carnero que salen de sus sienes. A sus pies, tendida boca arriba y mirándole fijamente, está una mujer rubia, vestida en tonos dorados, que parece emanar luz y que contrasta con la figura oscura y amenazadora del hombre dragón. Pulse para ampliar.

William Blake: «El dragón rojo y la mujer vestida de sol (Apocalipsis 12:1-6)» (1810)

V. «Ver un mundo en un grano de arena y el Paraíso en una flor silvestre»

En qué difícil situación debieron de encontrarse aquellos artistas que, sin dejar de admirar los presupuestos del arte clásico, sentían en su interior que las rígidas normas que lo definían les impedían expresarse libremente. Hasta ese momento el único arte válido era aquel ratificado por las Academias y el poder establecido. Hacer algo que contrariara a quienes eran los soportes económicos del pintor era una locura y abocaba a quien lo hiciera al exilio artístico. Pero, afortunadamente, el mundo está lleno de locos que desafían las reglas y a finales del siglo XVIII y principios del XIX, estos visionarios del arte abrieron un camino nuevo a la pintura. Bien es cierto que los cambios sociales, políticos y económicos derivados de la Revolución Industrial, de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa allanaron el sendero para los cambios y, de algún modo, los aceleraron. El mundo estaba cambiando con una rapidez de vértigo y el arte no era una excepción. La nueva clase social dirigente no era la aristocracia tradicional sino la burguesía, que detentaba el poder económico y, por tanto, también el político. Y se convirtió también en la nueva clientela para el arte. El lenguaje visual del Neoclasicismo, rígido y uniforme,  sirvió a la causa del poder napoleónico como en la antigua Roma había servido al imperio creado por Augusto (y, obviamente, esto no fue coincidencia). Y la reacción frente a la homogeneidad tuvo su respuesta en el arte como la tuvo en la política. Al igual que las naciones sometidas al I Imperio Francés se revolvieron contra éste haciendo surgir el nacionalismo, la pintura dejó de mirar al ideal universal para buscar en el interior del artista, en sus sentimientos, en sus reflexiones. La realidad podía reflejarse con exactitud en un cuadro, pero, además, podía convertirse en el espejo del alma. Habían llegado al arte los primeros revolucionarios, aquellos que abrirían el camino a la vanguardia sin ser conscientes de ello. Como un torbellino de sentimientos encontrados entraban en escena los románticos.

La imagen muestra un paisaje marino. A la derecha en la parte inferior, se aprecia una puesta de sol y algunas barcas . En la parte izquierda y casi llegando al centro, se ve un gran barco de vela remolcado por otro mucho más pequeño que funciona a vapor y que lleva al barco viejo al desguace. Pulse para ampliar.

Joseph Mallord William Turner: «El Temerario remolcado a su última morada» (1838)

Con los pintores románticos el paisaje se convirtió en el género por excelencia: los cambios constantes de la Naturaleza ayudaban a expresar los cambios de las emociones. Una puesta de sol era el toque de melancolía que Turner añadía a la imagen de un viejo galeón remolcado por un pequeño vapor hasta el lugar donde sería desmantelado. La inmensidad del mar o de las montañas de los cuadros de Friedrich daba idea de nuestra pequeñez ante semejante grandeza. La luz vibrante de los cuadros de Corot componía paisajes con el color, sin depender de la línea. Como en los versos del poeta y pintor William Blake un grano de arena podía contener un mundo y una hora, la eternidad.

La imagen muestra un paisaje en el que predominan tonos terrosos. En el plano más cercano al espectador aparece una fila de árboles que casi tapa una pequeña iglesia, coronada por una torre estrecha. La iglesia es casi del mismo color que la tierra, pero su lado derecho está iluminado por el sol y aparece casi blanco. El fondo se compone de un paisaje árido, pelado, sin casi ningún arbusto. Pulse para ampliar.

Jean-Baptiste Camille Corot: «Volterra: iglesia y campanario» (1834)

Representar un momento determinado en un cuadro significaba sacrificar el acabado perfecto, que era uno de los elementos que se valoraba en la pintura académica. La técnica de los pintores comienza a ser más fluida y en sus obras se aprecia un mayor interés por representar las cosas tal cuan eran y no como deberían de ser. Alejándose poco a poco de las convenciones anteriores, los pintores del siglo XIX van acercando el realismo a sus obras. Si antes la pintura se consideraba un fragmento de la realidad (idealizado las mayor parte de las veces, es cierto) ahora la reflexión sobre esa realidad realizada por los artistas convertía a sus cuadros no en un relato literal sino también verosímil. Y el afán por el realismo causó, en principio, rechazo: la ausencia de idealización ponía ante los ojos del espectador imágenes tan cercanas y reconocibles que podían llegar a resultar incómodas.

La imagen muestra una carpintería en la que el suelo está lleno de virutas. En el medio hay una gran mesa de trabajo. A la izquierda hay un muchacho que se apoya sobre ella y se inclina hacia adelante. Tras la mesa hay una mujer anciana que también se apoya sobre la mesa y se inclina un poco. En la parte derecha un hombre calvo alarga sus brazos hacia adelante por encima de la mesa mientras detrás de él se acerca un niño que lleva en las manos un cuenco lleno de agua. Todos ellos miran hacia el centro de la imagen porque delante de la mesa y en primer plano aparece una muchacha joven, arrodillada en el suelo, que ofrece su mejilla para que la bese a un niño pelirrojo que va vestido con una túnica blanca. Pulse para ampliar.

Sir John Everett Millais: «Cristo en casa de sus padres» (1850)

Los pintores no sólo comenzaron a reflejar aquello que veían sino que empezaron a hacerlo de un modo diferente. El mundo estaba sacudido por los cambios, pero además comenzaba a inundarse de imágenes de otros artes que hasta ese momento habían permanecido ocultos a la mirada de la mayoría. La expansión colonial y la generalización de rutas comerciales con África y el Lejano Oriente, las exploraciones geográficas y las exposiciones universales y coloniales que comenzaban a celebrarse en Europa, pusieron ante la mirada atónita de los artistas modos de expresión que  no tenían nada que ver con el arte occidental: pinturas chinas y grabados japoneses, máscaras tribales africanas y cerámicas precolombinas mostraron que se podían representar espacios creíbles sin tener que recurrir a las leyes de la perspectiva y figuras con presencia y volumen recurriendo al color y no a la luz, figuras humanas con rasgos tan geométricos que casi resultaban abstractos pero, sin embargo, eran perfectamente identificables. Poco a poco, los códigos de representación visual que habían estado vigentes hasta ahora comenzaban a disolverse.

La imagen muestra a un muchacho vestido con pantalones rojos y chaquetilla negra con botones dorados. Lleva atravesada una banda blanca sobre el pecho de donde cuelga la funda del pífano. Está en actitud de tocar y mira con cierta timidez al espectador. La figura se sitúa sobre un fondo neutro, sin ninguna mención al espacio o a un paisaje y los colores son palmos, dando a la figura un aire plano. Pulse para ampliar.

Edouard Manet: «El tocador de pífano» (1866)

Pero no sólo el arte de otras culturas hizo temblar los cimientos de la pintura. Una nueva técnica irrumpió con fiereza en el campo de la imagen: la fotografía reproducía objetos, figuras y paisajes con detalle en apenas unos minutos de exposición. La pintura tenía un duro competidor a la hora de seguir ejerciendo de cronista de la realidad. Así que se impuso una revisión de su propia función. Y así fue como la pintura dejó de mirar hacia el mundo que le rodeaba y comenzó a mirar hacia sí misma. El primer paso lo dieron los pintores impresionistas, representando la luz en todos sus aspectos y momentos. La luz, que hasta ese momento había sido uno de ellos elementos que definía el volumen de una figura, se convertía en la protagonista del cuadro:

La imagen muestra un paisaje en el que se ven dos almiares o pajares, uno más cercano a la derecha y otro más alejado a la izquierda. Están iluminados desde la parte izquierda y proyectan sombras cortas sobre la hierba. Al fondo se aprecia el principio de un bosque y, más lejos aún, el perfil azulado y desdibujado de unas montañas. Pulse para ampliar.

Claude Monet: Cuadro de la serie «Los almiares» (1890-1891)

 

VI. «Cada pintura encierra misteriosamente toda una vida, una vida llena de sufrimientos, incertezas, momentos de fervor y de luz»

Si los románticos abrieron la puerta a la expresión de las emociones y de los sentimientos del artista en su obra, los impresionistas fueron los primeros que consiguieron que una pintura tuviera valor por sí misma y no por lo que representaba. Puede decirse que la justificación del arte por el mero hecho de ser arte, sin ningún tipo de adición de mensaje, función o maestría técnica se debe a ellos. Y a partir de entonces los caminos de exploración de la pintura comenzaron a bifurcarse en función de las investigaciones de cada artista: las armonías de color en Gauguin, las deformaciones en Van Gogh o la geometrización en Cezanne supusieron el comienzo de las vanguardias artísticas.

El siglo XX empezó como terminó el XIX: con las espadas en alto entre las potencias europeas y la crispación convertida en un fantasma que recorría el continente. En ese mundo contraído surgen las vanguardias artísticas, que reflejan la crítica feroz del artista hacia los poderes políticos y económicos que llevan a sus naciones a la debacle. Los colores ácidos y las líneas quebradas del Expresionismo alemán; los colores vibrantes del Fauvismo; las imágenes fragmentadas y en continuo avance del Futurismo italiano; el análisis minucioso de la forma y de la perspectiva del Cubismo; la burla feroz hacia el poder y hacia el propio arte del Dadaísmo; y la exploración del inconsciente y de las barreras mentales que la sociedad pone al individuo del Surrealismo conforman una sacudida tal del mundo del arte como jamás se había visto antes:

La imagen muestra el interior de una habitación en la que la mayor parte del espacio está ocupado por una cama cubierta por una colcha de color azul intenso. Sobre la cama está sentada y un poco recostada una chica joven que lleva un vestido rojo con mangas verdes. Su rostro está dibujado de un modo muy sumario, casi como si fuera un triángulo invertido, y el tono de su piel es verdoso. Pulse para ampliar.

Ludwig Kirchner: «Muchacha sentada» (1910)

Hasta aquí todo había seguido una corriente más o menos continua: el cuadro era una visión personal, reflexiva o literal de la realidad exterior. Pero la pintura aún hubo de sufrir un cambio más, quizá el más radical de todos: cuando dejó de representar las realidades tangibles para plasmar sobre el lienzo conceptos abstractos:

La imagen muestra una sucesión de líneas curvas de color negro sobre fondo blanco salpicadas de manchas de color azul y rojo. Las líneas y las manchas se disponen de forma diagonal con respecto al rectángulo que forma el cuadro, de modo que los elementos adquieren cierto dinamismo. Pulse para ampliar.

Wassily Kandinsky: «Cosacos» (1910)

Wassily Kandinsky fue uno de los pintores que sentó las bases de la pintura abstracta. En su tratado De lo espiritual en el arte sostiene que un cuadro es producto de las experiencias vitales del artista, es algo personal e intransferible a un lenguaje común. El esfuerzo del artista está en poder plasmar el concepto a través de líneas, formas o manchas de color; el del espectador, en ponerse en el lugar del creador y establecer un diálogo con una obra que no habla el mismo lenguaje figurativo que había caracterizado a la pintura durante siglos.

La imagen muestra un cuadro de formato casi cuadrado que está dividido en varios rectángulos de diferentes tamaños y orientaciones repartidos por toda la superficie del lienzo. Esos rectángulos son amarillos, azules, rojos, negros y blancos y están distribuidos formando un ritmo visual por los colores y la orientación de las formas. Pulse para ampliar.

Piet Mondrian: «Composición en rojo, amarillo y azul» (1921)

La pintura se representa a sí misma: el color, el soporte, el instrumento con que se aplica se convierten en el medio de expresión. La disposición de colores y formas puede seguir patrones intuitivos o geométricos. Y por primera vez el artista se transforma en un elemento más del propio cuadro. Es el necesario canal a través del cual fluye la energía creativa que trasforma el simple pigmento en una idea visual:

La imagen muestra un cuadro de formato rectangular alisado que está totalmente cubierto por salpicaduras de pintura negra, gris, malva y blanca que forman ritmos curvos y espirales. Pulse para ampliar.

Jackson Pollock: «Niebla de lavanda» (1950)

Durante la segunda mitad del siglo XX la pintura siguió explorando nuevos terrenos y reinterpretando aquellos que parecían ya cultivados hasta la saciedad. La abstracción siguió siendo el lenguaje visual más utilizado aunque abandonó la rigidez formal de los primeros tiempos para expresar rabia, desconcierto, pérdida, crítica o fascinación por la forma. El mundo resultante de la II Guerra Mundial volcó sus frustraciones y miedos a través del Expresionismo Abstracto de Pollock y del action painting. Pero también fue analizado desde la ironía por el Pop Art y expuesto en sus miserias a través de los informalismos de finales del siglo XX. La homogeneidad de los planteamientos artísticos en la pintura terminó en el siglo XX con multitud de corrientes y variantes que exploraban la expresión visual desde la abstracción o desde su opuesto, el hiperrealismo.

La imagen muestra una vista de la Gran Vía de Madrid desde un punto de vista bajo., en medio de la calle. No circulan coches y los edificios están iluminados por una luz fría, como del amanecer. Todos los elementos están representados con minuciosidad, de modo que más que una pintura parece una fotografía. Pulse para ampliar.

Antonio López: «Gran Vía» (1974-1981)

Desde su aparición en las cuevas prehistóricas, la pintura se convirtió en un compendio de mundos a través de los cuales viajar con la vista. A medida que avanzaba la Historia y la cultura del ser humano, la pintura fue adquiriendo matices, funciones y técnicas que la convirtieron en un representación de la sociedad que la rodeaba. Cada una de las etapas de la Historia del Arte define la pintura de un modo diferente, pero no excluyente. Podemos asomarnos a ella como viajeros fascinados y disfrutar de experiencias únicas, de los diálogos íntimos que nos ofrece generosamente y dejarnos llevar sin oponer resistencia.

Porque, como dijo el poeta Gerardo Diego

Después de ver el cuadro
la luna es más precisa
y la vida más bella

(«Cuadro», poema de Manual de espumas, 1924)

La imagen muestra un paisaje de costa marina al anochecer. Casi todo está en penumbra. Apenas se distinguen las rocas que están en primer término. Sobre ellas están sentados, de espaldas, dos mujeres y un hombre que miran hacia la luna que está saliendo sobre el horizonte. La luz de la luna hace que las nubes que la rodean se iluminen y también que se aprecien algunos veleros que navegan cerca de la costa. Pulse para ampliar.

Caspar David Friedrich: «Costa a la luz de la luna» (1818)

La danza invisible

Hubo una vez un muchacho tan alto y delgaducho que sus compañeros de colegio le apodaban «comadreja». Un joven enfermo de tuberculosis desde los siete años, apasionado de la música y de los libros, que se convirtió en el ilustrador editorial más excepcional del siglo XIX. Un artista cuyas obras eran calificadas de obscenas hasta bien entrado el siglo XX y cuyas reproducciones eran incautadas por la policía hasta que en 1966 una exposición antológica sobre su trabajo abrió los ojos del mundo. «El discípulo del diablo», le llamaron aquellos que le criticaban ferozmente pero que, al mismo tiempo, no podían apartar la mirada de sus increíbles dibujos. Un niño prodigio de largas manos huesudas, pulmones rotos y pluma mojada en ácida tinta irónica que vivió sólo 25 años y cuyo nombre era Vincent Aubrey Beardsley

Desde muy pequeño Beardsley comenzó a dibujar, en parte para mitigar el aburrimiento que le producía tener que pasar largas temporadas postrado a causa de su enfermedad. No recibió una formación académica, así que su estilo era bastante peculiar, al margen de las leyes de la perspectiva o de la proporción, inspirado en las formas alargadas y elegantes de pintores vinculados al movimiento Arts & Crafts como Edward Burne-Jones. Muy pronto tuvo su primer encargo: con apenas once años cumplidos, una amiga de la familia, lady Henrietta Pelham, le pagó la espléndida suma de 30£ por decorar los menús y las tarjetas de invitados para una boda.

Su gran inteligencia y su amor por la lectura y la música (inculcado a él y a su hermana por su madre) no le hicieron, sin embargo, un buen estudiante. Abandonó la escuela muy pronto, a los 16 años, para ganarse la vida trabajando como administrativo en una compañía de seguros. No era el trabajo de su vida, desde luego, algo de lo que fue consciente cuando, en 1891, conoció a dos de sus grandes ídolos: el pintor Edward Burne-Jones y el también pintor y decorador vinculado al Movimiento Esteticista J. A. M. Whistler, cuya Habitación del Pavo Real (realizada para el naviero F. R. Leyland en 1878) había fascinado al joven Aubrey por su explosión decorativa y por la influencia del dibujo y del grabado japonés. A través de Burne-Jones conoció a personajes influyentes, como el anticuario y crítico de arte Aymer Vallance que presentó los trabajos de Beardsley a William Morris, el alma del movimiento Arts & Crafts, que rechazó las ilustraciones del chico para sus obras por considerar que se alejaban excesivamente de los planteamientos medievalistas que él defendía y eran demasiado «japonesas». La influencia de Burne-Jones también le permitió conocer, en uno de sus viajes a Francia, a uno de los representantes de la corriente simbolista pictórica de aquel país, Pierre Puvis de Chavannes, que junto con otros pintores como Gustave Moreau u Odilon Redon – llamado por un crítico de arte «el William Blake francés» – ejercieron una innegable influencia sobre el estilo de Beardsley.

Fueron los libros y la música los que le abrieron las puertas a dedicarse profesionalmente al mundo del arte. Beardsley frecuentaba diversas tiendas de libros antiguos y en una de ellas entabló amistad con su propietario, Frederick Evans, otro apasionado de la música (sobre todo de Wagner, como Aubrey). Evans, fascinado por el trabajo de aquel muchacho delgaducho que se pasaba la hora del almuerzo rebuscando entre las estanterías de su establecimiento, le ofreció un trato realmente tentador: el trueque de sus dibujos por libros. Y no sólo eso: le consiguió también, a través de sus contactos, el trabajo de ilustrar una nueva versión de La Morte D´Arthur (el poema de Thomas Mallory) en un estilo similar al que utilizaban en Arts & Crafts pero en una edición de precio más asequible. El encargo consistía en 20 ilustraciones a doble página, además de 550 orlas, iniciales y decoraciones varias. Un trabajo que puede parecer excesivo para ser el primero de un artista, pero que no asustó a Beardsley y que le permitió abandonar, por fin, su trabajo en la compañía de seguros.

En las ilustraciones de La Morte D´Arthur se puede apreciar la influencia que tuvieron en Beardsley los primeros representantes del grabado calcográfico, como Andrea Mantegna (cuyos grabados había visto en el palacio de Hampton Court) o Alberto Durero, maestros de la pintura renacentista pero también innovadores en cuanto al uso de técnicas novedosas como el grabado. Los dibujos de Beardsley aúnan la dependencia de la línea (apenas hay campos de color – refiriéndonos por color a la mancha de tinta o al espacio en blanco, ya que la mayor parte de la obra de Beardsley es en blanco y negro-) con una ornamentación detallada tomada de sus admiradas estampas japonesas:

Vincent Aubrey Beardsley - Cómo el rey Arturo vio a la bestia (Ilustración para La Morte D´Arthur de Sir Thomas Mallory) - 1893 - La imagen muestra un dibujo realizazo en blanco y negro. La parte inferior es una especie de lago de aguas megras en donde crece en la parte izquierda una flor exótica y en la derecha aparece una ave extraña similar a un pelícano. En la parte media y yaciendo sobre un terreno yermo se encuentra un hombre, recostado sobre una roca que mira con gesto serio a una criatura con forma de pájaro, pero de gran tamaño, con un enorme pico y con plumas que parecen de pavo real. La parte superior del dibujo está ocupado por el paisaje que continúa,en el que se puede ver la pequeña figura de un fauno 8un ser con cuerpo de hombre y patas de macho cabrío) que se aleja con gesto de enfado mientras agita en una de sus manos una flauta de Pan. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Cómo el rey Arturo vio a la bestia (Ilustración para La Morte D´Arthur de Sir Thomas Mallory) – 1893

Decididamente el modo de dibujar de Beardsley era rompedor para su época: ignorando deliberadamente las convenciones de proporción y perspectiva, caracterizando a sus personajes con rasgos agresivos, incluso crueles, tuvo que llamar necesariamente la atención del mundo del arte. Su capacidad para conjugar en una misma obra la sencillez depurada de un dibujo de línea excelso con la ornamentación a veces disparatada sigue produciendo asombro hoy en día.

En 1893 Aubrey conocería a la persona que le encumbraría artísticamente y que sería, a la vez, el responsable indirecto de su caída en desgracia: el escritor irlandés Oscar Wilde. Wilde había escrito para la actriz francesa Sarah Bernhard una obra de teatro llena de pasión y de perversión subyacente: Salomé. Beardsley fue el encargado de ilustrar la edición inglesa. Wilde y Beardsley se admiraban mutuamente, aunque Wilde tenía ciertos reparos a la obra del ilustrador (sostenía que sus dibujos eran demasiado «japoneses» y que la obra tenía un ambiente más «bizantino») y, sobre todo, al humor del que hacía gala el muchacho en sus trabajos. Le gustaba introducir elementos «impropios» y desviar su atención de ellos, como por ejemplo en esta ilustración en la que la reina Herodías aparece en escena:

Vincent Aubrey Beardsley - Herodías hace su entrada (ilustración para "Salomé" de O. Wilde) - 1893- La imagen muestra en primer plano y en la parte inferior de la imagen tres velas encendidas y la parte superior de un candelabro. A su lado se apoya un bufón, tocado con una especie de gorro en forma de buho y que lleva en una mano un caduceo. Con la otra hace el gesto de presentación hacia una figura que entra por el último término: es Herodías, vestida con una tela transparente que deja ver su anatomía, sobre todo sus grandes pechos. Herodías está flaqueada por dos figuras extrañas: a la derecha por una figura masculina de menor tamaño, completamente desnuda que sostiene un antifaz negro en la mano. A la izquierda, un extraño ser con cabeza como si fuera un feto, vestido con una túnica que se tensa de modo notable a la altura de sus genitales. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Herodías hace su entrada (ilustración para «Salomé» de O. Wilde) – 1893

En cuanto el editor vio esta ilustración se apresuró a pedirle a Beardsley que tapara los genitales del sirviente de Herodías con una hoja de higuera. El árbol del criado desnudo no dejó que el editor viera el bosque de insinuaciones eróticas que Aubrey había desplegado por la obra, desde los candelabros con forma de prepucio o la notable erección que el extraño ser con cabeza de feto sufría ante los encantos de Herodías. Aunque no todas las bromas eran de ese tipo: uno de los divertimentos favoritos de Beardsley era introducir caricaturas de sus conocidos en las imágenes, a veces con su consentimiento y a veces sin él. En la anterior ilustración, el bufón que aparece con gesto de presentar a la reina y que lleva un  extraño gorro con la cabeza de un búho y un caduceo en la mano resulta tener los rasgos del mismísimo Oscar Wilde…

Los dibujos de Beardsley no fueron entendidos por la crítica ni por el público. Eran demasiado provocativos, sensuales, perversos sin llegar a ser lo suficientemente explícitos como para censurarlos. Incluso en sus ilustraciones más contenidas la formas y los rasgos de sus figuras nos remiten a un mundo un tanto obsceno:

Vincent Aubrey Beardsley - El traje de Pavo Real (ilustración para "Salomé" de O. Wilde) - 1893 - La imagen muestra dos mujeres de cuerpo entero vestidas con trajes cuyo remate recuerda la forma de una pluma de pavo real. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – El traje de Pavo Real (ilustración para «Salomé» de O. Wilde) – 1893

Vincent Aubrey Beardsley - Voy a besar tu boca, Jokanaam (ilustración para "Salomé" de O. Wilde) - 1893 - La imagen muestra una mujer en la parte superior del dibujo, flotando en el aire sobre un fonda la mitad blanco, la mitad decorado con pequeños círculos blancos y negros. En sus manos sostiene una cabeza cortada, a la que mira con deseo y a la que parece ir a besar. De la cabeza cae un hilo de sangre que acaba en las aguas negras que ocupan la parte inferios de la ilustración. del final del reguero de sangre surge una flor. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Voy a besar tu boca, Jokanaam (ilustración para «Salomé» de O. Wilde) – 1893

La ilustración de Salomé supuso un cambio radical en la vida de Beardsley. Se convirtió en un autor criticado, pero también solicitado. En 1894, junto con el novelista americano Henry Harland (que se había establecido en Londres atraído por el Movimiento Esteticista) lanzó al mercado una publicación editorial trimestral llamada The Yellow Book, que intentaba reflejar toda la producción cultural inglesa de la época, fuera de tipo conservador o vanguardista, pero, sobre todo, aquella que hubiera sido rechazada anteriormente por editores más convencionales. Sus ilustraciones para esta publicación muestran las investigaciones que Beardsley llevó a cabo en el terreno del dibujo, probando nuevas técnicas expresivas:

Vincent Aubrey Beardsley - Una Pieza Nocturna (ilustración para The Yellow Book) - 1894 - La imagen muestra un hombre de cuerpo entero, vestido según la moda de finales del siglo XVII, sobre un fondo de paisaje. La peculiaridad reside en que apenas hay espacios en blanco, salvo el rostro y la pechera del traje del hombre. Todo está realizado con una serie de diminutas líneas paralelas que dan al conjunto un tono muy oscuro. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Una Pieza Nocturna (ilustración para The Yellow Book) – 1894

Aubrey era consciente del deterioro lento pero inexorable de su salud y, como si quisiera aprovechar al máximo su tiempo sobre la tierra, comenzó a aceptar múltiples encargos que combinaba con su trabajo de director de arte en The Yellow Book. Uno de esos encargos fueron las ilustraciones para las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe, en donde el talento de Beardsley brilla con una simple línea sobre el papel en blanco:

Vincent Aubrey Beardsley - Ilustración para La Caída de la Casa Usher de E. A. Poe (1895) - la imagen muestra una habitación casi vacía. En la parte derecha de la imagen un hombre sentado cubierto con una capa y cabizbajo. Al fondo, se aprecian unas cortinas. El dibujo, en blanco y negro, está formado a base de unas pocas líneas sobre el fondo blanco, destacando sobre ello la masa negra de parte del suelo (en la parte inferior), el cuello de la capa y el pelo del hombre y una fina franja sobre la pared del fondo. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Ilustración para La Caída de la Casa Usher de E. A. Poe (1895)

En 1895 la detención y condena de Oscar Wilde por sodomía provocó la caída de Beardsley. Aunque a él no se le conocían comportamientos homosexuales, su simple cercanía y colaboración con el ídolo caído supuso su despido de The Yellow Book, con lo que desaparecía la principal fuente de ingresos del artista. Beardsley pasó de niño prodigio mimado a apestado y señalado por sus perversiones artísticas. Sobrevivió trabajando para Leonard Smithers, un editor especializado en pornografía y en libros exóticos (bajo este epígrafe se agrupaban, por ejemplo, aquellos encuadernados con piel humana). A pesar de los reveses, intentó resarcirse promoviendo una nueva publicación, The Savoy (que apareció en 1896) y continuando su trabajo ilustrando con su estilo provocativo obras como Lisistrata de Aristófanes, cuyas imágenes aún eran consideradas obscenas a mediados del siglo XX:

Vincent Aubrey Beardsley - Cinesias instando a Myrrhina al coito (ilustración para "Lisístrata" de Aristófanes) - 1896 - la imagen muestra a una mujer vestida únicamente con una bata abierta y medias que corre huyendo de la persecución de un hombre que está fuera de encuadre y del que sólo se aprecia el brazo y la mano con la que agarra la bata de la mujer que huye y un enorme pene erecto. Pulse para ampliar.

Vincent Aubrey Beardsley – Cinesias instando a Myrrhina al coito (ilustración para «Lisístrata» de Aristófanes) – 1896

La tuberculosis acabó con la vida de Vincent Aubrey Beardsley mientras estaba en Francia, tras casi un mes de larga agonía. Era el año 1898 y el artista tenía 25 años. No es fácil contemplar la obra de Beardsley: como sus contemporáneos, caemos con frecuencia en la tentación de dejarnos confundir por la forma y olvidarnos del fondo. Su increíble habilidad para dibujar figuras fantásticas – no siempre agradables a la vista -, sus ornamentaciones exageradas y sublimes, su capacidad de reducir toda la expresividad a una línea y a una mancha de tinta o su ironía corrosiva y su sentido del humor juguetón e infantil no deben hacernos olvidar su capacidad para extraer la esencia de las obras que ilustraba y exponerla ante nuestros ojos nunca de manera literal sino como reflejo de una mente privilegiada que imaginaba mundos fascinantes. Si en nuestros días es difícil comprender a Beardsley, podemos entender el limbo en el que le situaron en su época. Aunque algunos entendieron su trabajo. Gente como Oscar Wilde, otro artista juzgado por sus formas y no por el fondo de su obra, que le regaló un ejemplar de Salomé con la siguiente dedicatoria:

Para Aubrey.

Para el único artista que, aparte de mí, sabe lo que es la danza de los siete velos y puede ver esa danza invisible.

Oscar.

Frederick Evans - Retrato de Vincent Aubrey Beardsley (1894) - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro en la que aparece el primer plano de perfil de un muchacho joven, con el pelo de color claro y cortado a la taza. Tiene una nariz ganchuda y prominente y apoya la mejilla en una mano grande y de dedos muy largos y huesudos. Pulse para ampliar.

Frederick Evans – Retrato de Vincent Aubrey Beardsley (1894)