Guía para mundos pintados (II): de la reflexión a la creación de una nueva realidad

por MaríaVázquez

La imagen muestra un plano general de un monstruo con forma humana visto de espaldas. Es gigantesco y los músculos están muy marcados. A la altura de sus omoplatos surgen dos grandes alas como las de un murciélago y tiene una cola larga y gruesa como una gran serpiente. De su cabeza, que se inclina ligeramente hacia abajo, sólo se aprecia la nuca y dos grandes cuernos similares a los de un carnero que salen de sus sienes. A sus pies, tendida boca arriba y mirándole fijamente, está una mujer rubia, vestida en tonos dorados, que parece emanar luz y que contrasta con la figura oscura y amenazadora del hombre dragón. Pulse para ampliar.

William Blake: «El dragón rojo y la mujer vestida de sol (Apocalipsis 12:1-6)» (1810)

V. «Ver un mundo en un grano de arena y el Paraíso en una flor silvestre»

En qué difícil situación debieron de encontrarse aquellos artistas que, sin dejar de admirar los presupuestos del arte clásico, sentían en su interior que las rígidas normas que lo definían les impedían expresarse libremente. Hasta ese momento el único arte válido era aquel ratificado por las Academias y el poder establecido. Hacer algo que contrariara a quienes eran los soportes económicos del pintor era una locura y abocaba a quien lo hiciera al exilio artístico. Pero, afortunadamente, el mundo está lleno de locos que desafían las reglas y a finales del siglo XVIII y principios del XIX, estos visionarios del arte abrieron un camino nuevo a la pintura. Bien es cierto que los cambios sociales, políticos y económicos derivados de la Revolución Industrial, de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa allanaron el sendero para los cambios y, de algún modo, los aceleraron. El mundo estaba cambiando con una rapidez de vértigo y el arte no era una excepción. La nueva clase social dirigente no era la aristocracia tradicional sino la burguesía, que detentaba el poder económico y, por tanto, también el político. Y se convirtió también en la nueva clientela para el arte. El lenguaje visual del Neoclasicismo, rígido y uniforme,  sirvió a la causa del poder napoleónico como en la antigua Roma había servido al imperio creado por Augusto (y, obviamente, esto no fue coincidencia). Y la reacción frente a la homogeneidad tuvo su respuesta en el arte como la tuvo en la política. Al igual que las naciones sometidas al I Imperio Francés se revolvieron contra éste haciendo surgir el nacionalismo, la pintura dejó de mirar al ideal universal para buscar en el interior del artista, en sus sentimientos, en sus reflexiones. La realidad podía reflejarse con exactitud en un cuadro, pero, además, podía convertirse en el espejo del alma. Habían llegado al arte los primeros revolucionarios, aquellos que abrirían el camino a la vanguardia sin ser conscientes de ello. Como un torbellino de sentimientos encontrados entraban en escena los románticos.

La imagen muestra un paisaje marino. A la derecha en la parte inferior, se aprecia una puesta de sol y algunas barcas . En la parte izquierda y casi llegando al centro, se ve un gran barco de vela remolcado por otro mucho más pequeño que funciona a vapor y que lleva al barco viejo al desguace. Pulse para ampliar.

Joseph Mallord William Turner: «El Temerario remolcado a su última morada» (1838)

Con los pintores románticos el paisaje se convirtió en el género por excelencia: los cambios constantes de la Naturaleza ayudaban a expresar los cambios de las emociones. Una puesta de sol era el toque de melancolía que Turner añadía a la imagen de un viejo galeón remolcado por un pequeño vapor hasta el lugar donde sería desmantelado. La inmensidad del mar o de las montañas de los cuadros de Friedrich daba idea de nuestra pequeñez ante semejante grandeza. La luz vibrante de los cuadros de Corot componía paisajes con el color, sin depender de la línea. Como en los versos del poeta y pintor William Blake un grano de arena podía contener un mundo y una hora, la eternidad.

La imagen muestra un paisaje en el que predominan tonos terrosos. En el plano más cercano al espectador aparece una fila de árboles que casi tapa una pequeña iglesia, coronada por una torre estrecha. La iglesia es casi del mismo color que la tierra, pero su lado derecho está iluminado por el sol y aparece casi blanco. El fondo se compone de un paisaje árido, pelado, sin casi ningún arbusto. Pulse para ampliar.

Jean-Baptiste Camille Corot: «Volterra: iglesia y campanario» (1834)

Representar un momento determinado en un cuadro significaba sacrificar el acabado perfecto, que era uno de los elementos que se valoraba en la pintura académica. La técnica de los pintores comienza a ser más fluida y en sus obras se aprecia un mayor interés por representar las cosas tal cuan eran y no como deberían de ser. Alejándose poco a poco de las convenciones anteriores, los pintores del siglo XIX van acercando el realismo a sus obras. Si antes la pintura se consideraba un fragmento de la realidad (idealizado las mayor parte de las veces, es cierto) ahora la reflexión sobre esa realidad realizada por los artistas convertía a sus cuadros no en un relato literal sino también verosímil. Y el afán por el realismo causó, en principio, rechazo: la ausencia de idealización ponía ante los ojos del espectador imágenes tan cercanas y reconocibles que podían llegar a resultar incómodas.

La imagen muestra una carpintería en la que el suelo está lleno de virutas. En el medio hay una gran mesa de trabajo. A la izquierda hay un muchacho que se apoya sobre ella y se inclina hacia adelante. Tras la mesa hay una mujer anciana que también se apoya sobre la mesa y se inclina un poco. En la parte derecha un hombre calvo alarga sus brazos hacia adelante por encima de la mesa mientras detrás de él se acerca un niño que lleva en las manos un cuenco lleno de agua. Todos ellos miran hacia el centro de la imagen porque delante de la mesa y en primer plano aparece una muchacha joven, arrodillada en el suelo, que ofrece su mejilla para que la bese a un niño pelirrojo que va vestido con una túnica blanca. Pulse para ampliar.

Sir John Everett Millais: «Cristo en casa de sus padres» (1850)

Los pintores no sólo comenzaron a reflejar aquello que veían sino que empezaron a hacerlo de un modo diferente. El mundo estaba sacudido por los cambios, pero además comenzaba a inundarse de imágenes de otros artes que hasta ese momento habían permanecido ocultos a la mirada de la mayoría. La expansión colonial y la generalización de rutas comerciales con África y el Lejano Oriente, las exploraciones geográficas y las exposiciones universales y coloniales que comenzaban a celebrarse en Europa, pusieron ante la mirada atónita de los artistas modos de expresión que  no tenían nada que ver con el arte occidental: pinturas chinas y grabados japoneses, máscaras tribales africanas y cerámicas precolombinas mostraron que se podían representar espacios creíbles sin tener que recurrir a las leyes de la perspectiva y figuras con presencia y volumen recurriendo al color y no a la luz, figuras humanas con rasgos tan geométricos que casi resultaban abstractos pero, sin embargo, eran perfectamente identificables. Poco a poco, los códigos de representación visual que habían estado vigentes hasta ahora comenzaban a disolverse.

La imagen muestra a un muchacho vestido con pantalones rojos y chaquetilla negra con botones dorados. Lleva atravesada una banda blanca sobre el pecho de donde cuelga la funda del pífano. Está en actitud de tocar y mira con cierta timidez al espectador. La figura se sitúa sobre un fondo neutro, sin ninguna mención al espacio o a un paisaje y los colores son palmos, dando a la figura un aire plano. Pulse para ampliar.

Edouard Manet: «El tocador de pífano» (1866)

Pero no sólo el arte de otras culturas hizo temblar los cimientos de la pintura. Una nueva técnica irrumpió con fiereza en el campo de la imagen: la fotografía reproducía objetos, figuras y paisajes con detalle en apenas unos minutos de exposición. La pintura tenía un duro competidor a la hora de seguir ejerciendo de cronista de la realidad. Así que se impuso una revisión de su propia función. Y así fue como la pintura dejó de mirar hacia el mundo que le rodeaba y comenzó a mirar hacia sí misma. El primer paso lo dieron los pintores impresionistas, representando la luz en todos sus aspectos y momentos. La luz, que hasta ese momento había sido uno de ellos elementos que definía el volumen de una figura, se convertía en la protagonista del cuadro:

La imagen muestra un paisaje en el que se ven dos almiares o pajares, uno más cercano a la derecha y otro más alejado a la izquierda. Están iluminados desde la parte izquierda y proyectan sombras cortas sobre la hierba. Al fondo se aprecia el principio de un bosque y, más lejos aún, el perfil azulado y desdibujado de unas montañas. Pulse para ampliar.

Claude Monet: Cuadro de la serie «Los almiares» (1890-1891)

 

VI. «Cada pintura encierra misteriosamente toda una vida, una vida llena de sufrimientos, incertezas, momentos de fervor y de luz»

Si los románticos abrieron la puerta a la expresión de las emociones y de los sentimientos del artista en su obra, los impresionistas fueron los primeros que consiguieron que una pintura tuviera valor por sí misma y no por lo que representaba. Puede decirse que la justificación del arte por el mero hecho de ser arte, sin ningún tipo de adición de mensaje, función o maestría técnica se debe a ellos. Y a partir de entonces los caminos de exploración de la pintura comenzaron a bifurcarse en función de las investigaciones de cada artista: las armonías de color en Gauguin, las deformaciones en Van Gogh o la geometrización en Cezanne supusieron el comienzo de las vanguardias artísticas.

El siglo XX empezó como terminó el XIX: con las espadas en alto entre las potencias europeas y la crispación convertida en un fantasma que recorría el continente. En ese mundo contraído surgen las vanguardias artísticas, que reflejan la crítica feroz del artista hacia los poderes políticos y económicos que llevan a sus naciones a la debacle. Los colores ácidos y las líneas quebradas del Expresionismo alemán; los colores vibrantes del Fauvismo; las imágenes fragmentadas y en continuo avance del Futurismo italiano; el análisis minucioso de la forma y de la perspectiva del Cubismo; la burla feroz hacia el poder y hacia el propio arte del Dadaísmo; y la exploración del inconsciente y de las barreras mentales que la sociedad pone al individuo del Surrealismo conforman una sacudida tal del mundo del arte como jamás se había visto antes:

La imagen muestra el interior de una habitación en la que la mayor parte del espacio está ocupado por una cama cubierta por una colcha de color azul intenso. Sobre la cama está sentada y un poco recostada una chica joven que lleva un vestido rojo con mangas verdes. Su rostro está dibujado de un modo muy sumario, casi como si fuera un triángulo invertido, y el tono de su piel es verdoso. Pulse para ampliar.

Ludwig Kirchner: «Muchacha sentada» (1910)

Hasta aquí todo había seguido una corriente más o menos continua: el cuadro era una visión personal, reflexiva o literal de la realidad exterior. Pero la pintura aún hubo de sufrir un cambio más, quizá el más radical de todos: cuando dejó de representar las realidades tangibles para plasmar sobre el lienzo conceptos abstractos:

La imagen muestra una sucesión de líneas curvas de color negro sobre fondo blanco salpicadas de manchas de color azul y rojo. Las líneas y las manchas se disponen de forma diagonal con respecto al rectángulo que forma el cuadro, de modo que los elementos adquieren cierto dinamismo. Pulse para ampliar.

Wassily Kandinsky: «Cosacos» (1910)

Wassily Kandinsky fue uno de los pintores que sentó las bases de la pintura abstracta. En su tratado De lo espiritual en el arte sostiene que un cuadro es producto de las experiencias vitales del artista, es algo personal e intransferible a un lenguaje común. El esfuerzo del artista está en poder plasmar el concepto a través de líneas, formas o manchas de color; el del espectador, en ponerse en el lugar del creador y establecer un diálogo con una obra que no habla el mismo lenguaje figurativo que había caracterizado a la pintura durante siglos.

La imagen muestra un cuadro de formato casi cuadrado que está dividido en varios rectángulos de diferentes tamaños y orientaciones repartidos por toda la superficie del lienzo. Esos rectángulos son amarillos, azules, rojos, negros y blancos y están distribuidos formando un ritmo visual por los colores y la orientación de las formas. Pulse para ampliar.

Piet Mondrian: «Composición en rojo, amarillo y azul» (1921)

La pintura se representa a sí misma: el color, el soporte, el instrumento con que se aplica se convierten en el medio de expresión. La disposición de colores y formas puede seguir patrones intuitivos o geométricos. Y por primera vez el artista se transforma en un elemento más del propio cuadro. Es el necesario canal a través del cual fluye la energía creativa que trasforma el simple pigmento en una idea visual:

La imagen muestra un cuadro de formato rectangular alisado que está totalmente cubierto por salpicaduras de pintura negra, gris, malva y blanca que forman ritmos curvos y espirales. Pulse para ampliar.

Jackson Pollock: «Niebla de lavanda» (1950)

Durante la segunda mitad del siglo XX la pintura siguió explorando nuevos terrenos y reinterpretando aquellos que parecían ya cultivados hasta la saciedad. La abstracción siguió siendo el lenguaje visual más utilizado aunque abandonó la rigidez formal de los primeros tiempos para expresar rabia, desconcierto, pérdida, crítica o fascinación por la forma. El mundo resultante de la II Guerra Mundial volcó sus frustraciones y miedos a través del Expresionismo Abstracto de Pollock y del action painting. Pero también fue analizado desde la ironía por el Pop Art y expuesto en sus miserias a través de los informalismos de finales del siglo XX. La homogeneidad de los planteamientos artísticos en la pintura terminó en el siglo XX con multitud de corrientes y variantes que exploraban la expresión visual desde la abstracción o desde su opuesto, el hiperrealismo.

La imagen muestra una vista de la Gran Vía de Madrid desde un punto de vista bajo., en medio de la calle. No circulan coches y los edificios están iluminados por una luz fría, como del amanecer. Todos los elementos están representados con minuciosidad, de modo que más que una pintura parece una fotografía. Pulse para ampliar.

Antonio López: «Gran Vía» (1974-1981)

Desde su aparición en las cuevas prehistóricas, la pintura se convirtió en un compendio de mundos a través de los cuales viajar con la vista. A medida que avanzaba la Historia y la cultura del ser humano, la pintura fue adquiriendo matices, funciones y técnicas que la convirtieron en un representación de la sociedad que la rodeaba. Cada una de las etapas de la Historia del Arte define la pintura de un modo diferente, pero no excluyente. Podemos asomarnos a ella como viajeros fascinados y disfrutar de experiencias únicas, de los diálogos íntimos que nos ofrece generosamente y dejarnos llevar sin oponer resistencia.

Porque, como dijo el poeta Gerardo Diego

Después de ver el cuadro
la luna es más precisa
y la vida más bella

(«Cuadro», poema de Manual de espumas, 1924)

La imagen muestra un paisaje de costa marina al anochecer. Casi todo está en penumbra. Apenas se distinguen las rocas que están en primer término. Sobre ellas están sentados, de espaldas, dos mujeres y un hombre que miran hacia la luna que está saliendo sobre el horizonte. La luz de la luna hace que las nubes que la rodean se iluminen y también que se aprecien algunos veleros que navegan cerca de la costa. Pulse para ampliar.

Caspar David Friedrich: «Costa a la luz de la luna» (1818)