El Ojo En El Cielo

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Etiqueta: Revolución Industrial

La tierra baldía

Hijo del hombre,
no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces sólo
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no da sombra, ni el grillo alivia,
ni hay rumor de agua en la piedra seca. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja)
y te mostraré algo diferente
tanto de tu sombra por la mañana corriendo tras de ti
como de tu sombra por la tarde alargándose hacia ti.
Te mostraré el miedo en un puñado de polvo.
T. S. Eliot (1888-1965) – La tierra baldía (1922)
Eres una flor ¿sabes? Una pequeña flor del desierto.
El detenido H. I. McDunnough a la oficial de policía Edwina en Rising Arizona (Joel y Ethan Coen, 1987)

En el siglo XIX los ingleses decidieron que la isla que habitaban era demasiado pequeña para albergar a todos los delincuentes que parecían surgir como hongos después de la lluvia en medio del panorama desolador de la Revolución Industrial. Así que decidieron enviarlos al otro punto del planeta, a un lugar de donde no pudieran volver aunque quisieran. Australia se convirtió en el penal del Imperio Británico, a donde enviaban la escoria que barrían de las calles de sus florecientes ciudades. Y aún así, Australia era también en una lejana tierra de oportunidades, donde quien no poseía nada podía regresar teniéndolo todo a la tierra que lo había escupido.

La etiqueta de país de delincuentes siguió cosida a las costuras del último continente  de la Tierra durante mucho tiempo, aunque poco a poco sus letras fueron borrándose para ser olvidadas y sustituidas por otras más amables. Pero los australianos supieron hacer de la necesidad virtud y transformar ese pasado de presidio en un canto triste y hermoso a la belleza. Y todo ello gracias a unos fotógrafos anónimos y a las lluvias torrenciales que asolaron el este de Australia en abril de 1990.

El barrio de Lidcombe está en las afueras del área metropolitana de Sydney, a unos 18 km de su centro financiero. Allí la policía de Nueva Gales del Sur guardaba en un almacén los archivos antiguos de su comisaría central. Las tormentas de finales de abril de 1990 provocaron inundaciones importantes en la capital además de grandes daños en edificios e infraestructuras. El almacén policial de Lidcombe fue vaciado para salvaguardar los archivos de los estragos del agua. Y entre esos archivos hallaron 130.000 joyas en forma de negativos sobre placas de cristal con las fotografías de las fichas policiales de los delincuentes que habían pasado por las comisarías de Sydney desde 1914 hasta mediados de los años 60.

El cine se ha encargado de grabarnos en el recuerdo cómo deben ser las fotografías de los expedientes policiales: un primer plano del detenido de frente, otro de perfil y un número de expediente que las acompañe. Así que esperamos ver un rostro sucio, deformado, con la maldad marcada en la mirada o en un pliegue de la piel. Y si no es así, por lo menos aguardamos que la vergüenza ante el hecho de ser sorprendido en la comisión de un delito pese más que cualquier otra cosa. Las fotografías del archivo de la comisaría central de Sydney parten de esas premisas pero se presentaron ante los ojos de sus descubridores como obras llenas de misterio, de lirismo, de drama, de inocencia, de tristeza desgarrada, de asunción de la inexorabilidad del destino. Tal fue el impacto que causaron que se organizó en 2011 una exposición que conmovió a la opinión pública australiana y que bajo el título de City of Shadows sacaba por primera vez a la luz el pasado de la ciudad y sus miserias.

En los archivos policiales de Sydney hay dos tipos de fotografías de identificación para los expedientes. El primer tipo está compuesto por las imágenes corrientes en las que aparece el detenido de frente, de perfil y de cuerpo entero con referencia a la altura del sujeto.

La imagen muestra dos fotografías contiguas de una mujer joven. En la de la de la izquierda, Nellie aparece de perfil. Es morena, lleva el pelo largo recogido en un moño bajo y viste una camisa oscura y arrugada que le queda grande. En la fotografía de la derecha, la joven aparece de frente y mira directamente a la cámara con una mirada triste y resignada. Pulse para ampliar.

Nellie Cassidy. 10 de febrero de 1919. Nellie fue acusada de haber robado un vestido.

La imagen muestra una fotografía triple. En la parte izquierda superior aparece la fotografía del rostro de Jane Wright. Tiene el pelo muy blanco y lo lleva recogido en un pequeño moño en la parte superios de la cabeza, aunque está un poco despeinada. Su rostro está surcado con muchas arrogas profundas y su mirada es triste mientras la dirige a la cámara. Debajo de esta foto hay otra de igual tamaño en la que se ve a la anciana de perfil con la mirada ligeramente dirigida hacia el suelo. En la parte derecha aparece una fotografía de la mujer de cuerpo entero, en pie al lado de una barra marcada con medidas para la altura. Lleva un abrigo con cuello de piel y un sombrero negro en forma de casquete. Bajo el abrigo se le ve asomar un vestido de cuadros grandes de color claro. Tiene las manos apoyadas delante de la cadera. Pulse para ampliar.

Jane Wright. 16 de febrero de 1922. Wright era una antigua enfermera que se dedicaba a practicar abortos ilegales en su casa. Tenía 68 años cuando fue detenida por haber casi causado la muerte de una adolescente tras un aborto. Se la acusó de posesión de instrumental para interrumpir embarazos.

 Las fotografías se tomaron en diversas estancias de la comisaría central de Sydney: en los baños, en las celdas, en los pasillos o en las salas de interrogatorio. Y a pesar del espacio deprimente que las enmarca todas ellas parecen contener una especie de halo melancólico, una luz suave que dulcifica los rasgos y los crímenes. Pero hay otro tipo de fotografías. Las llamadas «especiales». En ellas, los detenidos aparecen en poses relajadas, con gestos cercanos, incluso sonriendo como si estuvieran entre amigos. Parece como si el fotógrafo les hubiera dado carta blanca para mirar a la cámara -o no- y mostrarse tal cual eran. Estos retratos «especiales» poseen en algunos casos una composición tan delicada que resulta difícil creer que fueran los anexos de fichas policiales. Algunas cortan la respiración con su belleza; otras casi indignan por la desfachatez de las poses; todas conmueven por el retrato que dibujan, no sólo de una persona sino de una época y de sus circunstancias.

Ronald es un chico de unos 13 años. La fotografía le muestra en plano medio (hasta la cintura). Lleva una camisa negra y una chaqueta sucia y remendada encima. Tiene el pelo corto y rubio y mira a la cámara con un cierto miedo. Pulse para ampliar.

Ronald Frederick Schmidt. 13 de junio de 1921. Detalles del delito desconocidos.

Barbara Turner 10 de octubre de 1921

Barbara Turner. 10 de octubre de 1921. Turner era confidente de la policía. Fue arrestada por estafar 106 libras con un cheque sin fondos.

Alfred Ladewig fecha desconocida

Alfred Ladewig. Fecha desconocida. Ladewig fue detenido por estafar la cantidad de 204 libras.

La imagen muestra una fotografía en primer plano de una mujer joven. Tiene el rostro ovalado enmarcado en una mata de pelo corto castaño y rizado que le rodea la cabeza como un halo. Mira directamente a la cámara con cierta resignación y sus ojos son de un color muy claro. Lleva un jersey de punto calado que le cae formando un escote curvo. Pulse para ampliar.

Vera Crichton. 21 de febrero de 1924. Crichton fue acusada junto con otros cómplices de intento de corrupción de otra mujer.

A veces las fotografías cuentan historias a lo largo de los años.

Valeria Lowe 15 febrero de 1922

Valeria Lowe. 15 febrero de 1922. Lowe había sido arrestada con anterioridad cuando era una adolescente junto con Joseph Messenger por haber asaltado un almacén del ejército y robar botas y abrigos. La fotografía se corresponde con una detención posterior por asaltar un domicilio.

Joseph Messenger 15 febrero 1922

Joseph Messenger. 15 de febrero de 1922. Detenido junto con Valeria Lowe (ver arriba), su nombre vuelve a aparecer en fichas de los años 30 relacionado con bandas callejeras y proxenetismo. Tenía 18 años cuando hicieron esta fotografía.

 Aunque quizá una de las historias más sorprendentes fue la de Harry Crawford, un limpiador de hotel detenido por el asesinato de su esposa en 1917.

Harry Leon Crawford 1920

Harry Leon Crawford. 1920.

El caso es que tras su detención la policía descubrió sorprendida que Harry era en realidad una mujer llamada Eugenia Falleni que se había hecho pasar por hombre desde 1899 y que se había vuelto a casar después de matar a su primera mujer después de que ésta le descubriera. Fue detenida por intentar abusar del hijo de su primera mujer (del que tenía la custodia). Cuando su segunda mujer supo del secreto de su «marido» sólo acertó a observar que «siempre le había llamado la atención que Harry fuera tan terriblemente tímido».

Eugenia Falleni 16 agosto de 1928 con 43 años

Eugenia Falleni. 16 agosto de 1928. A la edad de 43 años.

No se conocen los nombres de los fotógrafos que realizaron esos retratos, porque fueron varios a lo largo de los años, y por ello no se pueden atribuir los retratos a un autor determinado. En este enlace a los museos de Sydney se pueden ver gran parte de las fotografías que aparecieron en la exposición City of Shadows y de donde han sido tomadas las imágenes de esta entrada, que son sólo una pequeña muestra de las maravillas ocultas durante tantos años en un almacén.

El único tributo que se les puede pagar a aquellos que hicieron estas fotografías es el de reconocer su talento, su sensibilidad y su maestría en el oficio. Ellos hicieron posible que en medio de la tierra baldía de la delincuencia y la desesperación nacieran estas pequeñas flores del desierto. Flores demasiado humildes para ser cortadas pero cuya belleza sigue viviendo a través del tiempo y de un paisaje inundado de polvo y miedo.

Hampton Hirscham, Cornelius J. Keevil, William T. O´Brien, James O´Brien 20 de Julio 1921

Hampton Hirscham, Cornelius J. Keevil, William T. O´Brien, James O´Brien. 20 de Julio 1921. Los cuatro fueron detenidos por robar en el domicilio del editor Reginald Catton.

La mirada luminosa

La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase.  Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.

Frederic Engels y Karl Marx: Manifiesto Comunista (1848)

Los antiguos romanos llamaban «proletarios» a los miembros más bajos de la sociedad, aquellos que sólo poseían a su persona y cuya única aportación al Estado era la de sus hijos, es decir, su prole, que contribuiría a engrosar las filas del ejército. A mediados del siglo XIX, dos pensadores y filósofos alemanes emigrados a Bélgica llamados Frederic Engels y Karl Marx retomaron el término para denominar a los componentes de la nueva clase social surgida de la Revolución Industrial. El proletariado industrial, al igual que el romano, no poseía nada más que su propia fuerza de trabajo…y a sus hijos. Los sueldos de los obreros eran tan bajos que no podían sobrevivir con ellos, a pesar de las jornadas extenuantes de más de 14 horas. Por ello los niños se veían obligados a trabajar en las fábricas, en las calles o en las minas desde que podían valerse por si mismos. De ese modo ayudaban a llevar a sus casas un poco más de ayuda económica. Muy poca, en realidad, porque los sueldos de mujeres y niños era muy inferiores a los que cobraban los hombres a pesar de trabajar el mismo número de horas y en las mismas condiciones.

En 1910 se calculaba que dos millones de niños menores de 15 años trabajaban en las fábricas de Estados Unidos. Niños que, obligados a cumplir con un horario laboral, veían coartadas sus posibilidades de acceder a un futuro mejor porque no podían asistir a la escuela. Niños que, en muchos casos, no tendrían ni siquiera un futuro por delante debido a las enfermedades y a las secuelas ocasionadas por las condiciones en las que realizaban su trabajo. Y para intentar denunciar esta situación en Estados Unidos se creó en 1904 el Comité Nacional para el Trabajo Infantil con el objetivo de lograr su abolición. Entre las muchas actividades de este grupo de presión estuvo la de documentar las condiciones de vida y de trabajo de los niños a lo largo y ancho de todo el país, contratando investigadores,  sociólogos o fotógrafos que aportaran datos con los que respaldar sus informes. Uno de estas personas que contribuyeron con su trabajo al éxito de las acciones del Comité fue un profesor reconvertido a fotógrafo llamado Lewis Wickes Hine.

Hine (1874-1940) había nacido en Oshkosh, Wisconsin y su deseo de estudiar una carrera universitaria se había dado de bruces con la necesidad de mantener a su familia tras la muerte de su padre en un accidente. Aún así, Hine trabajó duramente para aportar dinero al hogar familiar y ahorrar para sus estudios universitarios. Trabajó como transportista en una fábrica de muebles y como chico de los recados en un banco, pero sus ganas de trabajar y de aprender le facilitaron un ascenso a secretario de la entidad. Fue allí, mientras trabajaba en el banco, cuando conoció a Frank Manny quien se convirtió en una especie de mentor suyo. Manny le animó a matricularse en la escuela de Magisterio de Oshkosh y después a realizar un curso en la Universidad de Chicago. Cuando Manny se convirtió en uno de los directivos de la Ethical Culture School de Nueva York llamó a Hine para invitarle a ser profesor en la escuela, trabajo que desempeño desde 1904 a 1908. La visión humanística y el espíritu de la enseñanza del centro hacían hincapié en la concienciación sobre las condiciones sociales. Animado de nuevo por Manny, Lewis Hine comenzó a interesarse por la fotografía y a utilizarla como herramienta de estudio para sus clases. Uno de sus primeros trabajos fue una serie de fotografías de los inmigrantes que desembarcaban en la isla de Ellis. Allí llevó a sus alumnos para contrarrestar el sentimiento creciente de los norteamericanos contra la llegada de europeos empobrecidos buscando un mejor futuro.

La imagen muestra una fotografía en blanco y negro de una mujer sentada con una nicho en brazos. Ambas están situadas delante de una reja, sentadas en un banco de madera. Están captadas en plano medio, es decir, a la altura de la cintura. La madre rodea con los brazos a la niña que se acurruca en su seno. Ambas se están mirando. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hine – Madonna italiana (1905). Hine procuraba dotar a los protagonistas de sus fotografías de dignidad a pesar del entorno en el que se hallaran, algo que se plasmaba también en los títulos que ponía a sus fotografías. Al llevar a sus alumnos a la isla de Ellis pretendía concienciarles sobre la situación de los inmigrantes como parte del programa académico de la Ethical Cultural School.

A medida que iba utilizando más la fotografía, Hine se dio cuenta de que esta técnica podía ser una herramienta valiosa para ser utilizada por los movimientos reformistas que pretendían el cambio social. Por ello no dudó en abandonar la Ethical Cultural School cuando el Comité Nacional para el Trabajo Infantil le llamó en 1908 para que formara parte de su equipo investigador. Lewis Hine viajó por todo Estados Unidos fotografiando las condiciones en las que los niños realizaban trabajos en minas, fábricas, en las calles o como vendedores ambulantes.

La imagen muestra una fotografía de un plano medio de un niño delante de una vía de tren. Lleva una chaqueta muy grande para él y una gorra cubierta por lo que parece un sombrero de punto. Tiene la parte inferior del rostro lleno de hollín y mira al fotógrafo con cansancio. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hine – Las anotaciones de Hine para esta fotografía dicen: «Harley Bruce, minero en Indian Mine. Parece tener entre 12 y 14 años y dice que lleva trabajando allí un añ. Es un trabajo duro y peligroso. Cerca de Jellico (Tennesse)».

Era muy importante que nadie supiera que Hine estaba investigando para el Comité Nacional. Así que adoptaba diversos disfraces para colarse en el interior de las fábricas: inspector de incendios, vendedor de postales o de biblias, fotógrafo industrial… Cualquier excusa valía con tal de documentar la realidad de la explotación infantil que muchos, sobre todo los empresarios, se esforzaban en ocultar.

La imagen muestra a un niño en medio de una sala en una fábrica, rodeado de cubos y herramientas. Está de pie, de perfil pero ha girado la cabeza y mira hacia el fotógrafo. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hine – «Rob Kidd, uno de los jóvenes trabajadores de la fábrica de vidrio de Alexandria (Virginia). Trabaja una semana en el turno de día la siguiente en turno de noche. Junio 1911»

En todas sus fotografías, Hine intentaba que los niños apareciesen no sólo como víctimas sino también como personas cuyo futuro estaba siendo negado por las condiciones de vida que llevaban.

La imagen muestra una vista general de una sala de una fábrica textil. A la derecha y ocupando todo el alto del encuadre, una máquina con bobinas de hilo. A la derecha, una pred con una ventaba. Una niña pequeña, que llega hasta la mitad de altura de la máquina, mira hacia fuera por la ventana mientras la luz exterior le baña el rostro. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hine – Hine anotó: «Esta niña, que trabajaba en unos telares de Lincolnton (Carolina del Norte) dijo que tenía 10 años.»

En muchas ocasiones le prohibieron el paso al interior de fábricas y minas. Entonces Hine esperaba pacientemente a que los obreros llegaran a las fábricas o salieran de ellas para realizar sus fotografías. Hine no escondía sus intenciones de fotografíar y aun así no causaba resquemor entre los obreros, que probablemente estaban bien avisados de su trabajo por parte de los responsables de las fábricas. Y aunque pedía a los niños que mirasen a la cámara, el resultado no era nunca artificial. No le gustaban los retoques fotográficos y tenía mucho cuidado de que nadie supiera que formaba parte del Comité Nacional. De hecho, anotaba los detalles de las fotos con la mano metida en el bolsillo para no levantar sospechas.

La imagen muestra un callejón sucio en donde, a la derecha del encuadre, aparece Lewis Hine con su cámara, enfocando a un grupo de niños que están mirando hacia él, situados en el lado izquierdo del encuadre. Pulse para ampliar.

Lewis Hine fotografíando a los niños en el exterior de una fábrica (autor desconocido). La cámara utilizada por Hine era una Graflex que permitía encuadrar la composición a través del visor.

 

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Lewis W. Hine – «Julia cuidando del bebé en casa. Todos los mayores están en la fábrica. Compañía Conservera de Alabama. Bayou La Batre (Alabama). Febrero de 1911.»

La entrada de los Estados Unidos en la I Guerra Mundial llevó a Hine a Europa como fotógrafo de la Cruz Roja Americana, encargado de documentar las acciones de ayuda de la organización en diversos países europeos.

La imagen muestra a Hine subido a una balaustrada de piedra al lado de un mástil de bandera. Enfoca con la cámara hacia abajo -parece estar en una terraza a varios pisos de altura- mientras dos compañeros le sujetan de las piernas. Pulse para ampliar.

Lewis Hine fotografiando las actividades de la Cruz Roja Americana en París, 1918 (fotógrafo desconocido). Hine comenzó a buscar encuadres novedosos para sus fotos tal y como se puede ver por la arriesgada posición que tiene aquí.

Pero además de reflejar las acciones de la Cruz Roja, en Europa Hine no olvidó plasmar la cruda realidad de los más desfavorecidos, sobre todo de los niños que vagaban huérfanos tras el final del conflicto.

La imagen muestra un plano medio de un niño pequeño, de unos once años. Va vestido con una guerrera militar muy grande para él y un casco metálico de soldado. Tiene la cara manchada. En su mano izquierda sujeta un violín que es también demasiado grande para él y con la derecha un arco con el que intenta tocar el instrumento. No mira a la cámara sino que baja un poco la mirada. Pulse para ampliar.

Lewis H. Hine – El pequeño violinista de Belgrado (c. 1918)

De regreso a Estados Unidos, Hine comenzó una serie de fotografías para honrar a la clase trabajadora americana. Sus modelos volvían a ser obreros, pero en este caso adultos, y sus fotografías muestran una clara evolución de sus esquemas competitivos, mucho más volcados en el aspecto estético y no sólo en el de denuncia.

La imagen muestra a un hombre que lleva una enorme llave inglesa en las manos, girando uno de los tornillos de una gran rueda metálica perteneciente a una maquina aún mayor. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hine – Mecánico de una central eléctrica trabajando en la bomba de vapor (1920). El objetivo de Hine seguía siendo engrandecer el trabajo del obrero a través de la fotografía. Sus trabajos en los años 20 y 30 muestran influencia de la fotografía de vanguardia europea.

Sus fotografías de la construcción del Empire State Building en Nueva York en los años 30 se hicieron famosas por sus puntos de vista arriesgados y por las panorámicas vertiginosas de la ciudad.

La imagen muestra un plano picado - es decir, visto desde arriba- de un obrero subido a unas vigas de acero que forman la estructura del rascacielos. Está sentado sobre una viga y con las manos manipula otra viga perpendicular. Abajo, a muchos metros, se ve la ciudad de Nueva York y sus edificios más altos, que quedan por debajo de la altura a la que trabaja el obrero. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hines – Obrero sobre vigas. Empire State Building (c. 1930)

La Gran Depresión que sacudió Estados Unidos en los años 30 hizo tambalear la frágil posición de las clases bajas norteamericanas. Hine volvió a coger su cámara a petición de la Cruz Roja americana para documentar los programas de ayuda que esta organización ponía en marcha para mejorar la situación de la población pobre de lugares afectados por catástrofes, como las que sufrieron con las inundaciones de 1931.

La imagen muestra a un niño pequeño, de unos 7 años, vestido muy pobremente, con un jersey deshilachado y un pantalón de peto sucio y roto. Está sentado en una silla y en su mano derecha sostiene una botella pequeña de cristal vacía de la que asoma una cuchara. Mira hacia el fotógrafo con rostro serio pero mirada risueña. Pulse para ampliar.

Lewis W. Hines – Niño no identificado víctima de las inundaciones en Paintsville, Kentucky (c. 1930). Hine documentaba la labor de la Cruz Roja pero sobre todo en cuanto a su acción sobre la población infantil

Durante los años 30 la administración Roosevelt lanzó su programa de reconstrucción nacional llamado New Deal. De él formaron parte muy importante diseñadores, cineastas y fotógrafos que lanzaron la imagen de una América pobre y sufridora pero valiente y resistente que sería el motor de recuperación del país. En ese lenguaje visual no entraron las imágenes de Lewis Hine, cuya obra se consideró anticuada y manida por los nuevos adalides del realismo social. Los patrocinadores privados y los encargos gubernamentales que habían asegurado trabajo a Hine durante 30 años comenzaron a escasear hasta desaparecer. Y su obra fue arrinconada y olvidada hasta que a finales de siglo XX volvió a ser reivindicada como la de un pionero de la fotografía social.

Lewis Hine dijo una vez: «Hay dos cosas que quería hacer. Quería mostrar aquello que debía corregirse y quería enseñar aquello que debía ser apreciado». Ese es precisamente el doble valor de su fotografía, porque muestra la miseria y lo que debe ser erradicado y, al mismo tiempo, la belleza y dignidad de quien merece una oportunidad de un futuro mejor. Y lo consiguió porque supo convertir su cámara fotográfica en una mirada luminosa con la que luchar contra la oscuridad y la ignorancia que se cernían sobre las clases más desfavorecidas.

La imagen muestra un retrato del fotógrafo. Está en plano medio y lleva puesto un traje de color claro con chaleco, corbata y camisa blanca de cuello duro.  Tiene el pelo muy claro y sus rasgos son suaves y amables, con una nariz y orejas grandes y gafas redondas de montura metálica. Mira hacia la derecha con aire pensativo. Pulse para ampliar.

Retrato de Lewis W. Hine (Colección George Eastman)

 

Un día en la feria

«El mundo es un espejo y le devuelve a cada hombre el reflejo de su propio rostro.»

William M. Thackeray – «La feria de las vanidades» (1848)

 

Desde que el ser humano se asentó de modo permanente en poblados organizados y dejó de perseguir las grandes manadas de animales que eran su sustento para asegurarse el alimento criándolos en cercados y establos, desde ese mismo instante tuvo que plantearse el hecho de que nunca iba a ser capaz de producir todo aquello que iba a necesitar o, simplemente, iba a desear tener. Claro que uno no desea aquello que desconoce. Así que para ambicionar algo, ya fuera una vasija o una túnica de piel, una frasca de vino o una punta de lanza, debía de haberla visto en otro lugar antes. Y ese lugar, sin duda, era el mercado.

El mercado fue el primer punto de encuentro de la humanidad intentando solucionar por medio del comercio lo que antes se lograba a través del enfrentamiento. Cada asentamiento fijó la periodicidad de esos encuentros, intentando no coincidir con los de pueblos vecinos. La razón no era evitar la competencia sino atraer al mayor número posible de personas. Y durante miles de años los mercados fueron el escaparate de productos básicos e indispensables para la subsistencia mostrados al lado de lujos exóticos que hablaban de mundos lejanos e inaccesibles, de aromas misteriosos y seductores y de rutas peligrosas que incrementaban el precio de las maravillas puestas a la venta. A medida que pasaba el tiempo las mercancías llegaban de lugares más lejanos en forma de seda, perlas, te, especias, oro, esmeraldas, marfil, algodón, maderas exóticas, porcelana, jade, alabastro, mármoles de colores brillantes, hortalizas, plantas ornamentales, conchas de tortuga o caracol, dientes de ballena o pieles de oso ártico. Pero también llegaban de lugares más cercanos convertidas en tejidos de lana o lino, zuecos, zurrones y guarniciones de cuero, lechugas, repollos, chirivías y castañas, guadañas, hoces y martillos o cestos y botijos de barro. Todo ello podía encontrarse en las ferias, que siguieron siendo el lugar privilegiado de reunión de gentes procedentes de lugares distantes así como el mejor modo de enterarse de qué pasaba en el ancho mundo que había más allá del cercado de la huerta.

Al llegar el siglo XIX el mundo -sobre todo el mundo occidental- cambió de modo radical. Fue un cambio, producido por la Revolución Industrial que sólo podría compararse al que la Humanidad había sufrido al dejar de perseguir manadas de bisontes y asentarse en poblados, allá por el Neolítico. El sistema de producción, acelerado por la introducción de las máquinas, transformó las estructuras sociales, económicas e incluso políticas de los países hasta conformar el mundo contemporáneo. Las distancias comenzaron a ser abarcables en tiempos muy razonables: de meses de viaje la duración se redujo a semanas, incluso desde los lugares más remotos. Barcos y locomotoras de vapor traían con rapidez – y seguridad- aquellas mercancías que antes recorrían trabajosamente la Ruta de la Seda o circunvalaban medio mundo en el Galeón de Manila. Y las industrias que surgían aquí y allá podían utilizar materias primas que ni siquiera se producían en los países donde se establecían. Fue así como la Revolución Industrial en Inglaterra se construyó sobre la base de las fábricas textiles que trasformaban el algodón procedente de las lejanas colonias británicas en tejidos mucho más asequibles que aquellos fabricados a mano.

Una de las consecuencias de la Revolución Industrial fue el crecimiento de las ciudades y la necesidad de dotarlas de nuevas infraestructuras que pudieran soportar el aumento de población y el abastecimiento de materias primas. Los mercados y ferias, que en las grandes urbes eran fijos desde hacía tiempo, se acondicionaron a los nuevos tiempos en forma de grandes estructuras de hierro y vidrio. Ya a principios del siglo XIX estas construcciones comenzaron a levantarse por toda Europa rediseñando el aspecto de los tradicionales puntos de encuentro mercantiles.

La imagen muestra una vista aérea del mercado. Tiene una planta rectangular en la que destacan los dos lados largos por ser más altos que los cortos. La parte baja del edificio está construida en piedra y caracterizada por una columnata que forma un porche todo a lo largo de su fachada mayor. Pero la cubierta es de hierro y vidrio, lo que contrasta con la piedra de la parte inferior. Pulse para ampliar.

Mercado de Covent Garden en Londres (Charles Fowler, 1830) Este mercado fue uno de los primeros en asentarse de modo permanente en Londres. En el siglo XVII ya hay constancia de su funcionamiento. El edificio moderno con cubierta metálica se construyó a principios del siglo XIX y varios edificios anexos a principios del XX.

 

La imagen muestra un detalle de la parte superior de la cubierta del mercado visto desde la Rambla. Se aprecia la estructura de hierro que cubre con forma de tejado a dos aguas el recinto y parte de los vidrios de colores que decoran esa cubierta. También se ve el escudo de la ciudad de Barcelona que corona la entrada. Pulse para ampliar.

Detalle de la entrada del mercado de La Boquería en Barcelona (1840) – Este mercado se dispuso en los terrenos del antiguo convento de San José en el comienzo de la expansión urbanística de la ciudad.

A pesar de que la Revolución Industrial se originó en Inglaterra, fue la Francia revolucionaria la primera que echó mano del mercado como herramienta para atraer inversiones a un país que generaba desconfianza al capitalismo emergente. En 1795, en  época del Directorio (1795-1799), se celebró la primera Exposición de Productos de la Industria. Esta exposición tuvo un gran éxito en el país y bastante repercusión a nivel internacional. Pronto el resto de países europeos imitaron la iniciativa y comenzaron a celebrar este tipo de acontecimientos para mostrar al público los avances que se hacían en el terreno de la industrialización y para impulsar los intercambios mercantiles entre los diferentes fabricantes. El mercado tradicional se modernizaba. Ya no servía sólo para comprar aperos de labranza más o menos sofisticados: era el lugar a donde uno debía ir si quería conocer los últimos avances que permitirían crecer su negocio. Al fin y al cabo el capitalismo había tomado el mando y todo se resumía en producir más y mejor el mayor número de bienes de consumo. Y en mostrarlos del modo más seductor a quienes iban a comprarlos.

Quizá la historia de los mercados hubiera transcurrido de otro modo si un principe extranjero no se hubiera casado con la reina de Inglaterra. Alberto Francisco Carlos Augusto Emmanuel de Sajonia-Coburgo-Gotha (1819-1861), hombre de gran inteligencia, naturalmente inclinado a las artes y con una gran capacidad para el trabajo, se convirtió en el marido de la reina y en uno de los personajes más despreciados de su nuevo país. Principalmente por ser alemán (aunque la dinastía reinante a la que pertenecía la reina Victoria curiosamente también lo era), de tal modo que el título de príncipe consorte no le fue concedido hasta 1857, cuatro años antes de su fallecimiento. Y el pueblo británico no reconoció su aportación a la gloria nacional más que a regañadientes.

El príncipe Alberto hizo varios intentos de congraciarse con sus súbditos, todos ellos sin demasiado éxito. Hasta que decidió impulsar un acontecimiento que marcaría un hito en la historia contemporánea: la celebración de una gran exposición universal en Londres que celebrara los avances de la era industrial británica y la expansión del imperio. Esta exposición de basaría en aquellas exposiciones nacionales que se venían celebrando en los diferentes países desde 1795 pero tendría unas miras más amplias: mostrar al mundo las posibilidades de los nuevos materiales, las más modernas tecnologías, los productos comerciales más novedosos y las obras de arte más espectaculares. Todo ello procedente de Gran Bretaña y sus colonias, pero también de otros países.

La imagen muestra un daguerrotipo - esto es, la primera técnica utilizada en fotografía consistente en fijar la imagen sobre una placa de metal fotosensibilizada- en la que se ve una fotografía del príncipe Alberto en plano medio, cortado a la altura de la cintura, sentado mirando hacia la derecha. Tiene los codos apoyados sobre los brazos de un pillos que apenas se aprecia. Viste una levita de color claro, chaleco oscuro y corbata anudada al cuello . Es un hombre relativamente joven de ojos azules y piel muy blanca, de cabellos claros y finos y luce unas espesas patillas y un pequeño bigote. Pulse para ampliar.

Daguerrotipo pintado a mano que muestra al príncipe Alberto (1848)

La iniciativa del consorte enseguida encontró el apoyo de la reina, deseosa como estaba de que su cónyuge se ganara el afecto de los súbditos. Se estableció un comité de expertos para organizar todo lo relacionado con la celebración. Además del propio príncipe Alberto formaban ese comité Robert Stephenson, Isambard Kingdom Brunel y John Scott Russell. Los tres eran los ingenieros civiles más importantes de Gran Bretaña en ese momento: Stephenson era el mayor ingeniero de ferrocarriles en el país; Brunel era uno de los más renombrados ingenieros navales y el que diseñó el primer acorazado (además de dejar un importante legado humanitario, como el primer hospital de campaña diseñado por él a petición de Florence Nightingale para la Guerra de Crimea); y Russell, también ingeniero, era el principal colaborador de Brunel.

La imagen muestra una fotografía en la que en primer plano aparecen cuatro hombres, todos vestidos de manera similar con levitas abrochadas, frondosas patillas y tocados con sombreros de copa bastante alta. El primero por la izquierda es John Scott Russell, un hombre de gran envergadura, que mira hacia la izquierda. Un poco por detrás de él está otro hombre de pie que sostiene en su mano derecha lo que parecen ser unos planos enrollados. El tercer hombre, un poco más adelantado, es el ingeniero Isambard Kingdom Brunel que mira también hacia la izquierda mientras sostiene con sus manos una especie de tarjeta a la altura de su estómago. Está fumando un gran puro. Detrás de él aparece otro hombre con similar vestimenta que parece mirar a Brunel. Pulse para ampliar.

Isambard Kingdom Brunel (segundo por la derecha) y John Scott Russell (primero por la izquierda) preparando la botadura del Great Eastern, el mayor barco de vapor construido en hierro hasta el momento (Fotografía de Robert Howlett, 1858)

Los diseños de Brunel y de Russell de edificios que albergaran la exposición se rechazaron por no cumplir una de las condiciones del pliego de adjudicación de la obra: la construcción debía de ser lo suficientemente grande para albergar al gran número de expositores y, para no trastocar excesivamente el paisaje urbano con su tamaño, debía ser desmontable para poder trasladarla a otro espacio si ello fuera necesario. Al final quien se llevó el gato al agua fue un constructor de invernaderos llamado Joseph Paxton cuyo proyecto consistía, como no podía ser de otro modo, en un invernadero gigante que gracias a su estructura metálica podía abarcar la enorme superficie necesaria para todos los expositores.

La imagen muestra un dibujo hecho a mano alzada en el que se aprecia, en la parta superior, una sección del edificio -es decir, un dibujo de como se vé el edificio por dentro-. Consta de cinco cuerpos, siendo la parte central es más alta que las laterales. En la parte inferior puede verse un dibujo del alzado del edificio - esto es, cómo se ve el edificio desde fuera-. La fachada del mismo deja ver el escalonamiento en altura de los cuerpos de que está formado, el central más alto. La fachada está compuesta por pisos superpuestos de arcos de medio punto. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Boceto original para el edificio de la Exposición Universal de Londres (1850)

La propuesta de Paxton fue aceptada y en 1850 se comenzó a construir el edificio de la Gran Exposición Universal, hecho que suscitó gran curiosidad y ruido mediático ya que nunca antes se había celebrado un acontecimiento a escala mundial de tal importancia económica, tecnológica y artística.

La imagen muestra un grabado que sería la ilustración de la revista Illustrated London News donde se aprecia una escena en la que varios obreros trasiegan con largas vigas de hierro dispuestas sobre soportes rodados, para facilitar su movimiento. Tras ellos aparece levantada parte de una estructura de hierro. Sobre esta estructura puede verse a otro obrero trabajando en el ensamblaje de varias piezas metálicas a varios metros de altura mientras otro le acerca algún tipo de material por medio de una larguísima escala. Pulse para ampliar.

Construcción del Crystal Palace según aparecía en un número del Illustrated London News (1850)

Sin duda el invernadero gigante de Joseph Paxton fue una de las grandes atracciones de la Exposición Universal de 1851. El desafío técnico fue indudable y supuso un hito en la arquitectura industrial. Pero el impacto estético del edificio, que acabó por llamarse Crystal Palace, apenas fue perceptible en su época. Quizá porque los arquitectos propiamente dichos lo consideraban una simple obra de ingeniería aumentada en escala. Quizá porque los nuevos materiales como el hierro y el vidrio se asociaban al entorno industrial y no al estético. La obra de Paxton no tuvo un efecto inmediato en la Historia del Arte pero con el tiempo pasó a ser el referente esencial de la arquitectura para este tipo de acontecimientos.

La imagen muestra una fotografía de parte del edificio que albergaba la Exposición Universal. En primer plano se ve una calle ancha flanqueada por bancos y adornada con estatuas. Tras esa calle, un espacio ajardinado con parterres a baja altura. Tras ellos, se ve la fachada del edificio. La parte central del mismo es más alta que las laterales y está coronada con un arco de medio punto. Los cuerpos laterales (dos a cada lado) se adosan en altura decreciente. Todo el edificio está construido con una estructura de hierro y sus paredes y cubiertas están realizadas con paneles de vidrio, lo que le da un aspecto muy diáfano y etéreo. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Crystal Palace (1850)

El éxito de la Exposición Universal de 1851 fue inmenso. Las ganancias económicas, también. El príncipe Alberto mejoraba su imagen a los ojos de sus reacios súbditos, pero muy poco a poco. Ni siquiera el hecho de que parte de los beneficios obtenidos por su celebración fueran destinados por el principe consorte a construir una serie de magníficos museos en el barrio londinense de South Kensington (los que hoy en día se conocen con el nombre de Museo Victoria y Alberto y el Museo de Historia Natural) ayudó a aumentar su popularidad de modo apreciable. Sólo tras su muerte en 1861 el pueblo británico comenzó a reconocer su trabajo y su legado.

El éxito de la Exposición Universal de Londres impulsó de modo meteórico la celebración de otras exposiciones de carácter internacional en casi todos los países y continentes: en Melbourne (Australia) en 1854; en Amsterdam en 1864; en Oporto en 1865; en Córdoba (Argentina) en 1871; en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) en 1877; en 1881 en Atlanta (Estados Unidos); en 1884 en Turín; en 1889, en París… La celebración de un acontecimiento de este tipo impulsaba el crecimiento económico de los países y revestía a las ciudades organizadoras de un gran prestigio, además de proyectar su imagen al exterior como urbes modernas y llenas de oportunidades. Los pabellones y las construcciones para tales eventos solían estar a cargo de ingenieros y arquitectos destacados y muchas de esas construcciones no fueron desmontadas tras el cierre de las exposiciones, quedando en las ciudades como iconos destacados de las mismas.

La imagen muestra la parte inferior de la Torre Eiffel, una obra de ingeniería construída en su totalidad en hierro, que se convirtió en el elemento más representativo de la ciudad de París desde entonces. En la fotografía se ven los cuatro pilares que soportan la torre y el segundo cuerpo, más estrecho, lo que le da un aspecto de pirámide truncada. Pulse para ampliar.

Construcción de la Torre Eiffel para la Exposición Universal de París de 1889 (fotografia de agosto de 1888)

La imagen muestra el anochecer sobre el pabellón, una construcción alargada, de un piso de altura y de formas rectangulares, que está iluminado con focos situados en el suelo. Pulse para ampliar.

Montjuic (Barcelona) – Vista del pabellón de Alemania diseñado por Ludwig Mies van der Rohe para la Exposición Universal de Barcelona de 1929

La imagen, una fotografía en blanco y negro, muestra el interior del pabellón finlandés. Los muros que se ven a ambos lados no son rectos, sino que siguen formas ondulantes y sinuosas. El pabellón tiene una altura de unos cuatro pisos pero todo el espacio es diáfano. Sobre las paredes pueden verse una serie de imágenes (fotografías de paisajes finlandeses) y en la parte superior la pared recubierta de lo que parecen listones de madera. Pulse para ampliar.

Alvar Aalto – Pabellon de Finlandia para la Exposición Universal de Nueva York de 1939 (fotografía de Ezra Stoller)

 

La imagen muestra una avenida ajardinada al final de la cual se eleva la estructura del  Atomium. Son siete esferas de acero y vidrio unidas por tubos demoro que reproducen el modelo tridimensional gigantesco de una molécula de hierro elemental. Pulse para ampliar.

André Waterkeyn – Atomium: estructura levantada para la Exposición Universal de Bruselas de 1958 que representa un cristal de hierro elemental aumentado 165 mil millones de veces.

 

Desde el año 1928 existe un comité que se encarga de la normativa para la celebración de este tipo de exposiciones. Es el B.I.E. (Bureau International del Expositions) con sede en París. En él se deciden las temáticas de las mismas, las ciudades que las van a albergar y la promoción de los eventos. Según el B.I.E. una exposición es un acontecimiento global cuyo objetivo es educar al público, promover el progreso y fomentar la cooperación. Es el punto de reunión más grande del mundo, acercando países y fomentando las relaciones entre el sector privado, la sociedad civil y el público en general alrededor de exposiciones interactivas, espectáculos en directo, conferencias y mucho más. Una bonita definición que, en el fondo, nos dice lo que ya sabíamos: que una exposición es una gran feria que dura meses. Un espejo donde mirarnos y enorgullecernos de nuestras conquistas y envidiar las ajenas.

El reflejo de nuestra vanidad devuelto en forma de un día de asombro.