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Describiendo nuevos y extraños mundos (II): La Edad de Oro de la ciencia ficción y la Nueva Ola

El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, en su misión continua para explorar nuevos y extraños mundos, para descubrir nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones; para llegar donde nadie ha llegado antes.

Introducción – Star Trek (serie TV).

La llegada del siglo XX supuso un cambio con respecto al tratamiento de la ciencia ficción tanto en literatura como en el cine, sobre todo en Europa. Los autores y las obras no pudieron escapar del clima creado por los acontecimientos políticos que sacudieron el continente desde finales del siglo XIX y todo ello tuvo su reflejo en un nuevo aspecto del relato de ciencia ficción: la distopía. Estas visiones de un futuro deprimente tienen sus raíces tanto en una reacción frente a la utopía futurista de Edward Bellamy mencionada en el post anterior como en una evolución del pesimismo evolutivo presente en Wells. La primera de estas distopías quizás sea la del ruso Evgueni Zamyatin titulada Nosotros y publicada en 1920 a la que siguen otras obras como La Guerra de las Salamandras (1936) y R.U.R (1921) ambas del checo Karel Capek (que tiene el honor de ser el creador de la palabra robot) o Un mundo feliz (1932) del británico Aldous Huxley. Como contrapunto a estas visiones políticas y sociales se podría mencionar en Gran Bretaña la obra de C.S. Lewis y su Trilogía del Espacio (Mas allá del planeta silencioso, 1938; Perelandra, 1943; y La horrible fortaleza, 1945) caracterizada por su base filosófica y cristiana y la visión más espiritual de William Olaf Stapledon (Hacedor de estrellas, 1936) que tendría gran influencia en autores como Asimov o Clarke (se podría ir más allá, incluso, y decir que Stapledon influyó en George Lucas ya que en su obra se establece por primera vez el concepto de guerra galáctica, que el escritor denomina Star Wars).

El cine europeo no se mantuvo al margen de este cambio en la visión de la ciencia ficción. Una película como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) trata los viajes espaciales como una posibilidad auténtica y no duda en incluir una revolución proletaria en el propio Marte, todo ello inmerso en un diseño de producción decididamente constructivista.

No menos espectacular es el diseño de producción de Metropolis (Fritz Lang, 1927), deudor del expresionismo alemán. Pero la película de Lang no es sólo estética sino también contiene una visión de la sociedad clasista y progresivamente esclava de la tecnología y da protagonismo a la gran aportación del siglo XX a la ciencia ficción: el robot. Ya en los años treinta se debería mencionar la producción de Alexander Korda Things to come (William Cameron Menzies, 1936) con guión del propio H.G.Wells en donde se plantea el comienzo de un conflicto mundial que transformará al mundo.

El caso de Estados Unidos es ligeramente diferente: su situación al margen de la mayor parte de las experiencias traumáticas acontecidas en Europa a principios del siglo XX y su escasa tradición literaria en este campo se reflejan en un claro desprecio a la ciencia ficción como género literario y la confinan en un determinado tipo de publicaciones denominadas pulp (revistas impresas en papel barato). Este hecho supuso por un lado la popularización de la ciencia ficción sobre todo entre el público juvenil y, por otro, el desarrollo del relato corto  como forma de expresión del género. Las revistas pulp tienen a Hugo Gernsback (el hombre en cuyo honor se denominarán los premios literarios más importantes de la ciencia ficción: los premios Hugo)  como principal impulsor de esas publicaciones entre las que destacan Amazing stories (fundada por el propio Gernsback), Astounding stories of super-science o Wonder stories. Estas publicaciones son las responsables del establecimiento del término space opera o aventuras espaciales.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930) - La imagen muestra una portada realizada con una ilustración con colores brillantes que representa una ciudad vista desde lejos llena de rascacielos y edificios modernos. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930). Ilustración de H. W. Wessolowski.

El auge de las publicaciones pulp desde fines de loas años veinte favoreció la proliferación de historietas ilustradas cuyos protagonistas eran héroes que corrían mil y una aventuras en mundos extraños: Buck Rogers se publica por primera vez en 1929. Le sigue, en 1933, Las aventuras de Flash Gordon. Y a finales de los años treinta Detective Comics lanza sus dos joyas heroicas: Superman (el primero y casi único superhéroe alienígena) y Batman.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939) - La imagen muestra la portada a todo color de la revista ilustrada Detective Comics en la que aparecen dos hombres vestidos con traje y sombrero de espaldas que miran asombrados como Batman les trae volando un delincuente. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939)

Este gusto por la ciencia ficción no se refleja tanto en el cine norteamericano de la época, que se inclina más por el género fantástico y de terror o, en su defecto, por las adaptaciones de clásicos decimonónicos (King Kong, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Frankenstein, El hombre invisible, Drácula). Curiosamente, la adaptación más impactante de un clásico del género se realizó en un medio en el que la ciencia ficción no tuvo éxito: la radio. Fue en 1938 cuando Orson Welles y el Mercury Theatre hicieron su famosa adaptación de War of the worlds de Wells.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de "La Guerra de los Mundos" (1938) - La imagen muestra la portada del LP de la grabación donde aparece una fotografía de Orson Welles durante la retransmisión de la adaptación de "La Guerra de los Mundos". Pulse para ampliar.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de «La Guerra de los Mundos» (1938)

John W. Campbell, editor de la revista Astounding, fue el responsable de dar cancha a jóvenes autores a partir de 1939 entre los que destacaban Isaac Asimov, A. E. van Vogt, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Robert A. Heinlein. Este hecho se considera como el comienzo de la llamada “Edad de Oro de la Ciencia Ficción” que abarca dos décadas y cuyos principales protagonistas están en Estados Unidos (con la salvedad del británico Arthur C. Clarke) y son hijos de las revistas pulp  de la década de los veinte. Estos autores introducen temas nuevos en el género tales como las cronologías coherentes de un futuro muy lejano (Heinlein y Asimov), las relaciones del hombre con la máquina (Asimov), la identidad del individuo dentro de la sociedad (Sturgeon), la reacción del hombre ante el futuro (Bradbury) o la combinación más espectacular de ciencia y filosofía (Arthur C. Clarke). Esta eclosión literaria no pasó inadvertida para el cine, que comenzó a adaptar algunos de los relatos. La Edad de Oro de la ciencia ficción coincidió con el periodo álgido de la Guerra Fría, del “macarthismo” y su paranoia anticomunista pero también del desarrollo de la sociedad del bienestar estadounidense: todos esos factores se reflejaron tanto en los relatos como en las películas. La mayor parte de las películas se catalogan como de “serie B” pero no dejan de aparecer títulos muy interesantes que, en casi todos los casos, fueron retomados en épocas posteriores. Es el caso de Ultimátum a la tierra (Robert Wise, 1951), El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o la británica El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).

Portada de la primera edición de "Más que humano" de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción. Pulse para ampliar.

Portada de la primera edición de «Más que humano» de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción

Los años 60 inauguran una etapa que se ha denominado la  Nueva Ola (New Thing), situada a medio camino entre la Hard Science Fiction (o “científica” ficción, por decirlo de algún modo) y las space opera o las aventuras espaciales. En 1964 Michael Moorcock se convirtió en editor de la revista inglesa New worlds en la que publicaban autores nuevos como J.G. Ballard, Norman Spinrad, Richard Matheson, Brian A. Aldiss, Harry Harrison o Philip Jose Farmer. Estos autores se distanciaban tanto de la ciencia ficción “dura” (hard science fiction) como de la space opera e incluso se permitían experimentos lingüísticos o gramaticales inspirados en la narrativa de James Joyce. No todos los escritores de ciencia ficción que logran un reconocimiento en este período pueden ser considerados miembros de la  Nueva Ola. Otros muchos, que ya habían comenzado a escribir a finales de los años cincuenta, son los responsables de la entrada de la ciencia ficción literaria en la edad adulta: Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin en Estados Unidos; el britanico John Brunner y el polaco Stalislaw Lem en Europa. Incluso otros escritores que no se identifican con el género recogen parte de las preocupaciones y argumentos de la ciencia ficción y no dudan en utilizarlos para sus obras: es el caso de Kurt Vonnegut, Jorge Luis Borges, Italo Calvino o Anthony Burguess. Esa mayoría de edad literaria tiene también su reflejo, aunque un poco más tardío, en el cine de los años 60. Al comienzo de la década es palpable la influencia de la televisión y de los seriales que comienzan a proliferar y que se alimentan, en su mayor parte de buena parte de los relatos de la Edad de Oro. Es el caso de The Twilight Zone, a la que se unen otros seriales con vocación de space opera como Star Trek, Perdidos en el espacio, Los invasores, Viaje al fondo del mar o la británica Dr. Who.

El cine toma como referencia en muchos casos la estructura de estos seriales para sus lanzamientos: la productora británica Hammer es la responsable de seriales cinematográficos del Doctor Quatermass, Frankenstein, Drácula y Fu Manchú, muchas veces enfrentados entre ellos, al modo de los monstruos japoneses producto de las radiaciones atómicas como Gozilla, Gamera o Mothra o de las fantásticas producciones a medio camino entre el cine de terror y el de ciencia ficción del español Jesús (Jess) Franco. Estos productos, que se prolongan, a veces de modo agónico, en décadas sucesivas, conviven con otras producciones que realmente marcan la entrada del cine de ciencia ficción en el nivel de calidad que podía equipararlo a los logros literarios. Es el caso de películas europeas como Lenny contra Alphaville (J. L. Goddard, 1965), Fahrenheit 451 (F. Truffaut, 1966) o de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! (S. Kubrick, 1964), en donde la trama está ya cargada de un importante contenido filosófico y crítico. Pero es a finales de la década cuando hay un verdadero punto de inflexión en cuanto al cine de ciencia ficción. En el año 1968 se estrenan un buen número de películas del género, algunas tan espectaculares como Barbarella (R. Vadim) o mediocres como Charly (R. Nelson), entre las que destacan tres: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), La noche de los muertos vivientes (George A. Romero) y 2001: Una odisea espacial (de Stanley Kubrick) que inauguraron nuevas líneas de tratamiento tanto de los temas como de la estética que hasta ese momento había imperado en la ciencia ficción visual.

Fotograma de la película "2001.Una odisea en el espacio" (Stanley Kubrick, 1968) - La imagen muestra la escena en la que el astronauta Dave Bowman se introduce en el núcleo del ordenador HAL 9000 para desconectarlo. Se ve al astronauta flotando en medio de un cubo iluminado con cientos de luces rojas. Pulse para ampliar.

Fotograma de la película «2001.Una odisea en el espacio» (Stanley Kubrick, 1968).

El cine buscó los elementos y las estéticas nuevas no sólo en el cine, sino también en el cómic. Si en Estados Unidos se asistía a la eclosión de los superhéroes de la editorial Marvel (La Patrulla X, Hulk, Spiderman, Ironman, Los Cuatro Fantásticos), en Europa el cómic se vinculaba más a los universos extraños de la literatura de la Nueva Ola. Es el caso de autores como Jean-Claude Mezières, Moebius o Enki Bilal, cuyas visiones apocalípticas influirán decisivamente en la estética de la ciencia ficción posterior.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película "El quinto elemento" (Luc Besson, 1997) - La imagen muestra uno de los bocetos para el diseño del entorno urbano del Nueva York futurista de la película, en donde destaca la figura de un taxi aéreo. Pulse para ampliar.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película «El quinto elemento» (Luc Besson, 1997)

Muchos autores presentan la década de los setenta como una especie de limbo estético y creativo dominado por la falta de elementos definidores claros y se contentan con mencionarla como una etapa de transición entre la Nueva Ola y el cyberpunk. La década de los 70 es la de la crisis energética y del impasse tecnológico que se reflejan en el estancamiento de comportamientos políticos y sociales, salvo por un aspecto: en el de la aportación femenina al género. Tras la estela de la primera gran escritora de ciencia ficción, Ursula K. Le Guin, aparecen nombres como Vonda McIntyre, Marion Zimmer Bradley (que había comenzado a publicar ya en los 60, pero que ahora recibe el reconocimiento por sus obras de fantasía y ciencia ficción), James Tiptree, jr (pseudónimo de Alice Sheldon) o Julian May que comparten protagonismo en la década con otros nombres nuevos como Robert Silverberg o Harlan Ellison.

Cubierta de la primera edición de "La mano izquierda de la oscuridad" de Ursula K. LeGuin (1974) - La imagen muestra la portada del libro con el título en la parte superior y una ilustración en la que sobre un fondo decorativo de circulos aparecen dos rostros, similares a los de los iconos bizantinos, muy juntos, tanto que parecen pegados y uno solo. Pulse para ampliar.

Cubierta de la primera edición de «La mano izquierda de la oscuridad» de Ursula K. LeGuin (1974)

El cine refleja el giro temático que había dado la ciencia ficción con la Nueva Ola: hay una mayor preocupación por el impacto del futuro tecnológico en una visión que puede considerarse “ecológica” pero también una fascinación por los logros y los avances científicos que pueden llevar al hombre a nuevas fronteras, como en el caso  de Solaris (A. Tarkowski, 1971), adaptación de una novela de Stanislaw Lem o de THX 1138 (S. Spielberg, 1971). Las preocupaciones del hombre sobre su futuro gravitan en torno a él y producen películas más o menos similares, a veces espeluznantes distopías futuras como la adaptación que Stanley Kubrick hizo en 1971 de la novela de Anthony Burguess La naranja mecánica, pero también burlas como El dormilón (W. Allen, 1973), sin olvidar otras películas más vanguardistas como A boy and his dog (L.Q. Jones, 1975) o El hombre que cayó a la tierra (N. Roeg, 1976).

La ciencia ficción cambió a finales de la década de los setenta y lo hizo de la mano del cine.

Pero eso es otra historia.

Fábula de Venecia

«Her sunny locks
Hang on her temples like a golden fleece.»

(The Merchant of Venice – William Shakespeare)

En el principio, Venecia no era importante. En absoluto. La perla del Adriático era su vecina Rávena, sede de la flota imperial romana, llena hasta el techo de obras de arte, mansiones, patricios, legiones… Hasta que llegó el siglo V d.C. con sus bárbaros. El Imperio Romano de Occidente tembló, primero un poco, después bastante más, y finalmente se derrumbó mientras las hordas invasoras saqueaban las riquezas del césar. Las principales ciudades estaban en su punto de mira, con Roma a la cabeza. La población huyó despavorida. La capital del Imperio pasó de tener millón y medio de habitantes a apenas contar con 50.000. La orgullosa Rávena también sucumbió a la sed germánica y su población se vio obligada a huir.

Pero ¿huir adónde? La mayoría de la población se refugió en pequeños asentamientos surgidos alrededor de las villas romanas de los aristócratas, que ofrecían protección frente a los saqueos a cambio de mano de obra en sus tierras, comenzando así la relación económico-social que se conocería como feudalismo. Pero también hubo quien decidió asentarse en un lugar nuevo, fuera del alcance del invasor. Es entonces cuando, en medio de una laguna pantanosa, apareció Venecia.

El archipìélago de 118 islas en medio de la laguna ofrecía un lugar a salvo de los bárbaros. No tanto por el temor de éstos al agua sino porque la misma formaba fosos defensivos naturales para los núcleos de población que iban aumentando con el tiempo. El avance del Imperio Romano de Oriente recuperándo Rávena de las manos de los ostrogodos, llevó a Venecia al bando de los bizantinos. Y bajo su influencia quedó durante gran parte de la Edad Media. En este periodo se desarrolló la faceta comerciante y marinera que la convertirían, ahora sí, en la joya del Adriático, en la escala imprescindible de las rutas comerciales mediterráneas y en sede de un imperio económico y cultural cuya inmensa influencia cabía en una pequeña ciudad.

Hay poca gente que no conozca Venecia. Y no porque la haya visitado, sino porque desde el siglo X ha estado en boca (y en los ojos) de Occidente. Incluso antes de que a través de los grabados, dibujos, fotografías, imágenes televisivas o internet se pudiera ver la fisonomía de la ciudad, Venecia ya era famosa. Se la conocía hasta en China, desde que un comerciante de la ciudad, Marco Polo, viajara hasta allí y residiera en la corte de Kublai Khan durante varios años. Como compensación, Polo trajo a Europa numerosas noticias de aquel país lejano que en muchos casos se consideran fantasías. Aunque hay una que es completamente cierta: Venecia fue el primer lugar de Occidente que escuchó la palabra porcelana para referirse a la extraordinaria cerámica que se hacía en China. Así la llamó Polo y así la seguimos denominando hoy en día.

Hay tantas Venecias como personas que la hayan visto o hayan oído hablar de ella. Hay Venecias literarias, como la de Shakespeare, que la hizo escenario de dos de sus grandes dramas: Otelo y El Mercader de Venecia.

http://www.youtube.com/watch?v=UrIc3eINXT4

http://www.youtube.com/watch?v=mdbzRtxVtns

También es la de las comedias de Carlo Goldoni o las memorias de Giacomo Casanova y de Lorenzo Da Ponte, el genial libretista de las óperas de Mozart. O la que describió Thomas Mann en Muerte en Venecia. Está la Venecia que es la patria de la hermosa y valiente Capitán Tormenta de Emilio Salgari. O la que muestra su cara más criminal en las novelas de Donna Leon protagonizadas por el inspector Brunetti.

Hay Venecias artísticas: tantas como épocas en las que se pueda dividir la Historia del Arte. Paseando por sus calles y plazas encontramos desde el Bajo Imperio Romano de sus Tetrarcas hasta el Rococó del Teatro La Fenice, pasando por el gótico de sus palacios:

…La robustez renacentista de las esculturas de Verrocchio, la perfección de la arquitectura de Palladio, la luz sublime y arrebatadora de las pinturas de Giacomo Bellini:

… La atmósfera dorada de Tiziano, Tintoretto y Veronés, las escenas bulliciosas de Francesco Guardi o Canaletto…

Pero también hay Venecias musicales: las de Giovanni Gabrielli, Tomasso Albinoni (sí, el del Adagio que interpretan todos los músicos callejeros, ese mismo). La de Antonio Vivaldi, la de Alessandro Marcello… Y, cómo no, la de Charles Aznavour:

http://www.youtube.com/watch?v=NCRm2t2tpB0

http://www.youtube.com/watch?v=PEzuXJ0rOJM

http://www.youtube.com/watch?v=vE2O_yfgtBU

http://www.youtube.com/watch?v=LVq4y-RdGWE

También podríamos hablar de la Venecia cinematográfica. Esa que todos los finales de agosto celebra uno de los grandes festivales de cine europeos y que se acicala con alfombras rojas y estrellas de cine. La que vio nacer a Terence Hill. O la que ha fascinado a cineastas diversos, que la estilizan aún más en su belleza y contribuyen a perpetuar su renombre. Es la Venecia de Visconti o la de Woody Allen. Pero también la tierna y cómica de Alberto Sordi y Dino Risi o la enérgica de James Bond (ya fuera interpretado por Roger Moore o por Daniel Craig):

http://www.youtube.com/watch?v=36QBU474nqM

http://www.youtube.com/watch?v=pI1QjQmMwx0

http://www.youtube.com/watch?v=GShKJIcRlow

http://www.youtube.com/watch?v=5DyvHwBl9vI

Venecia, la reina de los mares, se hunde cada vez más en el fango de su laguna, bajo el peso de los siglos, los monumentos y los más de 15 millones de bulliciosos visitantes que pisan con fuerza su suelo. Es una dama anciana resignada a su destino sumergido, condenada a convertirse en un tesoro submarino. Pero aún existe otra Venecia, aquella que sólo se puede conocer en soledad, con plazas vacías y calles silenciosas que mueren en patios desiertos desde donde se puede escuchar el golpear rítmico del agua en la piedra y donde resuena el eco de pasos que se alejan presurosos. Es tan real (quizá más) que la Venecia que se extiende al otro lado de la frontera del turismo. Es la Venecia que dibujó Hugo Pratt en su Fábula de Venecia. Es la ciudad que, ante nuestros ojos, deja de ser una anciana señora para transformarse en una bella y misteriosa mujer, cuyos luminosos cabellos caen sobre sus sienes como un vellocino de oro, tal y como declamaba Bassanio en la cita de El Mercader de Venecia que abría este post. Unos cabellos del color de la luz que tan bien reflejaron Bellini, Tiziano o Veronese y cuya belleza persiguió a Corto Maltés allá donde fuera.

Peculiaridades de los ojos

Nadie puede negar que una de las grandes obsesiones (por no decir la mayor) del ser humano ha sido conocer la Verdad, así, con mayúsculas. De hecho, los antiguos griegos no tuvieron reparo en crear una disciplina a la que denominaron Filosofía, para tratar de buscarla de modo sistematizado. Hasta ese momento, el estudio de la verdad se había canalizado a través de las explicaciones religiosas. Y a partir de los griegos, la religión volvería a monopolizar esa búsqueda, por lo menos hasta el siglo XIX.

De todo este proceso de incesante estudio se deduce que la verdad, la realidad, no es tan fácilmente identificable como podría parecer. El ser humano entiende el entorno en el que vive y a sí mismo a través de una serie de percepciones. Aquellas que proceden de factores externos, y que son captadas por los cinco sentidos, le enseñan a comprender el mundo y su posición en él. La vista y el oído ganan por goleada al resto de los sentidos en cuanto a captura de información ya que juntos constituyen el 70% del aporte perceptivo a nuestro aprendizaje. Cuando algún sentido falla, otro debe proporcionar la información acerca de lo que nos rodea. Si no es así, estamos a merced del entorno.

Hay otro tipo de percepciones, denominadas subjetivas, que son las que sólo pueden ser percibidas por el propio individuo y que afectan, sobre todo, a su mundo interno (sensaciones, equilibrio, memoria motriz, etc.) y que aportan información muy valiosa para la supervivencia de la especie (sensación de hambre, de sed, dolor, aprendizaje de procesos mecánicos). Estas percepciones subjetivas complementan a las objetivas y dan al hombre una visión global de si mismo y del mundo que le rodea. Toda esta información entra en nuestro cerebro de modo incesante, como un torrente de datos que debemos organizar, filtrar y reconducir para actuar en consecuencia. El problema surge cuando debemos elegir cual es la información que necesitamos.

Probablemente fue la consciencia de este proceso (no somos capaces de procesar toda la información recibida y desechamos gran parte de ella) la que provocó la curiosidad del ser humano por la búsqueda de la verdad. El descubrimiento de que no podíamos atender a todos los estímulos simultáneos que recibíamos, dejó claro que no éramos capaces de elaborar un retrato de la realidad a partir de “todos” los datos, sino que necesariamente construíamos una imagen parcial a partir de sólo unos cuantos. Así que una de las primeras conclusiones a las que llegó el ser humano es que “no todo es lo que parece ser”.

El arte, en sus diferentes manifestaciones, ha sido admirado precisamente por su capacidad de reproducir la realidad. Pero ¿qué realidad?. Si lo representado en una pintura o escultura era fácilmente reconocible podía considerarse “verdadero”. Aunque para llegar a esa conclusión había que salvar otro obstáculo: no todos los seres humanos perciben del mismo modo los mismos estímulos. Así que, aquello que puede ser perfecto para unos, para otros resulta fingido. Las normas de representación académica intentaron crear una realidad estándar que fuera entendida por todo el mundo, a imagen y semejanza del concepto de realidad que defendían los filósofos presocráticos: aquello que vemos no es sino una mera apariencia que enmascara la verdadera esencia de las cosas. Para comprender el universo, que cada ser humano ve de un modo particular (idios kosmos o mundo subjetivo), los seres humanos llegan a un entendimiento a través de unas convenciones que dan en llamar mundo objetivo (koinos kosmos).

El mundo que vemos representado es, pues, fruto de una convención, de un acuerdo al que ha llegado el ser humano con sus congéneres para comprender la realidad. Cuanto más se incline la balanza hacia el universo subjetivo, más difícil será interpretar esa representación. Cuantos más elementos de ella respondan a las normas del mundo objetivo, más fácilmente llegará a todo el mundo. Siempre será más fácil identificar un paisaje holandés del siglo XVII que comprender una composición de Jackson Pollock:

Un bisonte de Altamira será más familiar para nosotros (aunque nunca hayamos visto uno delante) que una acuarela de Kandinsky:

Muchas variantes del arte abstracto, como el Neoplasticismo holandés, sostienen que lo que se representa en sus obras es el concepto puro de la realidad, desprovista de toda forma externa que pudiera engañar a la vista. De ese modo el cuadro se convierte en la esencia del arte en sí, sin la intermediación de las falsas apariencias. Algo que puede apreciarse en la obra de uno de los líderes de ese movimiento, Piet Mondrian, cuya pintura va evolucionando desde la simplificación de las formas paisajísticas a la abstracción geómetrica de la realidad.

El Neoplasticismo sostenía que todo el mundo visible podía abstraerse en sus formas elementales, que no eran otras que las líneas rectas verticales y horizontales, que formaban una especie de red que era la estructura verdadera y la esencia real de todas las cosas. Un camino similar siguió otro artista abstracto, Kassimir Malevich, cuyo objetivo era llegar a la abstracción suprema en pintura:

Su cuadro «Composición suprematista: blanco sobre blanco» parece la respuesta a esa búsqueda de la abstracción total.

Si retomamos las percepciones de las que hablábamos al principio, podemos relacionarlas de algún modo con aquellos que representa el arte en sus diversas etapas y cómo lo hace. Mientras el arte académico se centra en reflejar aquello que podemos identificar como percepciones objetivas (las que proceden de factores externos), el de vanguardia parece decantarse por las percepciones subjetivas. El action painting norteamericano (con Pollock a la cabeza) expresa el sentimiento y las sensaciones del artista a través de los materiales. Y ¿qué forma tienen los sentimientos? La expresión de los mismos se refleja en conceptos abstractos (de ahí el nombre del movimiento pictórico: «expresionismo abstracto»).

La pregunta que nos hacemos al llegar a este punto es: si ya no importan las formas externas, ¿qué representa la pintura entonces? ¿Qué función realiza si ya no sirve para ilustrar la realidad comprensible? ¿Sirve sólo para expresar el mundo interior del artista? La respuesta es sencilla: la pintura se representa a sí misma. El pigmento, la herramienta con la que se aplica, el soporte, la textura, el color: ¿acaso todo ello no conforma una realidad verdadera, liberada de los corsés formales, que puede reflejar una consciencia diferente a la de los sentidos? En eso consiste la abstracción. Es la realidad del arte que se sostiene por sí mismo y que no necesita fingir ser otra cosa para existir. Pero que también constituye un desafío para quien se pone frente a él por primera vez y se encuentra perdido ante la falta de referencias conocidas.

Recuerdo una frase de Woody Allen, ingeniosa, como todas las suyas: “¿Y si todo es una ilusión y no existe nada? Entonces he pagado demasiado por esta alfombra…” El conflicto entre apariencia y realidad salta de la filosofía griega a un cómico neoyorquino sin solución de continuidad y pone ante nuestros ojos, una vez más, el dilema de creer aquello que vemos y reconocemos o de guiar nuestra búsqueda de conocimiento por otros caminos. Quizá no estaría de más reflexionar si lo que percibimos no es sino la sombra proyectada en la pared interior de una cueva, mientras que la realidad se pasea delante de su entrada al tiempo que permanecemos encadenados a nuestras percepciones de espaldas a la luz.