Fábula de Venecia

por MaríaVázquez

«Her sunny locks
Hang on her temples like a golden fleece.»

(The Merchant of Venice – William Shakespeare)

En el principio, Venecia no era importante. En absoluto. La perla del Adriático era su vecina Rávena, sede de la flota imperial romana, llena hasta el techo de obras de arte, mansiones, patricios, legiones… Hasta que llegó el siglo V d.C. con sus bárbaros. El Imperio Romano de Occidente tembló, primero un poco, después bastante más, y finalmente se derrumbó mientras las hordas invasoras saqueaban las riquezas del césar. Las principales ciudades estaban en su punto de mira, con Roma a la cabeza. La población huyó despavorida. La capital del Imperio pasó de tener millón y medio de habitantes a apenas contar con 50.000. La orgullosa Rávena también sucumbió a la sed germánica y su población se vio obligada a huir.

Pero ¿huir adónde? La mayoría de la población se refugió en pequeños asentamientos surgidos alrededor de las villas romanas de los aristócratas, que ofrecían protección frente a los saqueos a cambio de mano de obra en sus tierras, comenzando así la relación económico-social que se conocería como feudalismo. Pero también hubo quien decidió asentarse en un lugar nuevo, fuera del alcance del invasor. Es entonces cuando, en medio de una laguna pantanosa, apareció Venecia.

El archipìélago de 118 islas en medio de la laguna ofrecía un lugar a salvo de los bárbaros. No tanto por el temor de éstos al agua sino porque la misma formaba fosos defensivos naturales para los núcleos de población que iban aumentando con el tiempo. El avance del Imperio Romano de Oriente recuperándo Rávena de las manos de los ostrogodos, llevó a Venecia al bando de los bizantinos. Y bajo su influencia quedó durante gran parte de la Edad Media. En este periodo se desarrolló la faceta comerciante y marinera que la convertirían, ahora sí, en la joya del Adriático, en la escala imprescindible de las rutas comerciales mediterráneas y en sede de un imperio económico y cultural cuya inmensa influencia cabía en una pequeña ciudad.

Hay poca gente que no conozca Venecia. Y no porque la haya visitado, sino porque desde el siglo X ha estado en boca (y en los ojos) de Occidente. Incluso antes de que a través de los grabados, dibujos, fotografías, imágenes televisivas o internet se pudiera ver la fisonomía de la ciudad, Venecia ya era famosa. Se la conocía hasta en China, desde que un comerciante de la ciudad, Marco Polo, viajara hasta allí y residiera en la corte de Kublai Khan durante varios años. Como compensación, Polo trajo a Europa numerosas noticias de aquel país lejano que en muchos casos se consideran fantasías. Aunque hay una que es completamente cierta: Venecia fue el primer lugar de Occidente que escuchó la palabra porcelana para referirse a la extraordinaria cerámica que se hacía en China. Así la llamó Polo y así la seguimos denominando hoy en día.

Hay tantas Venecias como personas que la hayan visto o hayan oído hablar de ella. Hay Venecias literarias, como la de Shakespeare, que la hizo escenario de dos de sus grandes dramas: Otelo y El Mercader de Venecia.

http://www.youtube.com/watch?v=UrIc3eINXT4

http://www.youtube.com/watch?v=mdbzRtxVtns

También es la de las comedias de Carlo Goldoni o las memorias de Giacomo Casanova y de Lorenzo Da Ponte, el genial libretista de las óperas de Mozart. O la que describió Thomas Mann en Muerte en Venecia. Está la Venecia que es la patria de la hermosa y valiente Capitán Tormenta de Emilio Salgari. O la que muestra su cara más criminal en las novelas de Donna Leon protagonizadas por el inspector Brunetti.

Hay Venecias artísticas: tantas como épocas en las que se pueda dividir la Historia del Arte. Paseando por sus calles y plazas encontramos desde el Bajo Imperio Romano de sus Tetrarcas hasta el Rococó del Teatro La Fenice, pasando por el gótico de sus palacios:

…La robustez renacentista de las esculturas de Verrocchio, la perfección de la arquitectura de Palladio, la luz sublime y arrebatadora de las pinturas de Giacomo Bellini:

… La atmósfera dorada de Tiziano, Tintoretto y Veronés, las escenas bulliciosas de Francesco Guardi o Canaletto…

Pero también hay Venecias musicales: las de Giovanni Gabrielli, Tomasso Albinoni (sí, el del Adagio que interpretan todos los músicos callejeros, ese mismo). La de Antonio Vivaldi, la de Alessandro Marcello… Y, cómo no, la de Charles Aznavour:

http://www.youtube.com/watch?v=NCRm2t2tpB0

http://www.youtube.com/watch?v=PEzuXJ0rOJM

http://www.youtube.com/watch?v=vE2O_yfgtBU

http://www.youtube.com/watch?v=LVq4y-RdGWE

También podríamos hablar de la Venecia cinematográfica. Esa que todos los finales de agosto celebra uno de los grandes festivales de cine europeos y que se acicala con alfombras rojas y estrellas de cine. La que vio nacer a Terence Hill. O la que ha fascinado a cineastas diversos, que la estilizan aún más en su belleza y contribuyen a perpetuar su renombre. Es la Venecia de Visconti o la de Woody Allen. Pero también la tierna y cómica de Alberto Sordi y Dino Risi o la enérgica de James Bond (ya fuera interpretado por Roger Moore o por Daniel Craig):

http://www.youtube.com/watch?v=36QBU474nqM

http://www.youtube.com/watch?v=pI1QjQmMwx0

http://www.youtube.com/watch?v=GShKJIcRlow

http://www.youtube.com/watch?v=5DyvHwBl9vI

Venecia, la reina de los mares, se hunde cada vez más en el fango de su laguna, bajo el peso de los siglos, los monumentos y los más de 15 millones de bulliciosos visitantes que pisan con fuerza su suelo. Es una dama anciana resignada a su destino sumergido, condenada a convertirse en un tesoro submarino. Pero aún existe otra Venecia, aquella que sólo se puede conocer en soledad, con plazas vacías y calles silenciosas que mueren en patios desiertos desde donde se puede escuchar el golpear rítmico del agua en la piedra y donde resuena el eco de pasos que se alejan presurosos. Es tan real (quizá más) que la Venecia que se extiende al otro lado de la frontera del turismo. Es la Venecia que dibujó Hugo Pratt en su Fábula de Venecia. Es la ciudad que, ante nuestros ojos, deja de ser una anciana señora para transformarse en una bella y misteriosa mujer, cuyos luminosos cabellos caen sobre sus sienes como un vellocino de oro, tal y como declamaba Bassanio en la cita de El Mercader de Venecia que abría este post. Unos cabellos del color de la luz que tan bien reflejaron Bellini, Tiziano o Veronese y cuya belleza persiguió a Corto Maltés allá donde fuera.