El Ojo En El Cielo

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Mes: julio, 2013

Describiendo nuevos y extraños mundos (II): La Edad de Oro de la ciencia ficción y la Nueva Ola

El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, en su misión continua para explorar nuevos y extraños mundos, para descubrir nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones; para llegar donde nadie ha llegado antes.

Introducción – Star Trek (serie TV).

La llegada del siglo XX supuso un cambio con respecto al tratamiento de la ciencia ficción tanto en literatura como en el cine, sobre todo en Europa. Los autores y las obras no pudieron escapar del clima creado por los acontecimientos políticos que sacudieron el continente desde finales del siglo XIX y todo ello tuvo su reflejo en un nuevo aspecto del relato de ciencia ficción: la distopía. Estas visiones de un futuro deprimente tienen sus raíces tanto en una reacción frente a la utopía futurista de Edward Bellamy mencionada en el post anterior como en una evolución del pesimismo evolutivo presente en Wells. La primera de estas distopías quizás sea la del ruso Evgueni Zamyatin titulada Nosotros y publicada en 1920 a la que siguen otras obras como La Guerra de las Salamandras (1936) y R.U.R (1921) ambas del checo Karel Capek (que tiene el honor de ser el creador de la palabra robot) o Un mundo feliz (1932) del británico Aldous Huxley. Como contrapunto a estas visiones políticas y sociales se podría mencionar en Gran Bretaña la obra de C.S. Lewis y su Trilogía del Espacio (Mas allá del planeta silencioso, 1938; Perelandra, 1943; y La horrible fortaleza, 1945) caracterizada por su base filosófica y cristiana y la visión más espiritual de William Olaf Stapledon (Hacedor de estrellas, 1936) que tendría gran influencia en autores como Asimov o Clarke (se podría ir más allá, incluso, y decir que Stapledon influyó en George Lucas ya que en su obra se establece por primera vez el concepto de guerra galáctica, que el escritor denomina Star Wars).

El cine europeo no se mantuvo al margen de este cambio en la visión de la ciencia ficción. Una película como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) trata los viajes espaciales como una posibilidad auténtica y no duda en incluir una revolución proletaria en el propio Marte, todo ello inmerso en un diseño de producción decididamente constructivista.

No menos espectacular es el diseño de producción de Metropolis (Fritz Lang, 1927), deudor del expresionismo alemán. Pero la película de Lang no es sólo estética sino también contiene una visión de la sociedad clasista y progresivamente esclava de la tecnología y da protagonismo a la gran aportación del siglo XX a la ciencia ficción: el robot. Ya en los años treinta se debería mencionar la producción de Alexander Korda Things to come (William Cameron Menzies, 1936) con guión del propio H.G.Wells en donde se plantea el comienzo de un conflicto mundial que transformará al mundo.

El caso de Estados Unidos es ligeramente diferente: su situación al margen de la mayor parte de las experiencias traumáticas acontecidas en Europa a principios del siglo XX y su escasa tradición literaria en este campo se reflejan en un claro desprecio a la ciencia ficción como género literario y la confinan en un determinado tipo de publicaciones denominadas pulp (revistas impresas en papel barato). Este hecho supuso por un lado la popularización de la ciencia ficción sobre todo entre el público juvenil y, por otro, el desarrollo del relato corto  como forma de expresión del género. Las revistas pulp tienen a Hugo Gernsback (el hombre en cuyo honor se denominarán los premios literarios más importantes de la ciencia ficción: los premios Hugo)  como principal impulsor de esas publicaciones entre las que destacan Amazing stories (fundada por el propio Gernsback), Astounding stories of super-science o Wonder stories. Estas publicaciones son las responsables del establecimiento del término space opera o aventuras espaciales.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930) - La imagen muestra una portada realizada con una ilustración con colores brillantes que representa una ciudad vista desde lejos llena de rascacielos y edificios modernos. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Astounding Stories (abril 1930). Ilustración de H. W. Wessolowski.

El auge de las publicaciones pulp desde fines de loas años veinte favoreció la proliferación de historietas ilustradas cuyos protagonistas eran héroes que corrían mil y una aventuras en mundos extraños: Buck Rogers se publica por primera vez en 1929. Le sigue, en 1933, Las aventuras de Flash Gordon. Y a finales de los años treinta Detective Comics lanza sus dos joyas heroicas: Superman (el primero y casi único superhéroe alienígena) y Batman.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939) - La imagen muestra la portada a todo color de la revista ilustrada Detective Comics en la que aparecen dos hombres vestidos con traje y sombrero de espaldas que miran asombrados como Batman les trae volando un delincuente. Pulse para ampliar.

Portada del primer número de Batman (mayo 1939)

Este gusto por la ciencia ficción no se refleja tanto en el cine norteamericano de la época, que se inclina más por el género fantástico y de terror o, en su defecto, por las adaptaciones de clásicos decimonónicos (King Kong, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Frankenstein, El hombre invisible, Drácula). Curiosamente, la adaptación más impactante de un clásico del género se realizó en un medio en el que la ciencia ficción no tuvo éxito: la radio. Fue en 1938 cuando Orson Welles y el Mercury Theatre hicieron su famosa adaptación de War of the worlds de Wells.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de "La Guerra de los Mundos" (1938) - La imagen muestra la portada del LP de la grabación donde aparece una fotografía de Orson Welles durante la retransmisión de la adaptación de "La Guerra de los Mundos". Pulse para ampliar.

Grabación de la retransmisión del Mercury Theatre de «La Guerra de los Mundos» (1938)

John W. Campbell, editor de la revista Astounding, fue el responsable de dar cancha a jóvenes autores a partir de 1939 entre los que destacaban Isaac Asimov, A. E. van Vogt, Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Robert A. Heinlein. Este hecho se considera como el comienzo de la llamada “Edad de Oro de la Ciencia Ficción” que abarca dos décadas y cuyos principales protagonistas están en Estados Unidos (con la salvedad del británico Arthur C. Clarke) y son hijos de las revistas pulp  de la década de los veinte. Estos autores introducen temas nuevos en el género tales como las cronologías coherentes de un futuro muy lejano (Heinlein y Asimov), las relaciones del hombre con la máquina (Asimov), la identidad del individuo dentro de la sociedad (Sturgeon), la reacción del hombre ante el futuro (Bradbury) o la combinación más espectacular de ciencia y filosofía (Arthur C. Clarke). Esta eclosión literaria no pasó inadvertida para el cine, que comenzó a adaptar algunos de los relatos. La Edad de Oro de la ciencia ficción coincidió con el periodo álgido de la Guerra Fría, del “macarthismo” y su paranoia anticomunista pero también del desarrollo de la sociedad del bienestar estadounidense: todos esos factores se reflejaron tanto en los relatos como en las películas. La mayor parte de las películas se catalogan como de “serie B” pero no dejan de aparecer títulos muy interesantes que, en casi todos los casos, fueron retomados en épocas posteriores. Es el caso de Ultimátum a la tierra (Robert Wise, 1951), El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951), Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o la británica El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960).

Portada de la primera edición de "Más que humano" de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción. Pulse para ampliar.

Portada de la primera edición de «Más que humano» de Theodore Sturgeon (1953), la novela que introdujo a los mutantes y su conflicto con la sociedad convencional en la ciencia ficción

Los años 60 inauguran una etapa que se ha denominado la  Nueva Ola (New Thing), situada a medio camino entre la Hard Science Fiction (o “científica” ficción, por decirlo de algún modo) y las space opera o las aventuras espaciales. En 1964 Michael Moorcock se convirtió en editor de la revista inglesa New worlds en la que publicaban autores nuevos como J.G. Ballard, Norman Spinrad, Richard Matheson, Brian A. Aldiss, Harry Harrison o Philip Jose Farmer. Estos autores se distanciaban tanto de la ciencia ficción “dura” (hard science fiction) como de la space opera e incluso se permitían experimentos lingüísticos o gramaticales inspirados en la narrativa de James Joyce. No todos los escritores de ciencia ficción que logran un reconocimiento en este período pueden ser considerados miembros de la  Nueva Ola. Otros muchos, que ya habían comenzado a escribir a finales de los años cincuenta, son los responsables de la entrada de la ciencia ficción literaria en la edad adulta: Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin en Estados Unidos; el britanico John Brunner y el polaco Stalislaw Lem en Europa. Incluso otros escritores que no se identifican con el género recogen parte de las preocupaciones y argumentos de la ciencia ficción y no dudan en utilizarlos para sus obras: es el caso de Kurt Vonnegut, Jorge Luis Borges, Italo Calvino o Anthony Burguess. Esa mayoría de edad literaria tiene también su reflejo, aunque un poco más tardío, en el cine de los años 60. Al comienzo de la década es palpable la influencia de la televisión y de los seriales que comienzan a proliferar y que se alimentan, en su mayor parte de buena parte de los relatos de la Edad de Oro. Es el caso de The Twilight Zone, a la que se unen otros seriales con vocación de space opera como Star Trek, Perdidos en el espacio, Los invasores, Viaje al fondo del mar o la británica Dr. Who.

El cine toma como referencia en muchos casos la estructura de estos seriales para sus lanzamientos: la productora británica Hammer es la responsable de seriales cinematográficos del Doctor Quatermass, Frankenstein, Drácula y Fu Manchú, muchas veces enfrentados entre ellos, al modo de los monstruos japoneses producto de las radiaciones atómicas como Gozilla, Gamera o Mothra o de las fantásticas producciones a medio camino entre el cine de terror y el de ciencia ficción del español Jesús (Jess) Franco. Estos productos, que se prolongan, a veces de modo agónico, en décadas sucesivas, conviven con otras producciones que realmente marcan la entrada del cine de ciencia ficción en el nivel de calidad que podía equipararlo a los logros literarios. Es el caso de películas europeas como Lenny contra Alphaville (J. L. Goddard, 1965), Fahrenheit 451 (F. Truffaut, 1966) o de ¿Teléfono rojo? ¡Volamos hacia Moscú! (S. Kubrick, 1964), en donde la trama está ya cargada de un importante contenido filosófico y crítico. Pero es a finales de la década cuando hay un verdadero punto de inflexión en cuanto al cine de ciencia ficción. En el año 1968 se estrenan un buen número de películas del género, algunas tan espectaculares como Barbarella (R. Vadim) o mediocres como Charly (R. Nelson), entre las que destacan tres: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), La noche de los muertos vivientes (George A. Romero) y 2001: Una odisea espacial (de Stanley Kubrick) que inauguraron nuevas líneas de tratamiento tanto de los temas como de la estética que hasta ese momento había imperado en la ciencia ficción visual.

Fotograma de la película "2001.Una odisea en el espacio" (Stanley Kubrick, 1968) - La imagen muestra la escena en la que el astronauta Dave Bowman se introduce en el núcleo del ordenador HAL 9000 para desconectarlo. Se ve al astronauta flotando en medio de un cubo iluminado con cientos de luces rojas. Pulse para ampliar.

Fotograma de la película «2001.Una odisea en el espacio» (Stanley Kubrick, 1968).

El cine buscó los elementos y las estéticas nuevas no sólo en el cine, sino también en el cómic. Si en Estados Unidos se asistía a la eclosión de los superhéroes de la editorial Marvel (La Patrulla X, Hulk, Spiderman, Ironman, Los Cuatro Fantásticos), en Europa el cómic se vinculaba más a los universos extraños de la literatura de la Nueva Ola. Es el caso de autores como Jean-Claude Mezières, Moebius o Enki Bilal, cuyas visiones apocalípticas influirán decisivamente en la estética de la ciencia ficción posterior.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película "El quinto elemento" (Luc Besson, 1997) - La imagen muestra uno de los bocetos para el diseño del entorno urbano del Nueva York futurista de la película, en donde destaca la figura de un taxi aéreo. Pulse para ampliar.

Boceto de Jean-Claude Mezières para la película «El quinto elemento» (Luc Besson, 1997)

Muchos autores presentan la década de los setenta como una especie de limbo estético y creativo dominado por la falta de elementos definidores claros y se contentan con mencionarla como una etapa de transición entre la Nueva Ola y el cyberpunk. La década de los 70 es la de la crisis energética y del impasse tecnológico que se reflejan en el estancamiento de comportamientos políticos y sociales, salvo por un aspecto: en el de la aportación femenina al género. Tras la estela de la primera gran escritora de ciencia ficción, Ursula K. Le Guin, aparecen nombres como Vonda McIntyre, Marion Zimmer Bradley (que había comenzado a publicar ya en los 60, pero que ahora recibe el reconocimiento por sus obras de fantasía y ciencia ficción), James Tiptree, jr (pseudónimo de Alice Sheldon) o Julian May que comparten protagonismo en la década con otros nombres nuevos como Robert Silverberg o Harlan Ellison.

Cubierta de la primera edición de "La mano izquierda de la oscuridad" de Ursula K. LeGuin (1974) - La imagen muestra la portada del libro con el título en la parte superior y una ilustración en la que sobre un fondo decorativo de circulos aparecen dos rostros, similares a los de los iconos bizantinos, muy juntos, tanto que parecen pegados y uno solo. Pulse para ampliar.

Cubierta de la primera edición de «La mano izquierda de la oscuridad» de Ursula K. LeGuin (1974)

El cine refleja el giro temático que había dado la ciencia ficción con la Nueva Ola: hay una mayor preocupación por el impacto del futuro tecnológico en una visión que puede considerarse “ecológica” pero también una fascinación por los logros y los avances científicos que pueden llevar al hombre a nuevas fronteras, como en el caso  de Solaris (A. Tarkowski, 1971), adaptación de una novela de Stanislaw Lem o de THX 1138 (S. Spielberg, 1971). Las preocupaciones del hombre sobre su futuro gravitan en torno a él y producen películas más o menos similares, a veces espeluznantes distopías futuras como la adaptación que Stanley Kubrick hizo en 1971 de la novela de Anthony Burguess La naranja mecánica, pero también burlas como El dormilón (W. Allen, 1973), sin olvidar otras películas más vanguardistas como A boy and his dog (L.Q. Jones, 1975) o El hombre que cayó a la tierra (N. Roeg, 1976).

La ciencia ficción cambió a finales de la década de los setenta y lo hizo de la mano del cine.

Pero eso es otra historia.

Describiendo nuevos y extraños mundos (I): Los orígenes de la ciencia ficción

¿Qué es la ciencia ficción?

No es fácil hacer una definición de la ciencia ficción como género narrativo. Si se califica así a aquellas obras en las que el aspecto tecnológico o científico sea protagonista, muchas otras quedarían fuera de catalogación. Si nos circunscribimos al marco espacial en el que se desarrolla la acción –y por espacial entendemos “el espacio”-, otras tantas quedarían al margen. ¿Cómo podemos, pues, definir la ciencia ficción?

En su libro El cine de ciencia ficción: una aproximación Joan Bassa y Ramón Freixas hacen un recorrido por las diferentes definiciones que diversos autores han realizado para este género. Entre todas, los autores destacan la del escritor norteamericano Robert A. Heinlein y la del estudioso francés Jacques Goimard. Para Heinlein la ciencia ficción es “una especulación realista sobre acontecimientos posibles, sólidamente basados en un conocimiento adecuado del mundo real, presente y pasado, y en una absoluta comprensión de la naturaleza y significado del método científico». En el caso de Goimard, escritor, ensayista y profesor, “la ciencia ficción es un género que comporta un cambio de verosímil y desempeña una función mítica”. Bassa y Freixas combinan ambas definiciones para crear la suya, basada en una realidad en la que lo verosímil ha cambiado, de modo que se convierte en el componente mítico de las sociedades futuras y en la que la ciencia y la tecnología son los motores del cambio.

Una vez establecido el marco de acción del género de ciencia ficción deberíamos preguntarnos cuándo comenzaron a aparecer obras que pudieran ser catalogadas como pertenecientes a él. Ya en la Antigüedad clásica algunos autores se plantearon la existencia de otro tipo de sociedades. Lo hizo el propio Platón en La República, exponiendo sus teorías sobre la sociedad ideal y su gobierno, algo que sería retomado a partir del Renacimiento en obras como Utopía de Thomas More. Pero quien abrió el fuego de la imaginación de otros mundos fue el satírico del siglo II Luciano de Samósata, quien en su Historia Verdadera ideó un viaje a la Luna y describió minuciosamente las características físicas de los selenitas así como su extraño sistema social.  Muchos siglos antes de Jules Verne o de las aventuras de Flash Gordon, el imaginario colectivo supo de viajes a la Luna y de hombres buitres que formaban un fantástico ejército. La intención de Luciano era fundamentalmente satírica. En su obra quería exponer determinados comportamientos o ideas para criticarlas a través de la ironía, escudándose en mundos fantásticos que ni existían ni podrían existir, como él mismo dice, en un claro disclaimer: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y ese sentido satírico fue el que autores como Jonathan Swift, Francisco de Quevedo o François Rabelais utilizaron para sus obras. Tanto Los Viajes de Gulliver como Los Sueños o Gargantúa y Pantragruel son obras herederas del espíritu satírico de Luciano y si transcurren en mundos que no parecen ser el nuestro es porque así lo exigía el decoro.

La ciencia ficción tal y como la entendemos en la actualidad se desarrolló a partir del siglo XVII, en el momento en que el método científico comenzó a generalizarse y reemplazó los modos de pensamiento más autoritarios y dogmáticos, con lo que puede considerarse como un género literario genuinamente moderno. A partir de este momento la evolución de la literatura de ciencia ficción irá pareja a la de los adelantos científicos y de la sociedad en sí misma. Por ello, para esta introducción al género, las etapas sucesivas en las que se puede dividir esta narrativa suelen coincidir con la división cronológica en décadas propia también de la evolución de la moda, el diseño o la tecnología. Así, mientras el siglo XIX es bastante homogéneo en su planteamiento literario, el siglo XX se caracterizará por cambios muchos más notables y rápidos marcados no solo por los acontecimientos históricos sino también por la interacción de la literatura con otros medios de expresión como el cine, el cómic, la televisión o los videojuegos.

Por regla general se suele considerar que la primera gran obra de ciencia ficción es la escrita por Mary Wollstonecraft Goodwin, más conocida como Mary Shelley: Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818). En ella, además de recoger la tradición de los mitos clásicos, Mary Shelley aborda una serie de temas que, a partir de ese momento, no dejarán de estar presentes en la literatura de ciencia ficción: las posibilidades de modificar el mundo conocido a través de la ciencia y el avance tecnológico y la angustia existencial derivada de la utilización (apropiada o no) de los susodichos avances. Por primera vez en la historia de la literatura se introduce en el relato de la sociedad de la época un futuro posible.

Mary Shelley. Retrato pintado por Richard Rothwell (1840) - La imagen muestra un retrato en plano medio (cortado a la altura de la cintura) de una mujer de mediana edad, vestida de negro con un traje que deja los hombros al descubierto y de rasgos lánguidos y melancólicos. Pulse para ampliar.

Mary Shelley. Retrato pintado por Richard Rothwell (1840)

Con Mary Shelley el siglo XIX entra de la mano de los avances científicos y del cuestionamiento de las nuevas estructuras sociales. Unos cuantos escritores conjugan estos temas en obras que no se pueden clasificar como realistas, fantásticas o filosóficas. Ese sería el caso del norteamericano Edgar Allan Poe, que no dudó en incluir en sus relatos los últimos adelantos científicos pero que también ideó mundos extraños como en La conversación de Eiros y Charmion (1839). Pero también es el caso del francés Jules Verne. Verne encarna a la perfección el ideal del hombre decimonónico: burgués, político, culto, interesado por los avances científicos y hombre de mundo. Se le considera el maestro de la anticipación científica o como mucho, un gran autor de libros juveniles, que se caracteriza por su realismo y por su meticulosidad a la hora de describir los avances tecnológicos. Sus obras no entran dentro de la clasificación de “fantásticas” pero sí merecen el adjetivo de “extraordinarias” o, lo que es lo mismo, inusuales pero posibles. Si los argumentos de las obras de Verne se repitieran en la actualidad, nadie dudaría en calificar el resultado de ciencia ficción: bombas atómicas, faxes, vehículos capaces de moverse con total libertad por los parajes más accidentados, por el fondo del mar o de llegar a la luna e, incluso, hombres invisibles.

Julio Verne fotografiado por Felix Marie Tournachon (Nadar) en 1878 - La imagen muestra una fotografía en blanco y negro en la que el escritor Julio Verne aparece en un primer plano largo (es decir, cortado un poco más abajo de los hombros), con el pelo y la barba entrecanos y mirada sonriente. Pulse para ampliar.

Julio Verne fotografiado por Felix Marie Tournachon (Nadar) en 1878

En estos primeros años del desarrollo de la ciencia ficción literaria varios autores profundizarán en el género realizando sus aportaciones: es el caso del norteamericano Edward Bellamy , que introduce la alteración del tiempo en su novela Looking backward (1888) y que deja la puerta abierta a los viajes en el tiempo; y también el de otro estadounidense, Edgard Rice Borroughs (el autor de Tarzán de los Monos pero también de Una Princesa de Marte y creador del aventurero espacial John Carter) que, a pesar de limitarse a trasladar los clásicos argumentos de la novela bizantina a escenarios más o menos exóticos, es el responsable de crear mundos distantes pero coherentes habitados por especies nuevas esencialmente diferentes del ser humano. Pero el más destacado de todos los autores que marcan el inicio de la ciencia ficción en el siglo XIX es el escritor británico Herbert George Wells. Además de ser el creador de iconos del género como el hombre invisible, la máquina del tiempo, los mutantes o las invasiones extraterrestres, introdujo el concepto de un tiempo futuro muy lejano, estableciendo la pauta evolutiva (hacia peor) de la humanidad en obras como El Hombre Invisible, La Máquina del Tiempo o La Guerra de los Mundos, versionadas hasta la saciedad en el cine y en la televisión. 

Herbert George Wells (c.1890) - La imagen muestra un retrato fotográfico del escritor inglés en la veintena. aparece en primero plano, con el rostro girado hacia la izquierda. va vestido con terno y luce un gran bigote. Pulse para ampliar.

Herbert George Wells (c.1890)

Paralelamente a las aportaciones literarias de Verne y Wells, el mundo asiste al nacimiento del cinematógrafo de la mano de los hermanos Auguste y Louis Lumière. En sus orígenes el cine era un avance científico en sí mismo que ponía al alcance de los espectadores imágenes en movimiento, algo impensable anteriormente. Como espectáculo de masas enseguida tuvo éxito y sus contenidos estaban acordes con su función y público, despertando cada vez una mayor fascinación. Los mundos extraños y las aventuras espaciales de la literatura encontraron un hueco en el cine en una fecha tan temprana como 1902 con Le voyage dans la Lune del francés Georges Mèlies. El cine y sus trucos visuales fueron la herramienta perfecta para los mundos de la ciencia ficción, ya estuvieran éstos protagonizados por los astronautas marineritos de Mèlies o por los turistas asombrados de El hotel eléctrico (1908) de Segundo de Chomón.

El siglo XX supuso el desarrollo de la ciencia ficción como género narrativo, ya fuera en literatura o en imágenes. La evolución de los acontecimientos históricos, de las estructuras sociales y de los sistemas económicos así como el desarrollo imparable de los adelantos tecnológicos fueron factores que influyeron decisivamente en la creación de esos mundos imaginarios.

O no tan imaginarios.

Una del Oeste

En cuanto se apagan las luces de la sala aparece ante nuestros ojos un paisaje inabarcable: llanuras fértiles, mesetas recortadas, cañones vertiginosos excavados por ríos bravos, montañas azuladas por la altura y la distancia, desiertos pedregosos e inclementes… Nos arrellanamos en la butaca porque sabemos qué tipo de película nos espera: una del Oeste.

El western es un género (cinematográfico, pero también literario) auténticamente norteamericano. La acción de sus obras transcurre en el Oeste de Estados Unidos, por lo general en el periodo que va entre 1850 y finales del siglo XIX. Su marco son los paisajes descritos en el párrafo anterior, situados al oeste y al suroeste del país y en ese entorno se desarrollan historias que tienen que ver con el poblamiento, la colonización y el desarrollo económico de una nación nueva. Sus protagonistas son, por lo tanto, los colonos, los hombres de la frontera, los indios, el ejército, los fuera de la ley que intentan sacar provecho del vacío de poder de los nuevos territorios y aquellos que intentan meterlos en cintura. Todos estos personajes conforman el paisaje humano que hizo posible la creación de Estados Unidos, superpuesto al paisaje natural de un país del tamaño de un continente. Así pues el western es el género histórico de un país sin apenas historia: habla del medio físico, hostil aún dentro de su belleza; de la ampliación del estado político (gracias a la aportación de la emigración masiva desde Europa y a costa del desplazamiento de los indios de sus territorios); de la economía que hace posible la acumulación de riqueza (sobre todo la ganadería y la explotación de los recursos naturales – la minería-); de las condiciones de vida de aquellas personas que habitaron los nuevos estados y de las relaciones y comportamientos sociales diferentes que se establecían fuera del ambiente seguro del Medio Este. El western, despojado de su apariencia aventurera, se convierte en un relato veraz de la formación de los Estados Unidos como país a lo largo del siglo XIX.

Por ello, lo protagonistas son variados. Los más importantes son los vaqueros (cowboys), hombres que trabajan a sueldo de los grandes propietarios de ranchos para trasladar rebaños de miles de cabezas de ganado de una parte a otra del país. Si serán importantes que el sinónimo de «una película del Oeste» ha llegado a ser «una de vaqueros»… Junto a los cowboys, los rancheros tienen su parte importante en el género, ya que son responsables del motor económico del país y actúan, en muchos casos, a modo de señores feudales medievales, con jurisdicción administrativa y legal sobre tierras y poblados e influencia (a veces buena, a veces no tanto) sobre las fuerzas vivas de su entorno. Pero la formación de un nuevo estado requiere de la aportación humana de aquellos dispuestos a aventurarse en tierras hostiles: los colonos se convierten también en protagonistas del western. Junto a los colonos están los trabajadores de las explotaciones mineras y sus familias, que fundan asentamientos que poco a poco comienzan a tomar importancia. En ambos casos (campesinos y mineros) suelen ser emigrantes procedentes de una Europa empobrecida o miembros de comunidades religiosas que buscaban una nueva Jerusalén. Gentes, en fin, decididas a labrarse un futuro pesara a quien pesara. Obviamente entre estos actores es fácil que se sucedan graves conflictos de intereses: los colonos, principalmente campesinos, suelen entorpecer el expansionismo económico de los rancheros, por ejemplo. Entre ambos, la figura del representante de la ley: el sheriff, el U.S. Marshall o el ranger (éste último en los territorios de Texas), encargados de poner orden y concierto legal.

Pero no son sólo los rancheros y los colonos o mineros los que provocan quebraderos de cabeza a la justicia en el salvaje Oeste: la amplitud del territorio y el aislamiento de sus habitantes lo convierten en el marco ideal para la actuación de los fuera de la ley. Es el escenario ideal para ladrones (de bancos y de ganado), asesinos, mercenarios contratados para deshacerse de rivales económicos o políticos, estafadores en el más amplio sentido de la palabra (desde sofisticados tahúres a vulgares trileros y falsos sacamuelas) y como figura inquietante, el cazarrecompensas, aquel que termina por dinero el trabajo que la ley no puede (o no quiere) hacer. Este panorama social es ya de por si complicado pero hay que añadirle un elemento más. Es, con diferencia, el más importante, el más auténtico y el que le da el carácter distintivo: el de los habitantes originarios de las Estados Unidos. Hasta ahora hemos hablado de colonos, vaqueros, rancheros y demás personajes que vagan a sus anchas por el oeste americano… o no tan a sus anchas. Antes de que llegaran las carretas y las monturas de los nuevos pobladores, esas tierras estaban habitadas por pueblos indígenas que se vieron desplazados sin consideración por aquellos que se creían con derecho a ocupar esos lugares llenos de posibilidades. Los indios son, pues, los otros grandes protagonistas, los damnificados de una carrera imparable por ocupar los territorios vírgenes: despreciados por los colonos y perseguidos y diezmados por el ejército, que tras la Guerra Civil americana (1861-1865) se convierte en la salvaguarda de los habitantes de las regiones más remotas.

A pesar de que el cine nació en Francia, su desarrollo en Estados Unidos fue el más importante en sus primeros tiempos, principalmente por el hecho de que la I Guerra Mundial no afectó a su industria como sí lo hizo en la mayoría de los países europeos. La aparición del western como género cinematográfico se remonta a 1903, con el estreno de El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Porter, discípulo de Thomas A. Edison. A partir de ese momento, el western comenzó a definirse en sus aspectos más esenciales, sobre todo en la utilización de los espacios naturales para el rodaje (en oposición a la mayor parte de las producciones, rodadas en estudios cerrados) y en explotar, por lo tanto, el factor expresivo y emocional de la Naturaleza en la narración, algo que influirá notablemente en el cine europeo de la época. Curiosamente, quien mejor reflejó el poder simbólico de las fuerzas naturales en el comportamiento de los personajes fue un director sueco, afincado en Hollywood, que dirigió la última gran obra maestra del cine mudo norteamericano. Victor Sjöstrom contó en 1928 la historia de una muchacha refinada y bien educada que se casa con un ranchero en un pueblo aislado de Texas en una bellísima película titulada El viento:

Lillian Gish en una escena de Lillian Gish en una escena de «El Viento» (Victor Sjöstrom, 1928)

El primer western sonoro no llegó hasta el año 1930 y fue The Big Trail, dirigida por Raoul Walsh, aunque la primera película del género que tuvo entidad suficiente para alejarla de los estereotipos de aventura fue La Diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939). Si en El Viento de Sjöstrom podíamos ver la influencia que ejercía el entorno en el individuo y como acentuaba sus debilidades o fortalezas, en La Diligencia la caracterización psicológica de los personajes a través de los diálogos, de los gestos (señalados por los planos), incluso de la vestimenta superan lo hecho hasta el momento, dando más pistas al espectador acerca de cómo reaccionan los protagonistas y por qué, dejando de lado la rigidez narrativa de obras anteriores:

La década de los años cuarenta fue excepcional para el género del western. Aunque primaba cierta estilización en el diseño de los personajes y el estereotipo de las acciones, se rodaron películas que pueden incluirse entre las mejores de la historia del cine. Fueron dos directores los que destacaron en esta edad de oro: John Ford (Pasión de los fuertes, 1946; Fort Apache, 1948; La legión invencible, 1949) y Howard Hawks (El fuera de la ley, 1943; Rio Rojo, 1948), sin olvidar ese paradigma del western ensalzando al héroe romántico que es Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941);  las  películas rodadas por otro auténtico especialista, William Wellman (Incidente en Ox Bow, 1943; Buffalo Bill, 1944); o superproducciones llenas de lirismo y de belleza como Duelo al solo (King Vidor, 1948).

Fotograma de Fotograma de «La Legión Invencible» (John Ford, 1949)

El final de la II Guerra Mundial supuso un punto de inflexión en el género del western. No en cuanto a escenarios, tramas o personajes, sino referido al espíritu de la narración: se aprecia un mayor desencanto, un claro cuestionamiento de las actitudes que antes eran indudablemente heroicas. Las historias aparecen con muchas más facetas, con un realismo más acusado, lo que impide al espectador tomar partido, por lo menos hasta escuchar a todas las partes implicadas. Los protagonistas pueden actuar por egoísmo, no por valentía, e incluso ocultan, en muchos casos, hechos turbulentos de su pasado por los que podemos llegar a rechazarlos. Este cambio se refleja de un modo muy visible en el tratamiento del paisaje, que adquiere nueva relevancia con los procesos de filmado en color y la utilización de los formatos panorámicos. Esta riqueza de planteamientos hace que, si bien la década de los años cuarenta se considera la edad de oro del western, las mejores obras, las que figuran por derecho propio en las listas de las mejores películas del género estén rodadas en la década de los cincuenta. Es el caso de la espléndida Caravana de mujeres (William Wellman, 1951); de Raices profundas (George Stevens, 1953), que nos presenta al pistolero con un aspecto humano inédito hasta el momento; del expresionismo colorista y psicológico de esa maravilla extraña que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954); de la visión ruda, salvaje, y marcada por la belleza de la naturaleza a cargo de Anthony Mann y su actor fetiche, James Stewart (Horizontes lejanos, 1953; Winchester 73, 1954; El hombre de Laramie, 1955); de la tensión dramática del héroe abandonado a sus suerte en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952); de la ambigüedad enervante de los personajes de El Árbol del Ahorcado (Delmer Daves, 1959);  de la fuerza y violencia de las películas de John Sturges (Duelo de titanes, 1957; El último tren a Gun Hill, 1959); de la contundencia de El tren de las 3:10 (Delmer Daves, 1957; con una nueva versión -que no desmerece en absoluto a la original- rodada por James Mangold en 2007); de la amargura de Rio Bravo (Howard Hawks, 1959); de la nueva visión del indio como personaje (es el caso de Apache, Robert Aldrich, 1954; o La Ley del Talión, Delmer Daves, 1956); de la perfección – no hay otro adjetivo- y la sinceridad de Centauros del desierto (John Ford, 1956); o del triunfo del antihéroe -el marino reconvertido a ranchero- en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958).

Gregory Peck en un fotograma de Gregory Peck en un fotograma de «Horizontes de grandeza» (William Wyler, 1958)

La década de los sesenta ahonda en esta negación de presentar comportamientos absolutos. Es una época de tensiones políticas (Guerra Fría, Guerra de Vietnam, luchas por los derechos civiles de la población negra e indígena, conciencia ecologista…) que no pueden evitar reflejarse en las historias trasladadas a la pantalla. El salvaje oeste es más salvaje e inhóspito que nunca, sin atisbo de esperanza para sus pobladores, salvo honrosas excepciones – tampoco excesivamente optimistas- , presentadas por directores de larga trayectoria como John Ford (El sargento negro, 1960; o en la que es quizá la mejor película del género en cuanto a mensaje político y social: El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) y Howard Hawks (El Dorado, 1966), o a través de superproducciones épicas que intentan resaltar el heroísmo de colonos, vaqueros y ejército a la manera de las primeras películas, como La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, John Ford y Richard Thorpe, 1962). Esta década presenta dos aspectos bastantes paradójicos del western. Por un lado, el más descarnado e inclemente, están los nuevos directores que traen un lenguaje cinematográfico impactante y una planificación del encuadre pensada para quitar el aliento al espectador: aquí podría incluirse la única película dirigida por Marlon Brando (y cuyo rodaje comenzó Stanley Kubrick, por cierto), El rostro impenetrable (1961), aunque el peso específico lo llevan dos nombres:  Sam Peckimpah (Grupo Salvaje, 1969; La balada de Cable Hogue, 1970) y el renovador del género y que lo elevó a cotas expresivas desconocidas -aunque a través de producciones de bajo presupuesto-, Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el feo y el malo, 1966; Hasta que llegó su hora, 1968).

Fotograma de Fotograma de «Grupo salvaje» (Sam Peckimpah, 1969)
Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de Sergio Leone utilizó como nadie el gran primer plano: fotograma de «Hasta que llegó su hora» (1968)

Pero por otro lado, aparecen películas en las que el género se aborda desde la perspectiva de la comedia (comedia de alto nivel, todo hay que decirlo), dando lugar a visiones del Oeste bastante alejadas de la reverencia usual. Es el caso de La batalla de las Colinas del Whisky (1965) dirigida por el veterano John Sturges; de Pequeño Gran Hombre (Arthur Penn, 1970); de Le llamaban Trinidad (Enzo Barboni, 1970), que sería el comienzo de una serie de películas de menor calidad; o el de la única película dirigida por el actor, bailarín y coreógrafo Gene Kelly: El club social de Cheyenne (1970). Y quizá entraría en esta categoría un musical de Broadway llevado a las pantallas por Joshua Logan en 1969 y en el que una joven que huye de un matrimonio polígamo con un mormón acaba conviviendo en amable trío amoroso con dos mineros: La leyenda de la ciudad sin nombre deja bien claro que las condiciones de vida en la frontera no pueden someterse a las exquisiteces de las normas sociales del políticamente correcto Este.

Fotografía promocional de Fotografía promocional de «El club social de Cheyenne» (Gene Kelly, 1970)
La inusual foto de la boda de La inusual foto de la boda de «La leyenda de la Ciudad Sin Nombre» (1969): Clint Eastwood, Jean Seberg y Lee Marvin

La tendencia al realismo «sucio» en el western se prolongó durante los años setenta, aunque el tema parece agotarse y el género entra en claro declive. Hay algún ejemplo del renacer de la conciencia ecológica (Las aventuras de Jeremías Johnson de Sidney Pollack, 1973) y Sam Peckimpah retoma la violencia poética que le caracteriza en Pat Garret y Billy the Kid (1973), realzada por la música y los versos de Bob Dylan:

A pesar de estos destellos, abundan las producciones de bajo presupuesto y menor calidad que surgen a la sombra de las obras de Sergio Leone, pero que no logran repuntar la caída en picado del género. Sólo un actor reconvertido a director salvó al western del olvido. Clint Eastwood, protagonista de algunas películas ya mencionadas como La leyenda de la Ciudad sin Nombre y actor fetiche de Sergio Leone, continuó trabajando en otros títulos, algunos realmente notables como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) y, sobre todo, en dos producciones dirigidas por Don Siegel: La jungla humana (1969) y Dos mulas y una mujer (1970).

Eastwood se convirtió en el alumno aventajado de Leone y Siegel que pronto superó a sus maestros y se erigió en el renovador del western. En 1973 dirigió Infierno de cobardes (una de las grandes películas del género), a la que seguirían El forajido (1976) y Bronco Billy (1980) que anticiparían el que es, sin duda, su mejor western, El jinete pálido (1985) y el más estilizado, de más éxito y reconocimiento, Sin perdón (1992).

Durante el final del siglo XX las películas del oeste siguieron existiendo gracias a Clint Eastwood, el único que pareció capaz de convertir al género en un producto de calidad que obtuviera, a su vez, beneficios en taquilla. Porque otras experiencias con esta misma temática tuvieron resultados nefastos, como es el caso de las dos primeras (y bellísimas) películas de Terrence Malick (Malas Tierras, 1973; y Días de cielo, 1978) o la espectacular La puerta del cielo de Michael Cimino (1980) que casi supuso la quiebra de la productora United Artists. En estos casos la innegable calidad de las películas no encontró respuesta en la taquilla.

Gran parte de la belleza de Gran parte de la belleza de «Días de cielo» (Terrence Malick, 1978) se debe a la delicada y pictórica fotografía de Néstor Almendros

Así durante los años ochenta y al abrigo de El jinete pálido se rodarían películas como Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) e incluso Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), un western «ecológico», menor y simple, valorado en exceso en su momento y que no ha pasado el juicio de los (pocos) años transcurridos. Eastwood volvió a abrir la caja de los truenos en los años noventa con Sin perdón, a la que siguieron aburridos y ultraviolentos westerns como Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) o Tombstone (George Pan Cosmatos, 1994) pero también curiosos e interesantes experimentos visuales como la notable Rápida y mortal (Sam Raimi, 1995) o la mística, poética y hermosa Dead man (Jim Jarmusch, 1995).

En el siglo XXI el western ha dejado de ser un género cinematográfico para convertirse en una anécdota narrativa. La mayor parte de los directores que puedan afrontar las películas han nacido ajenos a la influencia de este tipo de películas. Abundan, por tanto, las versiones de películas clásicas (algunas realmente excelentes, como la ya mencionada de James Mangold de El tren de las 3:10 o la espléndida de Ethan y Joel Cohen de Valor de ley (2011) basada en la del mismo título dirigida por Henry Hathaway en 1969). Sólo aquellos directores con clara vocación cinéfila y deseosos de rendir homenaje al género pueden realizar algo que se acerque a los cánones clásicos, como Quentin Tarantino con Django (2012), perfecto compendio de paisajes, personajes y tramas del western a lo largo de su historia. Quizá sea esta película el mejor modo de cerrar el repaso a las características y evolución de las películas del Oeste:

Que sea ella la que ponga el final a esta entrada.

Fundido en negro.

FIN