Ser o no ser

«Conozco tus palabras y que no eres ni frío ni caliente. Más porque eres tibio y no eres caliente ni frío, te escupiré de mi boca.»

Apocalipsis 3:15-16

A Charles Chaplin (1889-1977), la gran estrella del cine mudo, no le gustaban las películas habladas. Consideraba que la elegancia de los movimientos, la intensidad de las miradas y la emoción de los gestos se diluiría en medio de un torrente de palabras que atontarían al espectador y no dejarían transmitir la verdadera naturaleza de lo que acontecía. Si, por lo general, se dice que las apariencias engañan, Chaplin temía que fuera la verborrea quien lo hiciese y tapase, de esa forma, la realidad.

Estaba tan decidido a no sucumbir al cine sonoro que a pesar de que la nueva técnica estaba ya implantada y triunfando en todo el mundo, siguió rodando películas mudas. Aunque por mudas no debemos entender películas sin sonido: la música era importante para marcar el ritmo de la narración y, de hecho, Chaplin componía la mayoría de las bandas sonoras de sus filmes. Pero los diálogos seguían mostrándose con los intertítulos como los que rotulaban las antiguas películas. Fue lo que hizo en el año 1931 con Luces de la ciudad que, a pesar de su silencio, se convirtió un gran éxito de taquilla:

Volvió a repetir la misma fórmula en 1936 con otra de sus películas, Tiempos Modernos, una sátira contra la alienación del individuo en un mundo excesivamente mecanizado e industrializado, donde el ser humano se convierte en una pieza más de un engranaje gigantesco y absurdo, y carece de capacidad decisoria. En esta ocasión, Chaplin dio una vuelta de tuerca a la utilización del sonido y desarrolló una idea que ya había apuntado en Luces de la ciudad: cuando alguien hablaba parecía emitir unos sonidos bien ridículos, bien amenazantes, sin significado aparente. Los protagonistas volvían a relacionarse a través de miradas y gestos y, si era necesaria una explicación, se recurría a los intertítulos. Sólo había unos determinados momentos en que las palabras sonaban claras y diáfanas en la película: cuando se cantaban las alabanzas de las máquinas, al modo de los anuncios radiofónicos. Aunque las imágenes desmintiesen con sarcasmo ese discurso:

Pero en 1940, Charles Chaplin decidió hablar en la pantalla. ¡Y de qué manera! Denunciando de modo implacable la ideología fascista que arrasaba Europa y a la que Estados Unidos contemplaba aún desde la atalaya, refugiándose en la neutralidad y en los beneficios de negociar con los suministros a los países aliados. La película se tituló El Gran Dictador y hoy en día sigue siendo un hito en la historia del cine:

Su primera película completamente hablada fue también un éxito comercial. El público estadounidense disfrutaba con la burla ácida que Chaplin dedicaba a los lejanos enemigos europeos de la democracia, que a pesar de que no aparecían con sus verdaderos nombres, eran perfectamente identificables. Aunque la posterior entrada de Norteamérica en el conflicto armado atenuó el éxito y las buenas críticas. El propio Chaplin declaró, años después, que nunca hubiera rodado esa película si hubiera conocido el horror de los campos de exterminio nazis. Hoy en día, con la perspectiva que da el paso de las décadas, no podemos más que admirar el compromiso de Chaplin con la democracia, su defensa de la libertad del individuo y de la paz a través de una obra realizada con esmero, dignidad y consciencia. Como ejemplo de esa búsqueda consciente de la denuncia se puede citar el hecho de que los muchos de los carteles que aparecen en los comercios del ghetto judío están escritos en esperanto, un idioma condenado por Hitler como ejemplo de conspiración antigermánica ya que había sido creado por un judío polaco.

El cine norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial siguió dos líneas básicas: por un lado, la de los dramas patrióticos, ensalzando el valor de los soldados o de sus familias, las hazañas de las Fuerzas Armadas y la crueldad del enemigo; por otro, las sátiras burdas que ridiculizaban sobre todo a los nazis y su parafernalia. Ambas vías bastante alejadas del equilibrio diáfano que había establecido Chaplin con su película. Por lo menos hasta que en 1942 otro cineasta decidió agarrar el toro por los cuernos y dejar a Hitler (ahora sí, con su propio nombre) en el lugar que le correspondía.

Ese cineasta era también europeo, como Chaplin. No sólo eso: era alemán. Ernst Lubitsch (1892-1947) se había formado como ayudante de escenografía con el gran Max Reinhard (el creador del expresionismo teatral) y había llegado a ser un afamado director de cine en su pais, especializado en filmes llamados «de guardarropía» (de temática histórica y cuidados vestuarios y decorados) y en comedias. Su éxito en Alemania hizo que en 1922 fuera llamado por la actriz (y cofundadora de la productora United Artists junto con su marido Douglas Fairbanks y Charles Chaplin) Mary Pickford para que dirigiera una película en la que ella era la protagonista. La carrera de Lubitsch en Estados Unidos fue meteórica. Durante la década de los años 20 y, sobre todo, en los 30 dirigió una serie de comedias ingeniosas, llenas de ironía, equívocos y sugerencias que hacían (y hacen) las delicias de los espectadores: tan personales eran que su estilo acabó denominándose el «toque Lubitsch». Otro director alemán establecido en Estados Unidos, Billy Wilder (que fue guionista y ayudante de dirección de Lubitsch en varias películas) mantenía que el estilo de su maestro era inimitable y el mejor referente a la hora de hacer una comedia (no en vano en su despacho colgaba un cuadro con la siguiente leyenda: «¿como lo habría hecho Lubitsch?»).

Ernst Lubitsch fue el encargado de filmar la sátira definitiva contra el nazismo. Pero no sólo contra el totalitarismo: también contra la apatía de aquellos que habían asistido a la ascensión imparable de Adolf Hitler y no habían hecho nada por detenerla. A pesar de que Ser o No Ser se rodó en 1942, cuando la carrera de Lubitsch parecía ya en declive, es sin duda, la mejor de sus comedias:

En Ser o No Ser la crítica feroz al nazismo es mucho más visible ahora que en la época en la que se hizo. La aparente ligereza de sus personajes se transforma, con el paso del tiempo, en algo bastante más profundo y oscuro. Llena de frases memorables, de puertas que se abren y se cierran para esconder decorados, guardias de la Gestapo o cadáveres, de giros imprevistos de la acción que mantienen al espectador en continua sorpresa, esta película es, junto con El Gran Dictador de Chaplin, la prueba fehaciente de que un análisis certero puede venir perfectamente de la mano de la ironía:

A ninguno de estos dos directores les gustaba la tibieza que mostraban ciertos sectores hacia los totalitarismos europeos. Para Chaplin y para Lubitsch la defensa de la libertad no estaba en las palabras rimbombantes sino en los hechos. En su caso, en las películas que rodaban. Nadie podía mantener una actitud indiferente ante el apocalipsis nazi: o se estaba a favor o en contra. Era cuestión de ser o no ser uno de ellos, a pesar de que las apariencias pudiesen llevar al equívoco (esas apariencias engañosas que en ambas películas suponen la base de la trama).

El enemigo puede parecer inofensivo, pero eso lo hace más peligroso. Bien lo sabía Lubitsch, cuya hija de corta edad viajaba con su niñera en un trasatlántico desde Inglaterra a Estados Unidos en 1939, nada más empezar la Segunda Guerra Mundial. El barco fue torpedeado y hundido por un submarino alemán en el Atlántico Norte, aunque la niña consiguió salvarse. Conociendo este episodio de su vida cuesta creer que el director tomara a la ligera la amenaza del nazismo en Ser o No Ser, como le acusaron algunos de hacerlo, juzgando la película por su tono de comedia.

Quizá sea más acertado pensar que, en realidad, lo que hizo Ernst Lubitsch fue escupir su rabia en el rostro de los tibios. Y lo hizo sin que éstos se diesen cuenta.