El Ojo En El Cielo

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Etiqueta: Surrealismo

El hijo del sastre y la niña del cementerio

Los que están despiertos tienen un mundo común, pero los que duermen se vuelven cada uno a su mundo particular.

Heráclito de Éfeso (Filósofo griego, 535-475 a.C.)

Imágenes de luz fragmentada que bailan ante mi como un millón de ojos me llaman sin cesar desde el otro lado del universo.

John Lennon y Paul MacCartney – «Across the Universe» (1968)

La imágenes de los sueños son las únicas que «vemos» pero no son captadas por ninguno de nuestros sentidos. El cerebro las crea y a través de ellas conocemos universos propios que, muchas veces, no entendemos aunque estén repletos de objetos y escenarios familiares. La materia de la que están hechos nuestros sueños, a veces tan vívidos que son más reales que nuestro despertar, ha sido desde siempre uno de los objetos de reflexión del ser humano en la filosofía, la literatura, el arte y la medicina. Filósofos como Heráclito de Éfeso sostenían que los sueños constituían un universo aparte, un mundo particular cuya puerta se abría cuando los ojos se cerraban y que no podía ser compartido con nadie más. A eso le llamó «idios kosmos», el universo propio. Cuando abrímos los ojos el mundo que se ofrece ante ellos es el compartido con el resto de los seres humanos. Ése era el «koinos cosmos» o universo común.

El arte y la literatura son artes privilegiadas que pueden escoger en qué universo vivir y moverse. Pueden optar por representar y describir el mundo que nos rodea y que percibimos a través de los sentidos o plasmar esa dimensión propia a la que nadie puede acceder. Este concepto de realidad que se superpone a la realidad ya existente es la base de vanguardias pictóricas como el Simbolismo, la Scuola Metafisica italiana o el Surrealismo. Estos movimientos artísticos, sobre todo los dos últimos, exploraban las reflexiones que producían la yuxtaposición de objetos cotidianos fuera de su entorno habitual, tal y como aparecen en los sueños. Si esos elementos perdían su esencia al ser arrebatados del marco en el que existían normalmente o si, por el contrario, generaban mundos nuevos y posibles en los que sumergir nuestros ojos y nuestra mente.

René-François-Ghislain Magritte (1898-1967) fue uno de esos artistas que exploró el mundo de las apariencias para dejarnos pensativos ante cada una de sus obras. Nacido en la localidad belga de Lessines, hijo de un sastre y una modista y el mayor de tres hermanos, su infancia transcurrió tranquila y sin más sobresaltos hasta que en 1912 su madre se suicidó arrojándose al río Sambre. A partir de ese momento, la vida de los hermanos Magritte se caracterizó por el alejamiento de su padre y la educación de los niños por parte de criadas y gobernantas que debían aguantar las bromas pesadas de René. A veces su padre les enviaba a Soignes, a casa de su abuela, a pasar el verano. Allí fue donde René descubrió que la pintura le producía una emoción especial. Había empezado a pintar y a hacer manualidades con apenas 12 años, pero nunca se lo había tomado en serio. Mientras veraneaba en casa de su abuela conoció a una niña con la que se pasaba los días jugando y explorando el hermoso bosque de los alrededores del pueblo y las criptas del cementerio. En la alameda del lugar se cruzaban siempre con un pintor que se pasaba horas sentado ante su caballete. Muchos años después René Magritte explicaba que la emoción que sentía al caminar por las criptas la asoció a la figura de aquel hombre pintando. Como si la pintura pudiera provocar la misma excitación que el misterio oscuro de las cámaras de los muertos.

René Magritte se matriculó en la Academia de Bellas Artes de Bruselas en 1916, ciudad a la que se había trasladado a vivir. Comenzó a explorar la pintura inspirándose primero en los impresionistas, luego en los fauvistas y después en el cubismo. Buscaba modos de expresar la realidad aunque los resultados no le satisfacían especialmente.

La imagen muestra un cuadro que representa a una mujer vista en plano medio (cortada a la altura de la cintura). Está pintada con trazos gruesos y colores vivos. Pulse para ampliar.

René Magritte – «Desnudo». Óleo sobre lienzo (1919)

 

René Magritte buscaba la emoción en la pintura y gracias a ella encontró una que iba a durar el resto de su vida. Un día, paseando por el Jardín Botánico, conoció por casualidad a Georgette, una joven dependienta de un establecimiento dedicado a suministros para artistas. Se casaron en 1922 y Magritte se afanó en construir y decorar los muebles y objetos que iban a dar forma a su hogar conyugal. Esta faceta de diseñador había comenzado un poco antes, al entrar a trabajar en la empresa Peters-Lacroix, donde se dedicaba a diseñar patrones decorativos para papel pintado.

La imagen muestra un fragmento rectangular de papel con un diseño que parece floral -sólo se aprecia una parte- con lo que parecen unos tallos curvilíneos y unos pétalos u hojas verdes. Pulse para ampliar.

René Magritte y Victor Servranckx – Diseño de papel pintado para Peters-Lacroix (entre 1920-1925)

Quizá el trabajo en Peters-Lacroix no le llenaba lo suficiente porque poco después de casarse Magritte abandonó la empresa y se dedicó a realizar carteles y anuncios publicitarios que le permitían tener ingresos regulares. La pintura seguía siendo su objetivo aunque encontraba un buen sustituto en el diseño gráfico y la ilustración.

La imagen muestra un cartel en el que destaca, a la derecha, la figura de una mujer, realizada de modo bastante geométrico, vestida con un traje rojo y tocada con un sombrerito del mismo color. Tras ella se aprecia un paisaje también muy geométrico y fragmentado, como visto desde diferentes puntos de vista. Y en la parte inferior derecha un texto con los datos del modelo (Petrouchka) y de la casa de confección (Norine)

René Magritte – Anuncio para la marca de ropa «Norine» (1925)

La búsqueda de un lenguaje expresivo en pintura que le llenara llevó a Magritte a investigar en diferentes técnicas. En sus primeros cuadros se aprecia la influencia del impresionismo y del fauvismo para pasar  posteriormente al cubismo analítico o al purismo.

La imagen muestra a la esposa del pintor sentada ante el piano tocándolo. El tratamiento de la figura y del espacio son similares a los de los cuadros cubistas de Juan Gris o Pablo Picasso, donde los objetos parecen estar fragmentados mostrando un aspecto muy geométrico, como piezas de un puzzle repartidas por el lienzo que la vista debe recomponer para comprender qué representa. Pulse para ampliar

René Magritte – Georgette al piano (1923)

La imagen muestra a una mujer tumbada sobre una especie de divan. Lleva un bañador blanco que le cubre parte de los muslos. Está en un interior porque se aprecian pare de unos cortinajes y sin embargo, al fondo del encuadre se aprecia una abertura, como si esa casa no tuviera pared, a través de la cual se ve el mar. Pulse para ampliar.

René Magritte – Bañista (1925)

Esa búsqueda terminó en 1925 cuando Magritte descubrió la obra de Giorgio de Chirico, uno de los principales representantes de la llamada Scuola Metafisica o Pittura Metafisica, movimiento artístico italiano que indagaba sobre el significado de objetos y escenas sin aparente sentido. La pintura de Chirico se basaba en paisajes urbanos desiertos donde se disponían elementos que solían conjugar el pasado y el presente en una especie de juego de recuerdos, verdaderos o inventados, que acababan conformando un presente inquietante en su quietud.

La imagen muestra lo que parece ser la azotea de un edificio. Sobre una pared en el medio del encuadre está pegada la cabeza de escayola de una escultura clásica. A su lado, y del mismo tamaño que la cabeza, aparece clavado un guante de piel. Y en primer plano, una pelota de cuero cosido de color verde. Pulse para ampliar.

Giorgio de Chirico – «Canción de amor» (1919). Este cuadro de De Chirico impresionó especialmente a Magritte por su atmósfera de tiempo paralizado y por la utilización de elementos comunes (una escultura clásica, un guante y una pelota) que forman una realidad nueva y misteriosa al estar situados juntos.

La pintura de Magritte se transformó en imágenes que parecían una pregunta sin respuesta o la respuesta a una pregunta desconocida. Siguiendo el estilo de los metafísicos italianos creó escenarios cotidianos en los que aparecían objetos reconocibles pero cuyo significado primero se escapaba al observador y después regresaba para ofrecerle un sinfín de incógnitas.

La imagen muestra un bosque en el que los troncos de los árboles han sido sustituidos por patas de muebles torneados. Dos hombres vestidos de blanco juegan al béisbol en ese bosque: uno con un bate y otro espera para recoger la pelota con un guante. En la parte superior izquierda sobre el jugador con el bate se ve una gran tortuga carey que flota en el aire como si estuviera en el agua. Y a la derecha aparece una pequeña construcción como una alacena que tiene una puerta abierta. A través de esa puerta puede verse la figura de una mujer con la parte inferior del rostro con una mancha oscura como si fuera barba. Pulse para ampliar.

René Magritte – «El jugador secreto» (1927)

La recompensa le llegó en 1926 en forma de contrato en exclusiva con la galería El Centauro para vender sus obras. Esto le permitió dedicarse en exclusiva a pintar. Y como hijo de un sastre que era, a partir de ese momento se dedicó a confeccionar pequeños mundos extraños que invitaban a reflexionar sobre la realidad, las imágenes, los sueños y los objetos materiales.

La imagen muestra una gran pipa pintada sobre un fondo ocre neutro. Bajo ella aparece escrito el título (en francés: Ceci n´est pas une pipe) Pulse para ampliar

René Magritte – «La traición de las imágenes» (1929). A Magritte le gustaba jugar con las palabras y los objetos. Al titular así el cuadro nos lleva a la primera conclusión de que lo que vemos no es una pipa, sino un cuadro que representa el objeto en sí. Solía decir que una palabra podía sustituir a una imagen: entonces, al introducir la palabra «pipa» dentro de la imagen vuelve a situar el objeto dentro de la representación, haciéndolo más real y provocando la contradicción en nuestro cerebro.

En la pintura de Magritte hay una serie de elementos recurrentes: los árboles, compendio de vida para el pintor, que llenan el espacio, atrapan la luz, mecen a la luna entre sus ramas o aparecen transformados en objetos como balaústres o patas torneadas de muebles (quizá como las de aquellos que construyó cuando se casó con Georgette); mujeres y hombres con rostros velados que pueden ser el recuerdo de su madre, a quien encontraron ahogada en el río con la camisa vuelta sobre su cabeza; nubes de textura pétrea que flotan con facilidad en el cielo inmaculado o de blanco algodón cuya presencia rotunda parece conformar un muro de ladrillos blancos; individuos vestidos con traje y sombrero hongo, anónimos y anodinos, que caen como lluvia del cielo o contemplan el paisaje sin verlo. Y alrededor de todos estos elementos la eterna pregunta sobre qué es real y qué no lo es. ¿Pertenecen nuestros sueños exclusivamente a la imaginación? Pero si «imaginamos» (es decir, ponemos imagen a una idea) es porque otorgamos una forma conocida -luego, real- a un pensamiento… Entonces ¿los sueños son reales? ¿La reproducción de un objeto equivale a ese objeto o la esencia del mismo es inmarcesible? ¿La pintura es una mera reproducción de la realidad o es una realidad distinta en sí misma?

La imagen muestra a un hombre en plano medio de espaldas al espectador y frente a un espejo. En el espejo se ve reflejado el hombre pero tal y como lo vemos nosotros, es decir, de espaldas y no de frente como debería corresponder. pulse para ampliar.

René Magrite – «Prohibida la reproducción» (1937). El hombre se refleja en el espejo pero no podemos ver su rostro. Eso puede llevarnos a pensar que el ser humano no puede ser reproducido en esa otra realidad que es un cuadro, aunque sí lo pueden ser otros objetos como la repisa de la chimenea y el libro, que sí se reflejan en el espejo.

El particular universo de Magritte ha trascendido lo meramente pictórico para convertirse en un auténtico icono popular. Sus imágenes son sencillas, accesibles, comprensibles y evocadoras y, sin embargo, contienen misterios y preguntas eternas sobre qué somos y qué deseamos ser.

La imagen muestra un paisaje marino en un día tormentoso. En primer plano, y como flotando en el aire, aparece una tabla de madera sobre la que está la cabeza de una escultura antigua de una mujer con los ojos cerrados y en una de cuyas sienes aparece una mancha roja como si fuera de sangre. A ambos lados de la cabeza hay una rosa y una esfera con una hendidura horizontal en su perímetro central. Pulse para ampliar.

René Magritte – «Memoria» (1948)

 

La imagen muestra un paisaje urbano, una calle donde se ve la parte superior de unas casas adosadas. Por toda la parte superior del cuadro  y por delante de las casas aparecen figuritas de hombres vestidos con traje negro, abrigo y sombrero hongo que flotan en el aire y parece gotas de lluvia. Pulse para ampliar.

René Magritte – «Golconda» (1953). El pintor denominó así el cuadro por la ciudad india de Golconda famosa por sus minas de diamantes.

La imagen muestra una ventada desde el interior de una casa. Las cortinas rojas que la adornan están descorridas y vemos un paisaje de campo con árboles a trabé´s de los cristales, solo que el cristal de la parte inferior de la ventana está roto y los trozos caídos en el interior de la habitación. Esos trozos en lugar de ser transparentes, muestran el mismo paisaje que se ve a través de la ventana. Pulse para ampliar.

René Magritte – «La llave de los campos» (1933). Aquí Magritte presenta otra reflexión: una vista a través de un cristal (de un cuadro, de una fotografía) se convierte al instante en otra realidad en sí misma, con consistencia propia y separada de la imagen a reproducir. Los fragmentos de cristal con el paisaje nos dicen que estábamos viendo dos realidades diferentes superpuestas.

La obra de Magritte no deja indiferente a nadie. En un nivel superficial porque sus cuadros han acabado por convertirse en iconos reconocibles en diseño, fotografía o pintura. En una nivel de análisis más profundo porque son una continua búsqueda de qué es la realidad. Viendo su trabajo podemos deducir que existen tantas realidades como universos habitamos cuando abrimos o cerramos los ojos. Quizá el principal mérito de Magritte sea el de compartir con nosotros su mundo particular, el de sus sueños, miedos y emociones de modo que acabemos haciéndolo nuestro. Compartir su idios kosmos y transformarlo en nuestro koinos kosmos para hacernos pasar a otros universos con los ojos abiertos. Y el secreto para ello estaba en las emociones. Durante toda su vida Magritte confeccionó laboriosamente escenarios pincelada a pincelada para evocar un verano lejano de la infancia. En una conferencia que pronunció en el Museo Real de Bellas Artes de Amberes en 1938 y en el que repasaba su vida y su obra dijo: La niña que conocí en el viejo cementerio era el objeto de mis ensueños y se encontraba inmersa en agitados ambientes de estaciones, fiestas o ciudades que yo creaba para ella. Gracias a esta pintura mágica volví a encontrar las mismas sensaciones que había experimentado durante mi infancia.

Y gracias a que el hijo de un sastre y la niña del cementerio jugaron en oscuras criptas los sueños se hicieron materia en forma de óleo sobre lienzo.

La imagen muestra una fotografía en primer plano del pintor. Viste traje negro, camisa blanca y corbata a cuadros. Lleva un sombrero hongo y posa delante de su cuadro "Golconda" donde aparecen pintados muchos hombrecillos vestidos igual que el. Pulse para ampliar.

René Magritte fotografiado por Steve Schapiro

El discreto encanto de la burguesía

Las horas pasan lentamente
Como el desfile de un entierro
Llorarás la hora en que lloras
Que huirá también rápidamente
Como pasan todas las horas

Guillaume Apollinaire – En la prisión de la Santé, V (1911)

A veces cuanto más fácil y trillado es el camino, más apetece apartarse de él.

Que se lo digan, si no, a Marcel Duchamp (1887-1968), el tercero de los siete hijos del matrimonio entre un amable notario y la fría y distante hija de un agente marítimo y pintor aficionado. Con los cuadros y grabados de su abuelo colgados por toda la casa, con sus dos hermanos mayores ejerciendo de artistas de vanguardia en París y viviendo una apacible y muelle vida burguesa en la casa familiar, todo parecía orientado a que Marcel desarrollara sus capacidades artísticas e intelectuales. Su infancia transcurrió entre lecturas, lecciones de música y partidas de ajedrez hasta que con 15 años comenzó a pintar. Su objetivo era ir a vivir a París como sus hermanos mayores, que tenían ya cierto nombre dentro de los círculos artísticos. El mayor, Gaston Emile, había abandonado los estudios de Derecho para dedicarse a la pintura y había adquirido cierta fama realizando caricaturas e ilustraciones para varias publicaciones parisinas con el seudónimo de Jacques Villon. Su otro hermano, Raymond, también había abandonado los estudios debido a una enfermedad, durante la cual había comenzado a hacer pequeñas esculturas. Y tras su marcha a París, logró el reconocimiento de los artistas cubistas que en aquel momento constituían la vanguardia más rabiosa de la ciudad. Así que Marcel estaba decidido a hacer lo mismo, aunque tuvo que esperar a cumplir 17 años y terminar sus estudios en el Liceo. Una vez en París fue directo a una escuela de arte para matricularse, pero los innegables atractivos de la ciudad lograron que acabaran licenciándose en billar, como él diría con sorna tiempo después. Aún así, rodeado de lo más granado del arte parisino gracias a los contactos de sus hermanos, comenzó a trabajar en diversos periódicos realizando caricaturas.

La imagen muestra un dibujo con trazo grueso en el que se ven a un hombre y una mujer paseando por una calle. El hombre empuja un cochecito de bebé y la mujer camina a su lado. Aunque el cochecito tapa la mitad de su cuerpo puede apreciarse que está en avanzado estado de gestación. Ambos tienen una expresión bastante malhumorada. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – «El encanto de la vida matrimonial». Caricatura (c. 1905)

La vida de placeres y descubrimientos que París proporcionaba a Duchamp quedó momentáneamente interrumpida por la obligatoriedad de incorporarse al servicio militar. Esta pausa forzosa quizá le ayudó a centrarse más en su objetivo de convertirse en artista. Comenzó a observar con minuciosidad la obra de pintores anteriores como Edouard Manet, analizó la forma y el volumen tal y como lo entendía Cezanne y absorbió la fuerza expresiva de los colores fauvistas. Resumiendo: comenzó a pintar en serio.

La imagen muestra un cuadro en el que se ve, casi de cuerpo entero (a falta de la pierna derecha y el pie izquierdo) a un hombre vestido con traje sentado en una butaca tapizada con una tela a rayas azul celeste y amarillas. El hombre se recuesta sobre su lado derecho, apoyando el rostro en la mano. Es calvo y luce barba y bigote blancos y abundantes. Viste un traje de color pardo que parece tener reflejos verdes. El hombre lleva gafas y aún así se puede apreciar una expresión en su rostro entre melancólica y risueña. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – Retrato del padre del artista (1910)

La imagen muestra una escena que parece transcurrir en un jardín ya que todo el suelo y el fondo del cuadro son de un color verde intenso. Hay cuatro personajes: dos hombres en segundo término que están ensimismados inclinandose sobre una pequeña mesa en la que hay un tablero de ajedrez. Delante de ellos hay otra pequeña mesita sobre la que se dispone una tetera y varias tazas de cerámica. Y en primer plano están dos mujeres. A la derecha, una de ellas está sentada en una silla sencilla, de barrotes de madera y asiento de enea, que mira hacia la izquierda y apoya su mano en la mesita donde está servido el te. En la parte izquierda, una muchacha está tumbada sobre la hierba, apoyada sobre su brazo derecho y mirando hacia abajo. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – La partida de ajedrez (1910)

A pesar de estos comienzos coloristas, Duchamp se sintió contagiado por el análisis cubista de la forma y de la perspectiva. Cuando su hermano Raymond pidió a unos cuantos amigos artistas que le hicieran algunos cuadros para su cocina, Marcel pintó su primer cuadro maquinista, una suerte de estilo basado en el futurismo italiano, una vanguardia inspirada en la fascinación por la máquina y su movimiento.

La imagen muestra un cuadro rectangular y vertical en el que se puede ver una especie de máquina indefinida. Es como un molinillo de café manual pero está como desplegado en sus partes, de modo que se aprecia la parte inferior redondeada, la parte superior con forma de tronco de cono invertido y la manivela para hacer girar el molino. Esta última pieza aparece como si de varias manivelas se tratasen organizadas en torno a un eje único, dando la sensación de que está girando. La máquina es comprensible si se ve ve cada una de sus partes por separado, porque el conjunto podría significar un molinillo de café o una imprenta, indistintamente. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – Molino de café (1911)

Esa atracción por la máquina, el movimiento y su secuenciación y la sensación de avance acercaron a Duchamp a la estética del futurismo italiano de Balla, Marinetti, Depero, Severini o Boccioni.

La imagen muestra un cuadro, realizado a base de grandes pinceladas sueltas de forma cuadrangular, en el que parece verse (no hay una línea que enmarque los contornos, así que todo es impresión) la secuencia de una niña con un vestido azul y botines negros corriendo tras los barrotes de un balcón. En realidad el artista ha pintado varias niñas superpuestas en sus perfiles que dan la sensación de que es una sola muchacha dejando tras de sí la estela de su carrera, como si se tratase del aire que mueve con su carrera. Pulse para ampliar.

Giacomo Balla – Niña corriendo en un balcón (1912)

Duchamp sentía afinidad por esa visión del arte en  constante movimiento. Y eso le hizo trabar amistad con el artista Francis Picabia, también apasionado de maquinismos varios. Con él y con el poeta Guillaume Apollinaire, Duchamp emprendió un viaje en tren por Europa en 1912. Las impresiones de ese viaje, las conversaciones y discusiones sobre qué era el arte y cómo debía entenderse influyeron en Duchamp de modo decisivo.

La imagen muestra un cuadro en el que se aprecia lo que parece ser el rostro de un hombre bastante geometrizado. Parece estar representado como si de una vibración se tratase, ya que el perfil de los lados de la cabeza se reproduce a ambos lados como intentando reflejar el espacio que hubiera ocupado la cabeza del hombre en cada uno de los bamboleos del vagón. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp- Joven triste en un tren (1911)

Como pintor, Duchamp estaba ansioso por ser reconocido en el grupo de artistas cubistas al que pertenecía su hermano Raymond, entre los que se encontraban Archipenko, Juan Gris o Fernand Léger. Así que la oportunidad de exponer su Desnudo bajando una escalera en el Salón de los Independientes de 1912 le llenó de orgullo ante la posibilidad de compartir espacio con sus referentes.

La imagen muestra a una persona vista de perfil y representada de modo bastante geometrizado (a base de cilindros, troncos de cono, cubos, etc...) en el momento de descender por una escalera. Al igual que el cuadro del joven en el tren, podemos ver la estela que deja la persona al ir descendiendo por la escalera, de modo que parecen en realidad varias. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – Desnudo bajando una escalera nº 2 (1912)

Lo que no esperaba Duchamp fue el rechazo hacia su obra de los propios cubistas. Podía entender que el público no apreciara su estudio de la dinámica del movimiento pero… ¿los propios pintores? En un momento en que los múltiples movimientos de vanguardia pugnaban por diferenciarse unos de otros para definirse ante el contrario, el cuadro de Duchamp fue calificado de «excesivamente futurista» para ser cubista. Así que le pidieron a Raymond que transmitiese la noticia a su hermano de que debía retirar el cuadro. Duchamp lo retiró sin rechistar pero dolido. A partir de ahí desarrollaría su obra convencido de que no merecía la pena entrar a formar parte de ningún grupo artístico que coartara la libertad creativa.

El rechazo del grupo cubista le llevó a reflexionar sobre cuál debía ser la actitud del artista ante su obra: ¿debía sacrificar sus búsquedas y su visión personal para pertenecer a un grupo que respaldara sus presupuestos? Y ese respaldo ¿a qué se debería? ¿Al convencimiento de que esa visión del arte era la correcta o a una simple cuestión de número? Duchamp decidió que si no debía contar más que consigo mismo, seguiría su carrera solo. Mientras ejercía como bibliotecario en Sainte-Genevieve de París comenzó a realizar diseños mecánicos en los que intentaba demostrar su fascinación por el movimiento continuo.

La imagen muestra una fotografía en la que aparece un taburete alto de cuatro patas sobre el que hay clavada una rueda de bicicleta. En realidad, la rueda, con sus radios, está sostenida por la pieza metálica que la une al cuadro de la bicicleta y esa pieza es la que está clavada en el taburete de modo que, si queremos, podemos hacer girar la rueda. Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – Rueda de bicicleta (1913)

Ese trabajo le permitió ahondar en el estudio de la mecánica, la óptica, las matemáticas y la perspectiva. Estaba convencido de la relación entre el cuerpo humano y la mecánica (antes de que el término biomecánica se conociese como tal) y de que el propio juego del ajedrez (su otra pasión, aparte de la pintura) era un mecanismo en si. Pero también llegó a otra conclusión, una que haría cambiar la historia del arte. Contestó de un modo completamente nuevo a la eterna pregunta de «¿qué es una obra de arte?» y lo hizo a través del object trouvé (es decir, del «objeto hallado»). La respuesta a qué significaba el arte era muy sencilla: todo lo era. Sólo había que saber mirarlo. El objeto más simple, más humilde, estaba lleno de un valor estético en sí. El arte ya no se hacía: el arte estaba ya hecho.  Acababa de nacer el ready made (aunque el propio Duchamp no lo llamaría así hasta 1916).

Es fácil imaginar el estupor de los asistentes a la exposición en la que Duchamp presentó su escurridor de botellas en 1914 firmado con su nombre como si fuera una obra de arte. El ready made acababa de hacer su entrada gloriosa, en medio del escándalo, en la historia. ¿Era aquello una tomadura de pelo? Por muchos valores estéticos y geométricos que alguien quisiera atribuir a aquel objeto ¿podría considerarse jamás una obra de arte? Quizá sólo era la respuesta de Duchamp al rechazo que le produjo no ser aceptado en el grupo cubista por no cumplir determinados presupuestos. Quizá era una reflexión ácida y mordaz sobre el papel que el arte estaba tomando en la sociedad de la época, que empezaba a considerarlo como un elemento más de la idiosincrasia burguesa. Quizá también era una burla hacia quienes aceptaban todo aquello que se decía que era arte sin detenerse a reflexionar por qué lo era. De lo que no hay duda es de que la mente de ajedrecista de Duchamp planeó una jugada que muy pocos pudieron comprender en su momento.

La imagen muestra un objeto consistente en un armazón hecho de seis aros de metal de tamaño decreciente superpuestos y unidos entre si por tiras de metal de modo que forman una especie de armazón troncocónico. De cada uno de los aros sobresalen diez elementos metálicos a modo de ganchos que serían el lugar donde se colocarían las botellas de vidrio de modo que pudiesen escurrir el agua después de haber sido lavadas para poder reutilizarlas. En el aro inferior aparece la firma del pintor con pintura negra y la fecha (1914). Pulse para ampliar

Marcel Duchamp – Escurridor de botellas (1914)

La I Guerra Mundial convirtió París en un lugar desagradable para Duchamp. Sus hermanos y todos sus conocidos habían sido movilizados. Él fue descartado para el servicio militar por motivos de salud. Así que decidió salir de Francia y dirigirse a los Estados Unidos, que aún se mantenía neutral en el conflicto. Lo que no esperaba Duchamp al desembarcar en Nueva York fue el recibimiento caluroso: allí se había convertido en un artista famoso, sobre todo después de que su Desnudo bajando una escalera hubiera sido expuesto. Conoció al matrimonio Arensberg, que se convertirían en sus mecenas y a los que ayudó a formar una valiosa colección de arte contemporáneo. Por primera vez en mucho tiempo, Duchamp se sintió como en casa: Estados Unidos era el país de la industria, de la tecnología y de la mecánica que tanto le atraían. Era, además, la tierra del cine, una de sus debilidades – sobre todo del cine cómico (era un gran admirador del humor un tanto surrealista de Buster Keaton)-. Y era también el lugar donde había encontrado una mirada atenta y curiosa hacia su obra, una admiración sincera y casi ingenua ante su visión del arte por parte de una élite adinerada que estaba desprovista de los rancios corsés de comportamiento de la burguesía europea. En Nueva York abandonó su aislamiento y se entregó a una vida frenética donde él era el centro de atención de fiestas y reuniones. Y consagró su tiempo en realizar una obra que denominó El gran cristal. En ella, Duchamp intentaba resumir todas sus ideas acerca del arte, los materiales y la pintura. Eligiendo el cristal como superficie se aseguraba de que la pintura no se vería alterada por el contacto con el aire. Sobre él fue dibujando parte de sus composiciones mecánicas (como los molinillos) a los que poco a poco añadía elementos de conexión basados en estructuras de poleas.

La imagen muestra un gran bastidor metálico que sostiene un gran vidrio dividido en dos partes por tres lineas de plomo. En la parte superior aparece una forma alargada e irregular que presenta tres huecos en forma de cuadrados. Por su parte izquierda el color - grisáceo- parece desparramarse hacia abajo en forma de líneas y manchas. En la parte inferior vemos una serie de elementos que recuerdan más a la mecánica: el el centro un molinillo para cacao, rodeado por una serie de piezas más o menos geométricas (triángulos, armazones metálicos cuadrangulares, piezas en forma de obelisco, círculos, etc.) Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – El Gran Cristal o La novia desnudada por sus pretendientes (1915-1923)

Estados Unidos supuso también el encuentro de Duchamp con el fotógrafo estadounidense, pero residente en París, Man Ray con quien mantendría una estrecha amistad el resto de su vida. Y en ese país expuso sus grandes obras, esas que llevarían el nombre de ready-made, como la Fuente. La Fuente es, sin duda, su obra más famosa -y polémica- junto con L.H.O.O.Q, un ready made que consistía en una reproducción comercial del cuadro de La Gioconda de Leonardo Da Vinci a la que Duchamp pintó a lápiz un bigote y una perilla.

La imagen muestra la taza de un urinario masculino apoyado sobre la superficie que iría pegada a la pared. En la parte inferior aparece firmado con pintura negra "R. Mutt" (pseudónimo que utilizó Duchamp) y la fecha (1917). Pulse para ampliar.

Marcel Duchamp – Fuente (1917) – Réplica de 1964

Ni que decir tiene que obras como la Fuente o la estampa pintarrajeada de la Gioconda provocaron un auténtico terremoto en el mundo del arte. Nadie había visto cosa tal antes. Nadie se había atrevido a considerar arte algo meramente «escogido» y no «manufacturado». Duchamp intentaba ir un paso más allá en el concepto de obra de arte: ya no se valorara la destreza técnica en la ejecución sino el concepto. Y para ilustrar el concepto puso ante las narices de la gente un urinario público. Eso sí es jugar al ataque.

Todos sus esfuerzos artísticos acabaron por bloquearlo y decidió viajar a Argentina. Durante casi nueve meses vivió en Buenos Aires jugando exclusivamente al ajedrez. El «maníaco del ajedrez» se hacía llamar. Sólo el final de la I Guerra Mundial le convenció para volver a Francia, a ver a su familia. En París contactó con el grupo Dadá y, de algún modo, encontró en ellos esa libertad creativa que el resto de los movimientos de vanguardia le habían negado. Los dadaístas recogieron la idea del ready-made y la tradujeron a la técnica del collage, donde la pintura se convertía en una composición a base de recortes pegados. Para ellos, el arte no era un sistema elaborado, sino algo directo, esencial, ingenuo casi, y que podía hallarse en todo lo que rodeaba al individuo. Pero a pesar de la buena conexión con los dadaístas, Duchamp sintió que Francia ya no era su país y que, incluso, el arte ya no era su objetivo. Así que volvió a Nueva York y abandonó casi la pintura para dedicarse a participar en torneos profesionales de ajedrez. De hecho, no terminó El Gran Cristal, simplemente dejó de trabajar en él. Muy de vez en cuando realizaba alguna obra, como Estuche en maleta (1935-1941), donde realizó reproducciones en miniatura de sus obras más famosas y las dispuso en un maletín abatible similar al de los muestrarios de los viajantes de comercio. Duchamp reproducía sus propias obras y las ofrecía en una nueva vuelta de tuerca, cómoda y transportable.

La imagen muestra un maletín abierto en el que se ven reproducciones en miniatura de las obras tridimensionales de Duchamp, como la Fuente, dispuestas en pequeños compartimentos que se datan al tamaño de cada una de ellas. También hay una reproducción en miniatura de El Gran Vidrio. Desplegadas alrededor hay numerosas reproducciones de cuadros suyos de todas las épocas, también de pequeño tamaño para encajar en el maletín. Pulse para ampliar

Marcel Duchamp – Estuche en maleta (Paris 1936- New York 1941)

Marcel Duchamp fue un artista que cambió el arte quizá sin pretenderlo. Sus obras son producto del trabajo sobre la literatura, el cine, la industria o la ciencia, no necesariamente sobre la propia Historia del Arte. Su continuo preguntarse acerca de la condición de la pintura provocó que ésta adquiriera una nueva dimensión. Nunca llegó a pertenecer a ningún movimiento artístico a pesar de sus grandes afinidades con el Dadá. Su estilo fue el de un hombre aislado, el del artista rechazado porque nunca tuvo reparos en absorber conocimientos de todos los movimientos. Duchamp fue el jugador de ajedrez sentado ante el contrincante, concentrado en leer sus jugadas e ir diez pasos más adelante para poder dar jaque mate a todo aquello que la buena sociedad consideraba discreto, elegante y encantador y que había dado en llamar «arte».

La imagen muestra una fotografía en blanco y negro donde se aprecia el plano medio de Duchamp vestido con una camisa blanca. Tiene casi toda la cara - salvo la nariz y los ojos- embadurnada con espuma de afeitar. También lleva el pelo lleno de espuma de afeitar y lo ha modelado de manera que dos mechones salen de cada uno de los lados de su cabeza. Eso le da aspecto de búho. Pulse para ampliar.

Man Ray – Retrato de Marcel Duchamp (1917)

El inocente

Uno puede creer que es un gran artista. Puede aguantar las burlas, las críticas feroces y los sarcasmos de otros pintores y críticos de arte. Puede pasar hambre y penurias económicas y verse obligado a subsistir casi con la mendicidad. Puede tener que pasar por el trago de ver como sus cuadros son vendidos en las calles de Montmartre para reutilizar el lienzo sobre el que habían sido pintados. Y, sin embargo, puede seguir sonriendo y pintando y desarmando a todo aquel que se acerque a él con afán de burla.

Henri Julien Felix Rousseau (1844-1910) nació en la pequeña ciudad de Laval, en el norte de Francia, en el seno de una familia bastante modesta. Su padre era fabricante de lámparas de aceite y él, desde niño, tuvo que ayudarle en el trabajo, que compaginaba con las clases en el Liceo de la ciudad. Henri no era muy buen estudiante pero destacaba sobre el resto de sus compañeros en dos materias: el dibujo y la música. Esto le sirvió para obtener una beca que le permitió finalizar los estudios cuando su padre contrajo demasiadas deudas y arruinó a la familia. Decidido a no seguir el camino paterno, entró en un despacho de abogados en la ciudad de Angers para estudiar derecho, pero no consiguió graduarse. Las leyes no eran lo suyo. Bueno, no eran lo suyo y resultó que, además, fue despedido por hurtar papel timbrado. Henri se alistó en el ejército (que era la salida más honrosa a su situación) y en él permaneció cuatro años.

La muerte de su padre le decidió a abandonar el ejército para cuidar de su madre viuda y sin recursos. Se estableció en París, donde encontró trabajo como funcionario cobrador de impuestos en el Departamento de Aduanas, trabajo que ejerció concienzudamente durante 25 años. Su vida era la de tantos parisinos de clase media baja: se casó con Clemence, la hija de su casero, cuando ésta apenas tenía 15 años. Tuvieron seis hijos, de los que sólo sobrevivió una niña. Henri podía haber continuado así hasta su jubilación pero siempre había querido estudiar arte. En 1884, con cuarenta años cumplidos, decidió que se dedicaría a pintar y obtuvo un permiso para hacer bocetos en los museos parisinos. Pasaba el tiempo libre que le dejaba su trabajo copiando a sus admirados maestros, sobre todo a Ingres y a Gerome. Y de ese modo, con una obstinación autodidacta que sorprendía a propios y a extraños, Henri Rousseau se convirtió en pintor.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tarde de Carnaval" (1886) - La imagen muestra un cuadro en el que aparece un paisaje bastante oscuro. En la parte inferior se aprecia césped y diferfentes plantas, representadas de modo bastante estilizado. En medio del paisaje, y en tamaño pequeño, aparecen dos figuras vestidas de Pierrot y Colombina (dos personajes de la "commedia dell´arte" italiana), en color blanco, que caminan absortos en su conversación. La parte superior del cuadro lo ocupa el cielo, que tiene una tonalidad plomiza, como si fuera a estallar una tormenta. En lo alto del cielo, brilla una luna llena que parece iluminar toda la escena. Todo tiene un aire un poco irreal, como si fuera un sueño más que una representación de una escena convencional. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tarde de Carnaval» (1886)

Obviamente su estilo no era nada convencional. Nadie pintaba como lo hacía él. O nadie que lo hiciera como él se había atrevido a mostrar su obra en público. Pero Henri estaba convencido de su talento y de su especial sentido del arte y nunca tuvo reparo en exponer su obra. Desde 1886 expuso todos los años en el Salón de los Independientes (la exposición alternativa al arte «oficial» y académico del Salón de Otoño) donde se reunían los artistas más vanguardistas del panorama parisino. Compartió sala con Tolouse-Lautrec, Cezanne, Pisarro, Van Gogh, Gauguin, Bonnard o Matisse, aunque sus cuadros nunca colgaron en un lugar destacado. La crítica se cebaba en él despiadadamente: se burlaba de forma abierta de aquel funcionario maduro con ínfulas de pintor, que desconocía toda ley de perspectiva y proporción. Ridiculizaban sus paisajes urbanos, de los que decían que parecían pintados por un niño.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La Torre Eiffel" (1898) - La imagen muestra la vista de un río que se aleja hacia el fondo, iluminado por los reflejos de color anaranjado de un cielo vespertino. las orillas aparecen con árboles y a la derecha, hay tres pequeñas figuritas que están pescando. Al fondo se aprecia la silueta de una ciudad, con manchas amarillas como si fueran las luces encendidas. Y más al fondo aún, la parte superior de la Torre Eiffel. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La Torre Eiffel» (1898)

Se escandalizaban ante la planitud de los colores, en los que la ausencia de gradación tonal convertía las formas geometrizadas en siluetas que se superponían como papel de colores recortado y pegado sobre un cartón. Se pasmaban ante sus recreaciones imaginarias de junglas tropicales pobladas de animales fieros y acechantes. Y todos esos comentarios resbalaban sobre Henri, que seguía y seguía copiando como buenamente sabía las obras de los grandes maestros. Y continuaba yendo casi cada día al Jardín Botánico para dibujar las plantas más exóticas y aspirar los aromas de paisajes lejanos. Como él mismo decía «cuando entro en los invernaderos es como si caminara dentro de un sueño».

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Tigre en una tormenta tropical" (1891)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Tigre en una tormenta tropical» (1891)

Rousseau alternaba los paisajes exóticos con las vistas urbanas de París. Jamás había salido de Francia y, sin embargo, fascinado por los relatos de países lejanos, pintaba junglas y selvas frondosas, rebosantes de amenazas pero evocadoras y llenas de una poesía misteriosa que, aún hoy en día, las hace extrañamente atrayentes. Quizá por los colores, planos, brillantes y básicos (blanco, azul ultramar, azul de prusia, ocre, negro, rojo, siena y amarillo, sobre todo). Acaso por la luz irreal que parece envolver sus escenarios que parecen salidos de ensoñaciones y no de la observación de la realidad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Paisaje exótico" (1908) - La imagen muestra un paisaje en el que en primer plano vemos una sucesión de matorrales. Detrás de ellos, una serie de arbustos de mayor altura. Por detrás de esos arbustos, árboles de grandes hojas y frutos de colores. Sobre la rama de uno de esos árboles aparece un pájaro extraño, gris y rojo, de gran tamaño, que observa fijamente al espectador. El cielo es apenas un triángulo azul en la parte superior del cuadro: todo está lleno de vegetación frondosa de colores brillasntes. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Paisaje exótico» (1908)

Tal era la pasión por pintar que sentía Henri, que decidió retirarse de su trabajo como cobrador y dedicarse exclusivamente al arte. Era el año 1893. Tenía 49 años y una pensión exigua que apenas le daba para vivir. Pero aún así, lo hizo. Obviamente, tuvo que desempeñar otros trabajos para poder mantenerse él y su familia: realizó portadas para publicaciones periódicas como Le Petit Journal e incluso se vio obligado a tocar el violín por las calles. Pero eso no parecía importarle. Al fin y al cabo, la música y el arte siempre se le habían dado bien y le hacían feliz. Fue en esta época cuando decidió añadir a su nombre «El Aduanero», para hacer mención a su anterior trabajo. En realidad él no había sido nunca oficial de aduanas, sólo un mero cobrador, pero su amigo Alfred Jarry le convenció de que debía darse más importancia ahora que iba a entrar en los círculos artísticos.

Henri seguía exponiendo en el Salón de los Independientes y buscando un reconocimiento como artista que no llegaba. Seguía aguantando impertérrito los sarcasmos de los críticos y de otros pintores, que no entendían el atrevimiento de aquel hombre de considerar «arte» aquellos cuadros que parecían pintados por un niño. Pero él seguía pintando. De vez en cuando vendía algunas de sus obras que, por desgracia, corrían el riesgo de acabar en mercadillos callejeros ofrecidas por el precio del lienzo sobre el que estaban pintadas. Fue en uno de esos mercadillos en los que un joven pintor que estaba despuntando en el París de las vanguardias encontró un cuadro de Rousseau para ser reciclado y lo compró. Le hizo gracia la ingenuidad de la pintura y la simplicidad de las formas. No en vano, él mismo estaba investigando sobre la geometrización de los elementos para crear nuevos modos de representación del espacio pictórico. El joven pintor se llamaba Pablo Picasso. Y estaba inventando, nada más y nada menos, que el cubismo.

Picasso no paró hasta descubrir al responsable de aquel cuadro. Encontró a Rousseau y quedó fascinado por la inocencia de aquel hombre que se consideraba un gran pintor y que creía normal que los jóvenes valores del arte se acercaran a él. De ese modo, Henri entró en el mundo de la vanguardia, seduciendo a poetas como Guillaume Apollinaire, galeristas como Ambroise Vollard o pintores como Robert Delaunay, Sonia Delaunay o Henri Matisse. Se sintió el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra cuando Picasso decidió celebrar un banquete en su honor en su estudio. Los genios saben ver la brillantez en el trabajo ajeno pero, muchas veces, carecen de misericordia para con los demás. Y Picasso no era una excepción. Todo el mundo disfrutó de aquel banquete: los asistentes, que estaban asombrados de que aquel hombre se considerara pintor; y el homenajeado, que fue el invitado más feliz del mundo.

No todos trataron a Henri con burla. El poeta Guillaume Apollinaire y su pareja, Marie Laurencin, le admiraban sinceramente. Para ellos Rousseau era el paradigma del artista que ejemplificaba el surrealismo: un genio natural, sin formación, sin estar estropeado por el academicismo y por la mirada crítica de la sociedad.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin" (1909)

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La musa inspirando al poeta.Retrato de Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin» (1909)

Robert Delaunay y su mujer Sonia también sintieron afecto enseguida por Rousseau y  por su capacidad de ver el mundo a través de formas y colores superpuestos, ajeno a la proporción y al espacio tradicional, inundado de una luz mágica y evocadora. De hecho, Delaunay convenció a su madre para que encargara a Henri un cuadro que recogiera sus recuerdos de un viaje a la India. Y Rousseau pintó una de sus obras maestras:

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "La encantadora de serpientes" (1907) - La imagen muestra una imagen nocturna, aunque la luna llena que brilla en lo alto del cielo ilumina algunas partes del cuadro. A la derecha aparecen arbustos de hojas alargadas y puntiagudas. Tras ellos, árboles de altura creciente, de hojas carnosas y geométricas. En el centro de la composición se ve la silueta en sombra de una mujer que parece que va desnuda, de larga melena que está tocando una flauta travesera. A sus pies, una serpiente, también en sombra, levanta su cuerpo hacia ella. La parte izquierda del cuadro está más iluminada y podemos ver, al fondo una especie de río y, en sus orillas, un ave zancuda de color rosa y pico plano que observa fascinada a la mujer. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «La encantadora de serpientes» (1907

Henri Rousseau murió a causa de una gangrena en una pierna en 1910. A su entierro acudieron pocas personas: su casero, Robert y Sonia Delaunay, Guillaume Apollinaire y Marie Laurencin y el escultor Constantin Brancusi. Nadie más quiso despedirle. Pero Apollinaire escribió su epitafio, para que Brancusi lo grabara sobre la piedra:

«Te saludamos

Gentil Rousseau, escúchanos

Delaunay, su mujer, Monsieur Queval y yo

Deja pasar nuestro equipaje sin pagar aranceles a 

través de las puertas del cielo

Te llevamos pinceles, pinturas y lienzos

para que consagres tu tiempo

a la  verdadera luz

y te dediques a pintar como mi retrato

la cara de las estrellas»

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire. - La imagen muestra una fotografía de la lápida con el texto anterior grabado sobre ella y una piedra vertical en donde está esculpido en bajorrelieve el retrato de perfil del pintor. Pulse para ampliar.

Tumba de Henri Rousseau con el epitafio escrito por Apollinaire.

Henri Rousseau fue denostado y maltratado en su época por su estilo ingenuo y primitivo. Pero sin su particularísima visión de la realidad no se podría entender hoy en día la pintura naif, el Surrealismo o las realidades mágicas y evocadoras de pintores como Fernando Botero o Frida Kahlo. Rousseau pintó como nadie había pintado antes, con el convencimiento de que esa era la verdadera representación de la realidad. Un convencimiento que le granjeó burlas pero también admiración. Como la que se trasluce en los versos que Apollinaire escribió para su tumba. Es fácil imaginar la alegría y la emoción de Rousseau si hubiese podido leer esas palabras. Y con qué satisfacción esperaría a sus amigos en las puertas del cielo. O como quiera que se llame el lugar donde las almas inocentes siguen maravillándose de lo hermoso que es el Universo.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado "El Aduanero": "Yo mismo" (1890) - La imagen muestra un autorretrato del pintor, de cuerpo entero, vestido con traje y boina negros y sosteniendo una paleta de pintor en su mano izquierda y un pincel en la derecha. Está situado en medio de una calle que parece llevar a un embarcadero fluvial. al fonde se ve un barco con los mástiles engalanados de banderitas de colores. El cielo está limpio y claro, salpicado por pequeñas nubes de color anaranjado. Pulse para ampliar.

Henri Julien Felix Rousseau, llamado «El Aduanero»: «Yo mismo» (1890)