Am I sitting in a tin can far above the world… Planet Earth is blue and there’s nothing I can do.
David Bowie – Space Oddity (1969)
Si en Estados Unidos nació el arte de estudiar el mercado y sus necesidades para satisfacerlas y, de paso, crear otras nuevas que aumentaran el negocio, allí también surgió el arte de hacer resurgir el consumo de las cenizas de la crisis económica. Y para hacerlo crearon una nueva «ciencia» que se encargó de ofrecer al consumidor productos de apariencia ciertamente apetecible, de líneas suaves y vanguardistas que apuntaban al futuro. Una ciencia que se denominó styling y que supuso la irrupción del diseño en el interior sagrado de los hogares norteamericanos. A su favor estaba el hecho de que, por primera vez, existiera una inquietud acerca de la influencia en las ventas del aspecto externo de un producto y no solo de su calidad. En su contra, que ese rediseño afectaba en la mayor parte de los casos a la apariencia del producto y no suponía un verdadero avance en su concepción.
El styling, creación puramente americana, tuvo a su rey en un hombre nacido en París, hijo de un periodista austriaco y una francesa, que sirvió como capitán del ejército francés en la I Guerra Mundial y fue condecorado por ello. Un hombre que, como tantos europeos sacudidos por la Gran Guerra, decidió buscar su futuro en aquella tierra de oportunidades que era Estados Unidos en la década de los felices años 20.
Raymond Loewy (1893-1986) decidió probar suerte en Estados Unidos como diseñador. Antes de la guerra y con sólo 15 años, había ganado un certamen de modelismo con su maqueta de un avión. Pero las oportunidades no salían a recibirte al desembarcar en Ellis Island sino que había que ir tras ellas sin descanso. Loewy lo hizo pasando por varios trabajos relacionados, de un modo u otro, con el diseño: escaparatista en Macy´s y Saks (dos de los grandes almacenes más importantes de Nueva York) o ilustrador comercial para revistas como Vogue y Harper´s Bazaar. No fue hasta 1929 en que pudo demostrar su habilidad como diseñador: fue cuando el fabricante de máquinas de reprografía Sigmund Gestetner le encargó que diera un nuevo aspecto a una de sus copiadoras. Loewy modeló en barro una máquina con líneas curvas y formas suaves que se convirtió en su primer gran diseño:
Raymond Loewy – Copiadora Gestetner (1929)
A partir de ese momento, la carrera de Loewy como diseñador se convirtió en una estela deslumbrante que dejaba atrás al resto de sus competidores. Hombre de gran carisma y mayor capacidad de convicción gracias a su labia, enseguida se dio cuenta de las posibilidades económicas que tenía la profesión de diseñador, prácticamente desconocida hasta entonces, relegada a oscuros departamentos en las industrias y condenada al olvido ante el éxito de sus creaciones.
Raymond Loewy – Diseño de nevera para Sears & Roebruck (1934)
Loewy decidió ser la estrella y no el humilde creador sentado en un rincón. Así que ni corto ni perezoso estableció que cualquier cliente que quisiera contratar sus servicios debía pagar un anticipo que oscilaba entre los 10.000 y 60.000 dólares, además de retener para sí los derechos de autor. Puede parecer ciertamente exagerado que alguien que desempeñaba una profesión casi desconocida y apenas apreciada hasta el momento elevara sus honorarios hasta tal punto. Pero Loewy tenía un ego muy tonificado y una visión del negocio clara y diáfana. No en vano su definición de belleza era «una curva de ventas ascendente». Y vaya si ascendió esa curva: en 1937 se convirtió en diseñador para la Compañía de Ferrocariles de Pennsylvania y realizó una de sus obras maestras, la locomotora de vapor GG-1, una máquina salida del futuro para comunicar el presente:
Raymond Loewy posando sobre la locomotora de vapor GG-1 de los Ferrocarriles de Pennsylvania (1938)
El diseño de la GG-1 abrió a Loewy la puerta grande del diseño industrial. A finales de los años 30 comenzó a trabajar para el fabricante de coches Studebaker, una compañía no excesivamente grande pero con nombre dentro del negocio. Les diseñó el logotipo y comenzó a realizar prototipos de automóviles realmente innovadores que rompieran con las líneas cuadrangulares y excesivamente robustas de los modelos anteriores.
Raymond Loewy – Logotipo para Studebaker
La II Guerra Mundial afectó a la industria del automóvil norteamericana en tanto en cuanto se prohibió trabajar en diseños civiles, además de que los principales fabricantes (Ford, Chrysler y General Motors) dedicaban casi toda su producción al suministro de transporte para el ejército. La fábrica de Studebaker no se vio afectada por esa imposición y Loewy pudo trabajar en modelos que, aunque no pudieran ser fabricados, sí podían ser ensayados y probados esperando el fin de la contienda. El resultado fue que en 1947 Studebaker lanzó el primer automóvil de líneas modernas, antes que sus grandes competidoras. Fue el Starlight Coupé:
Raymond Loewy – Studebaker Starlight Coupe (1947)
Loewy seguía imparable en su carrera meteórica por ser el mejor diseñador de Estados Unidos. En 1942 rediseñó una de las marcas de tabaco americano más famosas, Lucky Strike. La empresa tabaquera veía cómo el creciente mercado fumador femenino no encontraba nada atractivo el color verde de la cajetilla y decidió apostar fuerte encargándole el trabajo a Loewy. Éste cambió el color verde por el blanco y añadió el nombre y la diana de la marca en los laterales, para aumentar la visibilidad del producto al estar apilado. Y también supo sacar partido del cambio de color: los pigmentos de cobre usados para el verde eran requisados para uso militar. Loewy vendió el cambio de color como algo patriótico (incluso se hicieron anuncios diciendo que el «Lucky Strike verde va a la guerra») cuando no era más que un efecto del rediseño.
Cartel publicitario con la nueva imagen de los cigarrillos Lucky Strike (Raymond Loewy, 1942)
No había campo de acción que se resistiera al empuje de Loewy (y bien que se encargaba él de decir que cualquier familia americana vivía rodeada de los diseños salidos de su estudio). Tanto fue su éxito que la revista Time le dedicó su portada en 1949. Daba igual lo que Loewy diseñara: ya fuera una máquina perforadora de tarjetas o un dispensador de refrescos.
Raymond Loewy – Perforadora de tarjetas IBM 026 (1949)
Raymond Loewy – Dispensador de Coca Cola (1955)
El trabajo de Loewy despertaba admiración en todo el mundo. Era el ejemplo de diseñador rico, famoso y respetado que acometía con igual éxito tanto un prototipo industrial como un logotipo. Cimentó su fama en los trabajos que realizó antes del fin de la II Guerra Mundial y después vivió del éxito conseguido. Aún así, en esta época produjo diseños tan notables como los logotipos para la TWA (Trans World Airlines) o las petroleras Shell y BP (aún vigentes). Pero también se ganó las críticas de aquellos a quienes había inspirado con su trabajo. Cuando en el Salón del Automóvil de París de 1960 presentó el Flaminia Loraymo, cuya principal característica era la ausencia de parachoques, le llovieron las críticas. Bruno Sacco, el italiano que se había convertido en el principal diseñador de la casa Mercedes-Benz y que había confesado que su amor por el diseño había nacido viendo las creaciones de Loewy, le acusó de preocuparse únicamente de las apariencias y dejar de lado los criterios que debía tener en cuenta todo diseñador de automóviles. De haber sucumbido al styling y de haber olvidado qué era de verdad el diseño.
Quizá en el caso del Flaminia Loraymo eso fuera cierto. Pero Loewy, incombustible, aún tuvo tiempo a dar un último golpe de efecto con el único campo de acción que le faltaba: el espacio. A finales de los años 60 comenzó a colaborar con la NASA para diseñar los habitáculos del futuro laboratorio espacial Skylab.
Raymond Loewy – Maqueta para el diseño de Skylab (1973)
Con casi 70 años cumplidos. Raymond Loewy se ganó el agradecimiento de la primera misión espacial del Skylab por haber diseñado un entorno agradable y cómodo para trabajar en una situación tan poco común como la ausencia de gravedad. Y, sobre todo, le agradecieron su empeño en incluir un gran ojo de buey a través del cual pudieran ver la Tierra desde el espacio. Fue el último de una larga cadena de éxitos de los que Loewy nunca dejó de alardear. Alguien le definió en una ocasión como «un personaje de un centímetro de profundidad y un kilómetro de ancho». Probablemente fuera cierto. Pero ¿por qué no permitírselo? Al fin y al cabo, Raymond Loewy fue el hombre que diseñó la imagen de la vida norteamericana de la segunda mitad del siglo XX: la de las familias de clase media con sus neveras, jukeboxes, autobuses de línea o dispensadores de refrescos; la de las grandes industrias con sus automóviles, barcos y locomotoras; la de las personas más influyentes del país, como cuando diseñó el interior del Boeing Stratoliner 307 de Howard Hughes o el Air Force One para el presidente de los Estados Unidos. Y también fue quien pensó que, entre experimento y experimento científico, a los astronautas les gustaría disfrutar de una habitación con vistas al planeta Tierra.
Portada de Time del 31 de octubre de 1949 con el retrato de Raymond Loewy
En cuanto se apagan las luces de la sala aparece ante nuestros ojos un paisaje inabarcable: llanuras fértiles, mesetas recortadas, cañones vertiginosos excavados por ríos bravos, montañas azuladas por la altura y la distancia, desiertos pedregosos e inclementes… Nos arrellanamos en la butaca porque sabemos qué tipo de película nos espera: una del Oeste.
El western es un género (cinematográfico, pero también literario) auténticamente norteamericano. La acción de sus obras transcurre en el Oeste de Estados Unidos, por lo general en el periodo que va entre 1850 y finales del siglo XIX. Su marco son los paisajes descritos en el párrafo anterior, situados al oeste y al suroeste del país y en ese entorno se desarrollan historias que tienen que ver con el poblamiento, la colonización y el desarrollo económico de una nación nueva. Sus protagonistas son, por lo tanto, los colonos, los hombres de la frontera, los indios, el ejército, los fuera de la ley que intentan sacar provecho del vacío de poder de los nuevos territorios y aquellos que intentan meterlos en cintura. Todos estos personajes conforman el paisaje humano que hizo posible la creación de Estados Unidos, superpuesto al paisaje natural de un país del tamaño de un continente. Así pues el western es el género histórico de un país sin apenas historia: habla del medio físico, hostil aún dentro de su belleza; de la ampliación del estado político (gracias a la aportación de la emigración masiva desde Europa y a costa del desplazamiento de los indios de sus territorios); de la economía que hace posible la acumulación de riqueza (sobre todo la ganadería y la explotación de los recursos naturales – la minería-); de las condiciones de vida de aquellas personas que habitaron los nuevos estados y de las relaciones y comportamientos sociales diferentes que se establecían fuera del ambiente seguro del Medio Este. El western, despojado de su apariencia aventurera, se convierte en un relato veraz de la formación de los Estados Unidos como país a lo largo del siglo XIX.
Por ello, lo protagonistas son variados. Los más importantes son los vaqueros (cowboys), hombres que trabajan a sueldo de los grandes propietarios de ranchos para trasladar rebaños de miles de cabezas de ganado de una parte a otra del país. Si serán importantes que el sinónimo de «una película del Oeste» ha llegado a ser «una de vaqueros»… Junto a los cowboys, los rancheros tienen su parte importante en el género, ya que son responsables del motor económico del país y actúan, en muchos casos, a modo de señores feudales medievales, con jurisdicción administrativa y legal sobre tierras y poblados e influencia (a veces buena, a veces no tanto) sobre las fuerzas vivas de su entorno. Pero la formación de un nuevo estado requiere de la aportación humana de aquellos dispuestos a aventurarse en tierras hostiles: los colonos se convierten también en protagonistas del western. Junto a los colonos están los trabajadores de las explotaciones mineras y sus familias, que fundan asentamientos que poco a poco comienzan a tomar importancia. En ambos casos (campesinos y mineros) suelen ser emigrantes procedentes de una Europa empobrecida o miembros de comunidades religiosas que buscaban una nueva Jerusalén. Gentes, en fin, decididas a labrarse un futuro pesara a quien pesara. Obviamente entre estos actores es fácil que se sucedan graves conflictos de intereses: los colonos, principalmente campesinos, suelen entorpecer el expansionismo económico de los rancheros, por ejemplo. Entre ambos, la figura del representante de la ley: el sheriff, el U.S. Marshall o el ranger (éste último en los territorios de Texas), encargados de poner orden y concierto legal.
Pero no son sólo los rancheros y los colonos o mineros los que provocan quebraderos de cabeza a la justicia en el salvaje Oeste: la amplitud del territorio y el aislamiento de sus habitantes lo convierten en el marco ideal para la actuación de los fuera de la ley. Es el escenario ideal para ladrones (de bancos y de ganado), asesinos, mercenarios contratados para deshacerse de rivales económicos o políticos, estafadores en el más amplio sentido de la palabra (desde sofisticados tahúres a vulgares trileros y falsos sacamuelas) y como figura inquietante, el cazarrecompensas, aquel que termina por dinero el trabajo que la ley no puede (o no quiere) hacer. Este panorama social es ya de por si complicado pero hay que añadirle un elemento más. Es, con diferencia, el más importante, el más auténtico y el que le da el carácter distintivo: el de los habitantes originarios de las Estados Unidos. Hasta ahora hemos hablado de colonos, vaqueros, rancheros y demás personajes que vagan a sus anchas por el oeste americano… o no tan a sus anchas. Antes de que llegaran las carretas y las monturas de los nuevos pobladores, esas tierras estaban habitadas por pueblos indígenas que se vieron desplazados sin consideración por aquellos que se creían con derecho a ocupar esos lugares llenos de posibilidades. Los indios son, pues, los otros grandes protagonistas, los damnificados de una carrera imparable por ocupar los territorios vírgenes: despreciados por los colonos y perseguidos y diezmados por el ejército, que tras la Guerra Civil americana (1861-1865) se convierte en la salvaguarda de los habitantes de las regiones más remotas.
A pesar de que el cine nació en Francia, su desarrollo en Estados Unidos fue el más importante en sus primeros tiempos, principalmente por el hecho de que la I Guerra Mundial no afectó a su industria como sí lo hizo en la mayoría de los países europeos. La aparición del western como género cinematográfico se remonta a 1903, con el estreno de El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Porter, discípulo de Thomas A. Edison. A partir de ese momento, el western comenzó a definirse en sus aspectos más esenciales, sobre todo en la utilización de los espacios naturales para el rodaje (en oposición a la mayor parte de las producciones, rodadas en estudios cerrados) y en explotar, por lo tanto, el factor expresivo y emocional de la Naturaleza en la narración, algo que influirá notablemente en el cine europeo de la época. Curiosamente, quien mejor reflejó el poder simbólico de las fuerzas naturales en el comportamiento de los personajes fue un director sueco, afincado en Hollywood, que dirigió la última gran obra maestra del cine mudo norteamericano. Victor Sjöstrom contó en 1928 la historia de una muchacha refinada y bien educada que se casa con un ranchero en un pueblo aislado de Texas en una bellísima película titulada El viento:
El primer western sonoro no llegó hasta el año 1930 y fue The Big Trail, dirigida por Raoul Walsh, aunque la primera película del género que tuvo entidad suficiente para alejarla de los estereotipos de aventura fue La Diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939). Si en El Viento de Sjöstrom podíamos ver la influencia que ejercía el entorno en el individuo y como acentuaba sus debilidades o fortalezas, en La Diligencia la caracterización psicológica de los personajes a través de los diálogos, de los gestos (señalados por los planos), incluso de la vestimenta superan lo hecho hasta el momento, dando más pistas al espectador acerca de cómo reaccionan los protagonistas y por qué, dejando de lado la rigidez narrativa de obras anteriores:
La década de los años cuarenta fue excepcional para el género del western. Aunque primaba cierta estilización en el diseño de los personajes y el estereotipo de las acciones, se rodaron películas que pueden incluirse entre las mejores de la historia del cine. Fueron dos directores los que destacaron en esta edad de oro: John Ford (Pasión de los fuertes, 1946; Fort Apache, 1948; La legión invencible, 1949) y Howard Hawks (El fuera de la ley, 1943; Rio Rojo, 1948), sin olvidar ese paradigma del western ensalzando al héroe romántico que es Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941); las películas rodadas por otro auténtico especialista, William Wellman (Incidente en Ox Bow, 1943; Buffalo Bill, 1944); o superproducciones llenas de lirismo y de belleza como Duelo al solo (King Vidor, 1948).
El final de la II Guerra Mundial supuso un punto de inflexión en el género del western. No en cuanto a escenarios, tramas o personajes, sino referido al espíritu de la narración: se aprecia un mayor desencanto, un claro cuestionamiento de las actitudes que antes eran indudablemente heroicas. Las historias aparecen con muchas más facetas, con un realismo más acusado, lo que impide al espectador tomar partido, por lo menos hasta escuchar a todas las partes implicadas. Los protagonistas pueden actuar por egoísmo, no por valentía, e incluso ocultan, en muchos casos, hechos turbulentos de su pasado por los que podemos llegar a rechazarlos. Este cambio se refleja de un modo muy visible en el tratamiento del paisaje, que adquiere nueva relevancia con los procesos de filmado en color y la utilización de los formatos panorámicos. Esta riqueza de planteamientos hace que, si bien la década de los años cuarenta se considera la edad de oro del western, las mejores obras, las que figuran por derecho propio en las listas de las mejores películas del género estén rodadas en la década de los cincuenta. Es el caso de la espléndida Caravana de mujeres (William Wellman, 1951); de Raices profundas (George Stevens, 1953), que nos presenta al pistolero con un aspecto humano inédito hasta el momento; del expresionismo colorista y psicológico de esa maravilla extraña que es Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954); de la visión ruda, salvaje, y marcada por la belleza de la naturaleza a cargo de Anthony Mann y su actor fetiche, James Stewart (Horizontes lejanos, 1953; Winchester 73, 1954; El hombre de Laramie, 1955); de la tensión dramática del héroe abandonado a sus suerte en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952); de la ambigüedad enervante de los personajes de El Árbol delAhorcado (Delmer Daves, 1959); de la fuerza y violencia de las películas de John Sturges (Duelo de titanes, 1957; El último tren a Gun Hill, 1959); de la contundencia de El tren de las 3:10 (Delmer Daves, 1957; con una nueva versión -que no desmerece en absoluto a la original- rodada por James Mangold en 2007); de la amargura de Rio Bravo (Howard Hawks, 1959); de la nueva visión del indio como personaje (es el caso de Apache, Robert Aldrich, 1954; o La Ley del Talión, Delmer Daves, 1956); de la perfección – no hay otro adjetivo- y la sinceridad de Centauros del desierto (John Ford, 1956); o del triunfo del antihéroe -el marino reconvertido a ranchero- en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958).
La década de los sesenta ahonda en esta negación de presentar comportamientos absolutos. Es una época de tensiones políticas (Guerra Fría, Guerra de Vietnam, luchas por los derechos civiles de la población negra e indígena, conciencia ecologista…) que no pueden evitar reflejarse en las historias trasladadas a la pantalla. El salvaje oeste es más salvaje e inhóspito que nunca, sin atisbo de esperanza para sus pobladores, salvo honrosas excepciones – tampoco excesivamente optimistas- , presentadas por directores de larga trayectoria como John Ford (El sargento negro, 1960; o en la que es quizá la mejor película del género en cuanto a mensaje político y social: El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) y Howard Hawks (El Dorado, 1966), o a través de superproducciones épicas que intentan resaltar el heroísmo de colonos, vaqueros y ejército a la manera de las primeras películas, como La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, John Ford y Richard Thorpe, 1962). Esta década presenta dos aspectos bastantes paradójicos del western. Por un lado, el más descarnado e inclemente, están los nuevos directores que traen un lenguaje cinematográfico impactante y una planificación del encuadre pensada para quitar el aliento al espectador: aquí podría incluirse la única película dirigida por Marlon Brando (y cuyo rodaje comenzó Stanley Kubrick, por cierto), El rostro impenetrable (1961), aunque el peso específico lo llevan dos nombres: Sam Peckimpah (Grupo Salvaje, 1969; La balada de Cable Hogue, 1970) y el renovador del género y que lo elevó a cotas expresivas desconocidas -aunque a través de producciones de bajo presupuesto-, Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el feo y el malo, 1966; Hasta que llegó su hora, 1968).
Pero por otro lado, aparecen películas en las que el género se aborda desde la perspectiva de la comedia (comedia de alto nivel, todo hay que decirlo), dando lugar a visiones del Oeste bastante alejadas de la reverencia usual. Es el caso de La batalla de las Colinas del Whisky (1965) dirigida por el veterano John Sturges; de Pequeño Gran Hombre (Arthur Penn, 1970); de Le llamaban Trinidad (Enzo Barboni, 1970), que sería el comienzo de una serie de películas de menor calidad; o el de la única película dirigida por el actor, bailarín y coreógrafo Gene Kelly: El club social de Cheyenne (1970). Y quizá entraría en esta categoría un musical de Broadway llevado a las pantallas por Joshua Logan en 1969 y en el que una joven que huye de un matrimonio polígamo con un mormón acaba conviviendo en amable trío amoroso con dos mineros: La leyenda de la ciudad sin nombre deja bien claro que las condiciones de vida en la frontera no pueden someterse a las exquisiteces de las normas sociales del políticamente correcto Este.
La tendencia al realismo «sucio» en el western se prolongó durante los años setenta, aunque el tema parece agotarse y el género entra en claro declive. Hay algún ejemplo del renacer de la conciencia ecológica (Las aventuras de Jeremías Johnson de Sidney Pollack, 1973) y Sam Peckimpah retoma la violencia poética que le caracteriza en Pat Garret y Billy the Kid (1973), realzada por la música y los versos de Bob Dylan:
A pesar de estos destellos, abundan las producciones de bajo presupuesto y menor calidad que surgen a la sombra de las obras de Sergio Leone, pero que no logran repuntar la caída en picado del género. Sólo un actor reconvertido a director salvó al western del olvido. Clint Eastwood, protagonista de algunas películas ya mencionadas como La leyenda de la Ciudad sin Nombre y actor fetiche de Sergio Leone, continuó trabajando en otros títulos, algunos realmente notables como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) y, sobre todo, en dos producciones dirigidas por Don Siegel: La jungla humana (1969) y Dos mulas y una mujer (1970).
Eastwood se convirtió en el alumno aventajado de Leone y Siegel que pronto superó a sus maestros y se erigió en el renovador del western. En 1973 dirigió Infierno de cobardes (una de las grandes películas del género), a la que seguirían El forajido (1976) y Bronco Billy (1980) que anticiparían el que es, sin duda, su mejor western, El jinete pálido (1985) y el más estilizado, de más éxito y reconocimiento, Sin perdón (1992).
Durante el final del siglo XX las películas del oeste siguieron existiendo gracias a Clint Eastwood, el único que pareció capaz de convertir al género en un producto de calidad que obtuviera, a su vez, beneficios en taquilla. Porque otras experiencias con esta misma temática tuvieron resultados nefastos, como es el caso de las dos primeras (y bellísimas) películas de Terrence Malick (Malas Tierras, 1973; y Días de cielo, 1978) o la espectacular La puerta del cielo de Michael Cimino (1980) que casi supuso la quiebra de la productora United Artists. En estos casos la innegable calidad de las películas no encontró respuesta en la taquilla.
Así durante los años ochenta y al abrigo de El jinete pálido se rodarían películas como Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) e incluso Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), un western «ecológico», menor y simple, valorado en exceso en su momento y que no ha pasado el juicio de los (pocos) años transcurridos. Eastwood volvió a abrir la caja de los truenos en los años noventa con Sin perdón, a la que siguieron aburridos y ultraviolentos westerns como Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994) o Tombstone (George Pan Cosmatos, 1994) pero también curiosos e interesantes experimentos visuales como la notable Rápida y mortal (Sam Raimi, 1995) o la mística, poética y hermosa Dead man (Jim Jarmusch, 1995).
En el siglo XXI el western ha dejado de ser un género cinematográficopara convertirse en una anécdota narrativa. La mayor parte de los directores que puedan afrontar las películas han nacido ajenos a la influencia de este tipo de películas. Abundan, por tanto, las versiones de películas clásicas (algunas realmente excelentes, como la ya mencionada de James Mangold de El tren de las 3:10 o la espléndida de Ethan y Joel Cohen de Valor de ley (2011) basada en la del mismo título dirigida por Henry Hathaway en 1969). Sólo aquellos directores con clara vocación cinéfila y deseosos de rendir homenaje al género pueden realizar algo que se acerque a los cánones clásicos, como Quentin Tarantino con Django (2012), perfecto compendio de paisajes, personajes y tramas del western a lo largo de su historia. Quizá sea esta película el mejor modo de cerrar el repaso a las características y evolución de las películas del Oeste:
Que sea ella la que ponga el final a esta entrada.
«El lento tañido de enormes campanas ascendiendo como humo invisible desde las viejas agujas de una catedral; el canto de pacientes barqueros, en lenguas ahora perdidas para siempre, remando contra corriente de vuelta a casa bajo las últimas luces del día; (…) la fría danza de la aurora sobre mares de hielo sin fin; el rugido de potentes motores ascendiendo hacia las estrellas. Todo esto escucharon los oyentes en la música que vino de la noche – los cantos de la lejana Tierra – llevados a través de los años luz»
Arthur C. Clarke: Cánticos de la lejana Tierra (1985)
Después de la II Guerra Mundial las vanguardias artísticas encontraron en Estados Unidos un terreno fértil donde desarrollarse. El país no había sufrido las consecuencias directas de la devastación bélica como había ocurrido con Europa o Japón y su población estaba dispuesta a olvidar los sinsabores de la guerra inmersa en una sociedad de consumo y bienestar cuya imagen era la de la perfección y por cuyos intereses velaban sus gobernantes. El perfecto sueño americano era una sonrisa deslumbrante cuyo brillo cegaba en forma de música, de cine y, sobre todo, de producciones en un nuevo medio de comunicación destinado a introducir en lo más profundo de los hogares la verdadera imagen de la felicidad: la televisión.
¿Cómo no ser arrebatadamente feliz en este marco incomparable? ¿Cómo atreverse a cuestionar el american way oflife cuando era patente que reflejaba lo mejor y lo más sublime del sistema capitalista? El arte, la música, el cine o la literatura reflejaron ese paraíso. Pero, del mismo modo, esas fueron las armas que lo criticaron de la forma más feroz.
A finales de los años 60 del siglo XX en Estados Unidos se vivía, al mismo tiempo, ese relato soñado de la vida perfecta y la descripción descarnada de una realidad que entraba en conflicto directo con el ideal. El arte comenzó a evolucionar, partiendo de las bases vanguardistas europeas de principios del siglo XX, hacia terrenos de expresión realmente inauditos, en donde el artista se convertía no en un mero observador de la realidad sino en un diseccionador de la misma, que exponía la aparente sublimidad de una sociedad y un modo de vida como un cadaver abierto en canal sobre la mesa de un forense. Y donde la obra de arte era el medio de expresión (violento, a veces; satírico, otras) del conflicto irresoluble entre aquello que se ve y lo que subyace. Es el momento del expresionismo abstracto de Jackson Pollock, Willem de Koonig, Mark Rothko o Franz Kline; del arte pop de Robert Rauschemberg o Andy Warhol. Pero también de la música visceral en forma de rock´n´roll o de soul. Es la época de la reivindicación de los derechos civiles elementales para la población negra e indígena (con graves disturbios y con el surgimiento de figuras icónicas como Martin L. King o Malcom X) en el país que había creado la Carta de Derechos del Hombre en el preámbulo de su constitución, allá por 1776. Como en la granja de animales de George Orwell, en Estados Unidos todos eran iguales ante la ley, pero algunos eran más iguales que otros. Y si a esto se añade el control férreo por parte del gobierno de cualquier modo de expresión que fuera susceptible de simpatizar con el demonio comunista (el nuevo enemigo público número uno tras la desaparición de la amenaza nazi) y las tensiones bélicas entre los dos bloques mundiales en conflictos como el de Corea, Cuba o Vietnam, el panorama se presenta como una lucha sin cuartel en el que el sistema perfecto está siempre amenazado, provocando una clara paranoia en sus integrantes.
En este contexto surge, a finales de la década de los sesenta, un estilo artístico que se denomina Land Art. Está vinculado a las nuevas vanguardias pero también está condicionado por una nueva mentalidad ecológica (que compartirá con el movimiento hippy) que proclama la necesidad de una vuelta a la tierra, tomando «tierra» como «origen» y como relación entre el individuo y el entorno. Una relación pervertida a lo largo de los siglos por el alejamiento de aquello que formó las primeras manifestaciones artísticas y que encerró al artista en un taller y a la obra en un museo. Y una relación deteriorada por el consumismo que se había apoderado también del arte. El artífice de este movimiento fue el artista Robert Smithson que reivindicó el carácter evocador del paisaje (sobre todo del norteamericano, más alejado de las connotaciones culturales que el europeo o el oriental), un elemento que podía llegar a conformar la obra de arte por mérito propio. Además de la reivindicación del paisaje, Smithson creó el concepto de obra de arte en función del lugar en el que se emplaza (a esto lo denominó site – lugar-): para apreciarla hay que ir hasta donde está y, en muchos casos, es realmente inabarcable de un solo golpe de vista. Y en contraposición al lugar – al site – definió su opuesto y complementario: el nonsite o no-lugar que era, en realidad, la trasposición de la obra realizada a otro espacio (por lo general una galería o sala de exposiciones) a través de un soporte mediático (fotografía, vídeo, cine, pero también maqueta o escultura).
Una de las obras punteras de Smithson es una espiral realizada a base de piedras y cristales de sal en el Gran Lago Salado de Utah:
Robert Smithson – Spiral Jetty (1970) – Great Salt Lake (Utah – EE.UU.)
La espiral de Smithson tiene un diámetro de casi medio kilómetro, lo que la hace dificilmente abarcable con la vista a nivel del suelo. El conjunto se aprecia mejor en la vista aérea, como las figuras del desierto de Nazca (Perú) o de la Edad de los Metales en Europa (como el gigante Cerne Abbas en Dorset, Inglaterra), vinculando el Land Art con el culto a la Naturaleza de las civilizaciones prehistóricas.
Esta tendencia de trabajar el elemento natural para realizar una intervención artística que invitara a la reflexión sobre es espacio, el tiempo y el hombre, se extendió a otros artistas norteamericanos como Robert Morris, Michael Heizer o Nancy Holt. Heizer realizó una serie de obras que entran casi en el campo de la ingeniería, como su Double Negative (1970) para el que excavó en una meseta dos zanjas de casi medio kilómetro de longitud y nueve metros de profundidad que representan la negación de la forma tradicional del relieve en positivo de la escultura:
Michael Heizer – Double Negative (1970) – Vista áerea
Michael Heizer – Double Negative (1970)
Tanto Smithson como Heizer trabajan con el elemento natural e intervienen en el paisaje de forma notable. Otros artistas de este movimiento interactúan con otros elementos menos visibles: en el caso de Robert Morris, por ejemplo, toma prestado el culto al sol da las civilizaciones megalíticas y lo aplica a su obra Observatory (1970-77) cuyo eje físico O-E determina, a su vez, un eje astronómico con dos puntos referenciales: los primeros rayos de sol del solsticio de verano y los últimos del solsticio de invierno:
Robert Morris – Observatory (1970-77)
Nancy Holt también basa sus obras en la interacción con el sol. En sus Sun Tunnels (1973-76) introduce un material ajeno a la Naturaleza (cilindros de hormigón) que dispone orientados según los solsticios de invierno y verano. Los cilindros aparecen con una serie de horadaciones que, al incidir la luz del sol sobre ellas, proyectan en el interior oscuro de los mismos el esquema de las constelaciones de Cáncer y Capricornio:
Nancy Holt – Sun Tunnels (Utah) 1973
Nancy Holt – Sun Tunnels (Utah) 1973
A pesar de ser un movimiento artístico de origen norteamericano, el Land Art también se desarrolló en Europa, aunque con ligeras diferencias con respecto al modelo estadounidense. El Land Art europeo está concebido a una escala mucho menor que el original americano y opta más por la reflexión sobre el paisaje que por la acción sobre el mismo. De hecho, en EE.UU. este tipo de arte también se denomina Earth Land, porque el término earth se refiere al suelo cultivable (al que se trabaja) y también al planeta. La denominación Land es más propia de Europa: ese término se refiere principalmente al territorio y al paisaje. El Land Art del viejo continente opta por la interacción del material (muchas veces ajeno a la naturaleza) en el medio natural: las obras están pensadas para un lugar específico que se transforma gracias a la intervención del artista pero no para modificar su esencia sino para reforzar la percepcion de la misma desde un ángulo nuevo. En el caso de las obras de Christo Javacheff, la Naturaleza se revela después de ocultarla bajo telas. De ese modo, descubrimos la forma y el volumen en elementos cotidianos que pasarían desapercibidos de otra manera:
También dentro de esta interacción entre el arte y la naturaleza podemos situar la obra de Eduardo Chillida en donde el lugar (el site) es inseparable del concepto. Es el caso de su Peine del Viento (1976) o del Elogio del Horizonte:
Eduardo Chillida – Peine del Viento (1976)
Eduardo Chillida – Elogio del Horizonte (1990)
Otros autores, como Agustín Ibarrola, intervienen en el espacio natural utilizándolo como lienzo de pintura y creando cuadros tridimensionales de gran poder estético y evocador, vinculados también al recorrido de los astros en el firmamento, como en el bosque de Oma o en el de O Rexo (Allariz – Ourense):
Agustín Ibarrola – Bosque en O Rexo (Allariz – Ourense)
No sólo la tierra, el agua, el sol o las contelaciones se convierten en actores del Land Art. Un artista y músico francés, Pierre Sauvageot, diseña instalaciones a las que denomina Champs Harmoniques en donde sitúa una serie de objetos e instrumentos musicales (hasta 1.000 ha llegado a utilizar) que son activados por la presencia de vientos de gran intensidad (otra vez la obra en función del lugar, ya que hay que buscar la zona en donde el viento sople con la fuerza necesaria) y producen melodías únicas:
Pierre Sauvageot – Champs harmoniques (Distrito de los Lagos – Inglaterra, 2012)
El Land Art prentende, de algún modo, volver a conectar al individuo urbano, alienado de sus raíces por las revoluciones industrial y tecnológica, con el entorno de la Naturaleza, que se convierte en el soporte de la obra de arte. La contemplación de estas obras obliga a una suerte de meditación, de interiorización y de experiencia personal. Lleva consigo la observación atenta (y la comprensión) de los elementos: de la tierra, el mar, el viento, el sol, la luna o las constelaciones, obteniendo, de todo ello percepciones únicas. Así la obra de arte se convierte en infinitas obras de arte, tantas como personas las experimenten.
La modernidad ha alejado al ser humano del planeta, tanto como si se hubiese instalado en otra galaxia. El Land Art es, de algún modo, una llamada de socorro en la que, con nostalgia, reconocemos los antiguos cánticos de la lejana Tierra que nos vio nacer.