La condición postmoderna
«Me reservo el derecho de dudar en cualquier momento de las soluciones que aporta el sistema de retícula y mantener intacta mi libertad, que debe depender más de mis sensaciones que de mi razonamiento.»
Josef Müller-Brockmann. Diseñador gráfico suizo, profesor de la Escuela de Artes de Zurich y uno de los creadores del sistema de retículas.
Cuando en 1979 el filósofo francés Jean François Lyotard definió la postmodernidad a través de la cultura, estableció que el tiempo de las grandes narraciones míticas había terminado. Esas narraciones, que él denominaba metarrelatos, eran todos aquellos procesos que configuraban esquemas únicos de pensamiento y comportamiento con escasa posibilidad de evolución: las teologías, las ideologías políticas, los pensamientos filosóficos o las corrientes culturales. Para Lyotard, todo eso quedaba superado debido a los avances tecnológicos y científicos. Estos cambios permitían una visión mucho más poliédrica de los acontecimientos a la vez que desestructuraban la base sólida de las «narraciones» míticas con sus cambios continuos. El hombre occidental debía darse cuenta de que no era posible categorizar acontecimientos ni ideologías en bloques sólidos y absolutos como había sido posible hasta entonces. Todo estaba atomizado en minúsculas partículas que podían interactuar entre sí para formar moléculas más grandes pero que eran válidas por sí mismas: ya no habría grandes corrientes culturales sino tendencias múltiples que podían confluir para crear una de mayor duración o influencia. El Renacimiento, el Barroco, la Ilustración, el capitalismo, el Racionalismo, el marxismo, el catolicismo o el liberalismo no eran más que lejanos recuerdos de la época en la que el hombre había creado una sociedad moderna tras la Edad Media. A partir de ese momento, comenzaba la postmodernidad.
El diseño gráfico, como parte de las manifestaciones artísticas que es, también se basaba en metarrelatos, absolutos en su eficacia y presentes casi desde el momento en el que el hombre decidió transmitir conceptos a través de elementos visuales y tipográficos. Durante siglos y sobre todo a partir de la invención de la imprenta, los diseñadores había buscado la forma de distribuir los elementos sobre el soporte (ya fuera este una página de un libro, una publicación periódica, un cartel publicitario, la etiqueta de un producto o la señalización de un espacio) de modo que esa misma distribución supusiera un elemento visual más, algo que atrajera de manera irremediable la atención del espectador. Para ello se trabajaba con razones matemáticas, con proporciones diversas y con las mismas leyes de composición que regían la pintura. Algunos diseñadores como William Morris echaron mano de las medidas que caracterizaban el diseño de los manuscritos iluminados medievales; otros como Jan Tschichold preferían el divino equilibrio que proporcionaba la sección áurea. Pero todo tenían en común el afán por encontrar una fórmula eficaz que sirviera de base para un diseño visual eficaz que cumpliera su objetivo: transmitir y comunicar el mensaje de modo óptimo. El siglo XX fue, en ese sentido, un laboratorio de investigación que se basó en dos vías. La primera se basaba en un componente expresivo y visual, sustentado por el lenguaje de las vanguardias. Los experimentos tipográficos de los artistas futuristas italianos, el caos de imágenes y textos de los dadaístas o la ordenación cuadriculada de los neoplasticistas intentaban abrir nuevas vías para el diseño gráfico, eso sí a través del arte.

Theo van Doesburg – Cartel para una matinée dadaísta. Van Doesburg era el lider del neoplasticismo holandés, una variante de la abstracción geométrica que basaba su esencia en la ordenación de los elementos en líneas verticales y horizontales. Para anunciar un evento dadaísta (estilo que se caracterizaba por el caos, las diagonales y la desestructuración de las palabras) diluyó en parte la rigidez neoplasticista, aunque no del todo.
El otro modo de trabajar con la ordenación de los elementos tanto en carteles como en maquetación se desarrolló en centros académicos como la Bauhaus, en donde se hacía especial hincapié en la adecuación del diseño al mensaje que se quería transmitir y que influyó en corrientes tan importantes como la Nueva Tipografía de Jan Tschichold. Pero todos estos experimentos se vieron suspendidos por el estallido de la II Guerra Mundial y la diáspora de artistas y diseñadores que llevaron la vanguardia al otro lado del océano. Sólo varios años después del fin de la guerra se volvieron a reanudar los intentos de buscar una estructuración sólida para el diseño que garantizara un resultado mínimo de calidad y comprensión. Y esos intentos se llevaron a cabo en Suiza, en el seno de una serie de escuelas de diseño que surgieron a finales de los años 50 y principios de los 60 donde diseñadores y tipógrafos como Emil Ruder, Josef Müller-Brockmann o Carlo Vivarelli hicieron surgir lo que se conoce como Estilo Tipográfico Internacional. Su objetivo era estudiar concienzudamente la maquetación y la organización de los elementos y para ello se basaron en una especie de estructura subyacente al diseño denominada retícula que, funcionando cual falsilla que se coloca bajo la hoja en blanco para escribir renglones derechos, servía de garantía de ordenación, concisión y claridad del mensaje.

Josef Müller-Brockmann – Cartel para un festival de música en Zurich (1957). En este ejemplo puede verse cómo la retícula articula el diseño: el tamaño de los bloques de color, el espaciado entre ellos, la ordenación y alineación del texto… todo está milimétricamente dispuesto gracias a ella.
El estilo suizo enseguida hizo furor en toda Europa: era conciso, directo, despojado de todo ornamento y, sobre todo, muy efectivo. Quizá no dado a excesivas alegrías visuales pero adaptable a cualquier contexto, ya fuera éste una campaña institucional o el manual corporativo de una gran empresa. El diseño gráfico parecía haber escrito por fin el metarrelato definitivo, la base sólida y duradera sobre la cual diseñar ad infinitum.
Y entonces llegó la postmodernidad al diseño.
Y llegó desde Suiza, desde el mismo lugar en el que se había establecido la estructura definitiva del diseño gráfico. Su efectividad y funcionalidad no resistieron el cambio en los tiempos y una serie de diseñadores comenzaron a realizar trabajos en los que, a pesar de seguir teniendo presente la retícula y las normas de la escuela suiza, comenzaron a transgredirlas de modo consciente. Porque en un mundo cada vez más inundado de imágenes, el mensaje debía destacar sobre el resto y transmitir una idea de contemporaneidad que la escuela suiza ya no reflejaba. Uno de esos diseñadores fue Siegfried Odermatt, que tenía la peculiaridad de no haber estudiado en ninguna de las escuelas de diseño que estaban marcando la tendencia en Europa y cuyos trabajos se caracterizaban por romper las reglas cuidadosamente creadas por el Estilo Tipográfico Internacional. Abrió su estudio de diseño en Zurich en 1950, con 24 años, y a partir de ese momento comenzó a revolucionar el diseño gráfico europeo.
A principios de los años 60 llegó a su estudio una joven estudiante de diseño que se ganaba la vida como telefonista en una compañía de seguros y que buscaba trabajar en aquello que le gustaba. Se llamaba Rosmarie Tissi, había estudiado en la Escuela de Zurich y estaba llena de ideas nuevas. Odermatt la aceptó como discípula en su estudio. Y en 1968 la convirtió en su socia: había nacido Odermatt & Tissi, el primer estudio de diseño gráfico de la postmodernidad. Aunque ellos no lo sabían.

Siegfried Odermatt – Publicidad para Apotheke Sammet. La disposición del texto desafía el orden de la retícula suiza para centrar toda la atención en la fotografía, iluminada de modo dramático, provocando un desequilibrio tensiones entre imagen y texto.
Tissi tenía un estilo visual diferente a Odermatt, que aún se vinculaba visualmente al estilo tipográfico internacional: no utilizaba la fotografía, sino el color y la forma. En sus diseños, mayormente carteles, las disposición de las formas geométricas creaba unas tensiones visuales que contrastaban enormemente con la neutralidad y la frialdad de la escuela suiza.

Rosmarie Tissi – Portada para Offset (1980). Los elementos se desplazan hacia la parte superior y las letras se enlazan entre sí creando una sensación de desorden.
Odermatt y Tissi trabajaban (aún lo hacen) de modo independiente a pesar de compartir estudio. El estilo de Tissi es fácilmente identificable y constituye uno de los referentes visuales del diseño gráfico desde los años 80. A pesar de su desafío a la norma estricta de la retícula, Tissi tenía muy claro que el diseño servía a un propósito, así que no era arte. Y ese propósito era la comunicación. Sólo que ella, en lugar de clarificar el mensaje para que fuera perfectamente legible a un primer golpe de vista, optaba porque el espectador se viera atraído por la fuerza visual de las formas y los colores y, a partir de ahí, continuar con la misión de comunicar.
Rosmarie Tissi diseñó además algunas tipografías, que utilizó para algunos de sus encargos publicitarios. La más conocida es la tipografía Sinaloa, que evoca sin duda, los diseños Art Decó del gran Cassandre.

Rosmarie Tissi – Tipografía Sinaloa (1980). la legibilidad ya no es el objetivo primordial de la tipografía, sino que lo es su impacto visual.
Odermatt y Tissi, pero sobre todo Tissi, trabajaban a partir de los elementos más tradicionales del diseño pero los adaptaron a unos tiempos nuevos en los que la comunicación y la tecnología sobrepasaban a cada momento las posibilidades de comunicación del diseño. Los juegos visuales eran un modo de llamar la atención sobre el mensaje, aportando un elemento lúdico que no quitara protagonismo a la función.
El uso del color siempre ha diferenciado el trabajo de Tissi de sus predecesores en el diseño suizo y del resto de los diseñadores denominados postmodernos. La atracción visual de sus carteles se basa en la elección de unos tonos vibrantes que constituyen la base de un mensaje en el que el texto se mueve para incluir al espectador en un juego visual que lo atrape.
Aún continuamos en la postmodernidad, o por lo menos así lo aseguran los filósofos, pensadores, sociólogos y demás estudiosos de las estructuras sociales, culturales y económicas que ha creado el ser humano. A veces se le da el nombre de «modernidad radical» para el caso del arte; a veces, «modernidad avanzada» en el caso de la sociología. Pero en cualquier caso, esta etapa, a la que tenemos que asistir sin ningún tipo de perspectiva que nos facilite su comprensión, debe ser entendida como un laboratorio donde se trabajan miles de ideas, miles de tendencias que a veces confluyen y a veces se dispersan.
Y que, como tantas otras veces, esa etapa se reflejó en las artes visuales. Esta vez en el trabajo de un diseñador autodidacta y una telefonista frustrada que supieron poner en imágenes en qué consistía en realidad la condición postmoderna.