El Ojo En El Cielo

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Un día en la feria

«El mundo es un espejo y le devuelve a cada hombre el reflejo de su propio rostro.»

William M. Thackeray – «La feria de las vanidades» (1848)

 

Desde que el ser humano se asentó de modo permanente en poblados organizados y dejó de perseguir las grandes manadas de animales que eran su sustento para asegurarse el alimento criándolos en cercados y establos, desde ese mismo instante tuvo que plantearse el hecho de que nunca iba a ser capaz de producir todo aquello que iba a necesitar o, simplemente, iba a desear tener. Claro que uno no desea aquello que desconoce. Así que para ambicionar algo, ya fuera una vasija o una túnica de piel, una frasca de vino o una punta de lanza, debía de haberla visto en otro lugar antes. Y ese lugar, sin duda, era el mercado.

El mercado fue el primer punto de encuentro de la humanidad intentando solucionar por medio del comercio lo que antes se lograba a través del enfrentamiento. Cada asentamiento fijó la periodicidad de esos encuentros, intentando no coincidir con los de pueblos vecinos. La razón no era evitar la competencia sino atraer al mayor número posible de personas. Y durante miles de años los mercados fueron el escaparate de productos básicos e indispensables para la subsistencia mostrados al lado de lujos exóticos que hablaban de mundos lejanos e inaccesibles, de aromas misteriosos y seductores y de rutas peligrosas que incrementaban el precio de las maravillas puestas a la venta. A medida que pasaba el tiempo las mercancías llegaban de lugares más lejanos en forma de seda, perlas, te, especias, oro, esmeraldas, marfil, algodón, maderas exóticas, porcelana, jade, alabastro, mármoles de colores brillantes, hortalizas, plantas ornamentales, conchas de tortuga o caracol, dientes de ballena o pieles de oso ártico. Pero también llegaban de lugares más cercanos convertidas en tejidos de lana o lino, zuecos, zurrones y guarniciones de cuero, lechugas, repollos, chirivías y castañas, guadañas, hoces y martillos o cestos y botijos de barro. Todo ello podía encontrarse en las ferias, que siguieron siendo el lugar privilegiado de reunión de gentes procedentes de lugares distantes así como el mejor modo de enterarse de qué pasaba en el ancho mundo que había más allá del cercado de la huerta.

Al llegar el siglo XIX el mundo -sobre todo el mundo occidental- cambió de modo radical. Fue un cambio, producido por la Revolución Industrial que sólo podría compararse al que la Humanidad había sufrido al dejar de perseguir manadas de bisontes y asentarse en poblados, allá por el Neolítico. El sistema de producción, acelerado por la introducción de las máquinas, transformó las estructuras sociales, económicas e incluso políticas de los países hasta conformar el mundo contemporáneo. Las distancias comenzaron a ser abarcables en tiempos muy razonables: de meses de viaje la duración se redujo a semanas, incluso desde los lugares más remotos. Barcos y locomotoras de vapor traían con rapidez – y seguridad- aquellas mercancías que antes recorrían trabajosamente la Ruta de la Seda o circunvalaban medio mundo en el Galeón de Manila. Y las industrias que surgían aquí y allá podían utilizar materias primas que ni siquiera se producían en los países donde se establecían. Fue así como la Revolución Industrial en Inglaterra se construyó sobre la base de las fábricas textiles que trasformaban el algodón procedente de las lejanas colonias británicas en tejidos mucho más asequibles que aquellos fabricados a mano.

Una de las consecuencias de la Revolución Industrial fue el crecimiento de las ciudades y la necesidad de dotarlas de nuevas infraestructuras que pudieran soportar el aumento de población y el abastecimiento de materias primas. Los mercados y ferias, que en las grandes urbes eran fijos desde hacía tiempo, se acondicionaron a los nuevos tiempos en forma de grandes estructuras de hierro y vidrio. Ya a principios del siglo XIX estas construcciones comenzaron a levantarse por toda Europa rediseñando el aspecto de los tradicionales puntos de encuentro mercantiles.

La imagen muestra una vista aérea del mercado. Tiene una planta rectangular en la que destacan los dos lados largos por ser más altos que los cortos. La parte baja del edificio está construida en piedra y caracterizada por una columnata que forma un porche todo a lo largo de su fachada mayor. Pero la cubierta es de hierro y vidrio, lo que contrasta con la piedra de la parte inferior. Pulse para ampliar.

Mercado de Covent Garden en Londres (Charles Fowler, 1830) Este mercado fue uno de los primeros en asentarse de modo permanente en Londres. En el siglo XVII ya hay constancia de su funcionamiento. El edificio moderno con cubierta metálica se construyó a principios del siglo XIX y varios edificios anexos a principios del XX.

 

La imagen muestra un detalle de la parte superior de la cubierta del mercado visto desde la Rambla. Se aprecia la estructura de hierro que cubre con forma de tejado a dos aguas el recinto y parte de los vidrios de colores que decoran esa cubierta. También se ve el escudo de la ciudad de Barcelona que corona la entrada. Pulse para ampliar.

Detalle de la entrada del mercado de La Boquería en Barcelona (1840) – Este mercado se dispuso en los terrenos del antiguo convento de San José en el comienzo de la expansión urbanística de la ciudad.

A pesar de que la Revolución Industrial se originó en Inglaterra, fue la Francia revolucionaria la primera que echó mano del mercado como herramienta para atraer inversiones a un país que generaba desconfianza al capitalismo emergente. En 1795, en  época del Directorio (1795-1799), se celebró la primera Exposición de Productos de la Industria. Esta exposición tuvo un gran éxito en el país y bastante repercusión a nivel internacional. Pronto el resto de países europeos imitaron la iniciativa y comenzaron a celebrar este tipo de acontecimientos para mostrar al público los avances que se hacían en el terreno de la industrialización y para impulsar los intercambios mercantiles entre los diferentes fabricantes. El mercado tradicional se modernizaba. Ya no servía sólo para comprar aperos de labranza más o menos sofisticados: era el lugar a donde uno debía ir si quería conocer los últimos avances que permitirían crecer su negocio. Al fin y al cabo el capitalismo había tomado el mando y todo se resumía en producir más y mejor el mayor número de bienes de consumo. Y en mostrarlos del modo más seductor a quienes iban a comprarlos.

Quizá la historia de los mercados hubiera transcurrido de otro modo si un principe extranjero no se hubiera casado con la reina de Inglaterra. Alberto Francisco Carlos Augusto Emmanuel de Sajonia-Coburgo-Gotha (1819-1861), hombre de gran inteligencia, naturalmente inclinado a las artes y con una gran capacidad para el trabajo, se convirtió en el marido de la reina y en uno de los personajes más despreciados de su nuevo país. Principalmente por ser alemán (aunque la dinastía reinante a la que pertenecía la reina Victoria curiosamente también lo era), de tal modo que el título de príncipe consorte no le fue concedido hasta 1857, cuatro años antes de su fallecimiento. Y el pueblo británico no reconoció su aportación a la gloria nacional más que a regañadientes.

El príncipe Alberto hizo varios intentos de congraciarse con sus súbditos, todos ellos sin demasiado éxito. Hasta que decidió impulsar un acontecimiento que marcaría un hito en la historia contemporánea: la celebración de una gran exposición universal en Londres que celebrara los avances de la era industrial británica y la expansión del imperio. Esta exposición de basaría en aquellas exposiciones nacionales que se venían celebrando en los diferentes países desde 1795 pero tendría unas miras más amplias: mostrar al mundo las posibilidades de los nuevos materiales, las más modernas tecnologías, los productos comerciales más novedosos y las obras de arte más espectaculares. Todo ello procedente de Gran Bretaña y sus colonias, pero también de otros países.

La imagen muestra un daguerrotipo - esto es, la primera técnica utilizada en fotografía consistente en fijar la imagen sobre una placa de metal fotosensibilizada- en la que se ve una fotografía del príncipe Alberto en plano medio, cortado a la altura de la cintura, sentado mirando hacia la derecha. Tiene los codos apoyados sobre los brazos de un pillos que apenas se aprecia. Viste una levita de color claro, chaleco oscuro y corbata anudada al cuello . Es un hombre relativamente joven de ojos azules y piel muy blanca, de cabellos claros y finos y luce unas espesas patillas y un pequeño bigote. Pulse para ampliar.

Daguerrotipo pintado a mano que muestra al príncipe Alberto (1848)

La iniciativa del consorte enseguida encontró el apoyo de la reina, deseosa como estaba de que su cónyuge se ganara el afecto de los súbditos. Se estableció un comité de expertos para organizar todo lo relacionado con la celebración. Además del propio príncipe Alberto formaban ese comité Robert Stephenson, Isambard Kingdom Brunel y John Scott Russell. Los tres eran los ingenieros civiles más importantes de Gran Bretaña en ese momento: Stephenson era el mayor ingeniero de ferrocarriles en el país; Brunel era uno de los más renombrados ingenieros navales y el que diseñó el primer acorazado (además de dejar un importante legado humanitario, como el primer hospital de campaña diseñado por él a petición de Florence Nightingale para la Guerra de Crimea); y Russell, también ingeniero, era el principal colaborador de Brunel.

La imagen muestra una fotografía en la que en primer plano aparecen cuatro hombres, todos vestidos de manera similar con levitas abrochadas, frondosas patillas y tocados con sombreros de copa bastante alta. El primero por la izquierda es John Scott Russell, un hombre de gran envergadura, que mira hacia la izquierda. Un poco por detrás de él está otro hombre de pie que sostiene en su mano derecha lo que parecen ser unos planos enrollados. El tercer hombre, un poco más adelantado, es el ingeniero Isambard Kingdom Brunel que mira también hacia la izquierda mientras sostiene con sus manos una especie de tarjeta a la altura de su estómago. Está fumando un gran puro. Detrás de él aparece otro hombre con similar vestimenta que parece mirar a Brunel. Pulse para ampliar.

Isambard Kingdom Brunel (segundo por la derecha) y John Scott Russell (primero por la izquierda) preparando la botadura del Great Eastern, el mayor barco de vapor construido en hierro hasta el momento (Fotografía de Robert Howlett, 1858)

Los diseños de Brunel y de Russell de edificios que albergaran la exposición se rechazaron por no cumplir una de las condiciones del pliego de adjudicación de la obra: la construcción debía de ser lo suficientemente grande para albergar al gran número de expositores y, para no trastocar excesivamente el paisaje urbano con su tamaño, debía ser desmontable para poder trasladarla a otro espacio si ello fuera necesario. Al final quien se llevó el gato al agua fue un constructor de invernaderos llamado Joseph Paxton cuyo proyecto consistía, como no podía ser de otro modo, en un invernadero gigante que gracias a su estructura metálica podía abarcar la enorme superficie necesaria para todos los expositores.

La imagen muestra un dibujo hecho a mano alzada en el que se aprecia, en la parta superior, una sección del edificio -es decir, un dibujo de como se vé el edificio por dentro-. Consta de cinco cuerpos, siendo la parte central es más alta que las laterales. En la parte inferior puede verse un dibujo del alzado del edificio - esto es, cómo se ve el edificio desde fuera-. La fachada del mismo deja ver el escalonamiento en altura de los cuerpos de que está formado, el central más alto. La fachada está compuesta por pisos superpuestos de arcos de medio punto. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Boceto original para el edificio de la Exposición Universal de Londres (1850)

La propuesta de Paxton fue aceptada y en 1850 se comenzó a construir el edificio de la Gran Exposición Universal, hecho que suscitó gran curiosidad y ruido mediático ya que nunca antes se había celebrado un acontecimiento a escala mundial de tal importancia económica, tecnológica y artística.

La imagen muestra un grabado que sería la ilustración de la revista Illustrated London News donde se aprecia una escena en la que varios obreros trasiegan con largas vigas de hierro dispuestas sobre soportes rodados, para facilitar su movimiento. Tras ellos aparece levantada parte de una estructura de hierro. Sobre esta estructura puede verse a otro obrero trabajando en el ensamblaje de varias piezas metálicas a varios metros de altura mientras otro le acerca algún tipo de material por medio de una larguísima escala. Pulse para ampliar.

Construcción del Crystal Palace según aparecía en un número del Illustrated London News (1850)

Sin duda el invernadero gigante de Joseph Paxton fue una de las grandes atracciones de la Exposición Universal de 1851. El desafío técnico fue indudable y supuso un hito en la arquitectura industrial. Pero el impacto estético del edificio, que acabó por llamarse Crystal Palace, apenas fue perceptible en su época. Quizá porque los arquitectos propiamente dichos lo consideraban una simple obra de ingeniería aumentada en escala. Quizá porque los nuevos materiales como el hierro y el vidrio se asociaban al entorno industrial y no al estético. La obra de Paxton no tuvo un efecto inmediato en la Historia del Arte pero con el tiempo pasó a ser el referente esencial de la arquitectura para este tipo de acontecimientos.

La imagen muestra una fotografía de parte del edificio que albergaba la Exposición Universal. En primer plano se ve una calle ancha flanqueada por bancos y adornada con estatuas. Tras esa calle, un espacio ajardinado con parterres a baja altura. Tras ellos, se ve la fachada del edificio. La parte central del mismo es más alta que las laterales y está coronada con un arco de medio punto. Los cuerpos laterales (dos a cada lado) se adosan en altura decreciente. Todo el edificio está construido con una estructura de hierro y sus paredes y cubiertas están realizadas con paneles de vidrio, lo que le da un aspecto muy diáfano y etéreo. Pulse para ampliar.

Joseph Paxton – Crystal Palace (1850)

El éxito de la Exposición Universal de 1851 fue inmenso. Las ganancias económicas, también. El príncipe Alberto mejoraba su imagen a los ojos de sus reacios súbditos, pero muy poco a poco. Ni siquiera el hecho de que parte de los beneficios obtenidos por su celebración fueran destinados por el principe consorte a construir una serie de magníficos museos en el barrio londinense de South Kensington (los que hoy en día se conocen con el nombre de Museo Victoria y Alberto y el Museo de Historia Natural) ayudó a aumentar su popularidad de modo apreciable. Sólo tras su muerte en 1861 el pueblo británico comenzó a reconocer su trabajo y su legado.

El éxito de la Exposición Universal de Londres impulsó de modo meteórico la celebración de otras exposiciones de carácter internacional en casi todos los países y continentes: en Melbourne (Australia) en 1854; en Amsterdam en 1864; en Oporto en 1865; en Córdoba (Argentina) en 1871; en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) en 1877; en 1881 en Atlanta (Estados Unidos); en 1884 en Turín; en 1889, en París… La celebración de un acontecimiento de este tipo impulsaba el crecimiento económico de los países y revestía a las ciudades organizadoras de un gran prestigio, además de proyectar su imagen al exterior como urbes modernas y llenas de oportunidades. Los pabellones y las construcciones para tales eventos solían estar a cargo de ingenieros y arquitectos destacados y muchas de esas construcciones no fueron desmontadas tras el cierre de las exposiciones, quedando en las ciudades como iconos destacados de las mismas.

La imagen muestra la parte inferior de la Torre Eiffel, una obra de ingeniería construída en su totalidad en hierro, que se convirtió en el elemento más representativo de la ciudad de París desde entonces. En la fotografía se ven los cuatro pilares que soportan la torre y el segundo cuerpo, más estrecho, lo que le da un aspecto de pirámide truncada. Pulse para ampliar.

Construcción de la Torre Eiffel para la Exposición Universal de París de 1889 (fotografia de agosto de 1888)

La imagen muestra el anochecer sobre el pabellón, una construcción alargada, de un piso de altura y de formas rectangulares, que está iluminado con focos situados en el suelo. Pulse para ampliar.

Montjuic (Barcelona) – Vista del pabellón de Alemania diseñado por Ludwig Mies van der Rohe para la Exposición Universal de Barcelona de 1929

La imagen, una fotografía en blanco y negro, muestra el interior del pabellón finlandés. Los muros que se ven a ambos lados no son rectos, sino que siguen formas ondulantes y sinuosas. El pabellón tiene una altura de unos cuatro pisos pero todo el espacio es diáfano. Sobre las paredes pueden verse una serie de imágenes (fotografías de paisajes finlandeses) y en la parte superior la pared recubierta de lo que parecen listones de madera. Pulse para ampliar.

Alvar Aalto – Pabellon de Finlandia para la Exposición Universal de Nueva York de 1939 (fotografía de Ezra Stoller)

 

La imagen muestra una avenida ajardinada al final de la cual se eleva la estructura del  Atomium. Son siete esferas de acero y vidrio unidas por tubos demoro que reproducen el modelo tridimensional gigantesco de una molécula de hierro elemental. Pulse para ampliar.

André Waterkeyn – Atomium: estructura levantada para la Exposición Universal de Bruselas de 1958 que representa un cristal de hierro elemental aumentado 165 mil millones de veces.

 

Desde el año 1928 existe un comité que se encarga de la normativa para la celebración de este tipo de exposiciones. Es el B.I.E. (Bureau International del Expositions) con sede en París. En él se deciden las temáticas de las mismas, las ciudades que las van a albergar y la promoción de los eventos. Según el B.I.E. una exposición es un acontecimiento global cuyo objetivo es educar al público, promover el progreso y fomentar la cooperación. Es el punto de reunión más grande del mundo, acercando países y fomentando las relaciones entre el sector privado, la sociedad civil y el público en general alrededor de exposiciones interactivas, espectáculos en directo, conferencias y mucho más. Una bonita definición que, en el fondo, nos dice lo que ya sabíamos: que una exposición es una gran feria que dura meses. Un espejo donde mirarnos y enorgullecernos de nuestras conquistas y envidiar las ajenas.

El reflejo de nuestra vanidad devuelto en forma de un día de asombro.

No es país para viejos

«That is no country for old men. The young

in one another’s arms, birds in the trees

– those dying generations – at their song,

the salmon-falls, the mackerel-crowded seas,

fish, flesh, or fowl, commend all summer long

whatever is begotten, born, and dies.

Caught in that sensual music all neglect

monuments of unageing intellect.”

W. B. Yeats: «Sailing to Byzantium» (1926)

Hay un lugar donde nadie envejece jamás. Donde las historias comienzan y terminan sin que el tiempo haya pasado. Un lugar al que volvemos cuando ya no tenemos a donde ir. Un país con tantos paisajes y habitantes como cuentos narrados al caer el sol.

Todo el mundo recuerda una fábula escuchada en la niñez y se asombra de la nitidez de las sensaciones que despiertan a pesar del tiempo transcurrido: la seguridad que daba la voz que desgranaba la historia y que invitaba al sueño; la tristeza y la angustia provocadas por las desgracias de los protagonistas; la emoción ante las peripecias de la narración; la alegría por el final feliz, generalmente acompañado de una perdiz; y, cuando los cuentos se materializaban en libros, éstos se llenaban de imágenes que, intercaladas entre las páginas, nos hacían ver los magníficos vestidos de los príncipes y los harapos de los mendigos; los salones de los palacios y las cabañas ocultas en el bosque oscuro; y los gigantes, dragones y sirenas que asomaban de entre el papel.

Pocos tienen la capacidad de plasmar en imágenes el mundo de los cuentos de modo que, pasado el tiempo -ese que nunca transcurre cuando leemos las historias-, sigan atrapando al lector como el día aquel en fueron niños. Hubo un hombre que sí lo consiguió. Fue un francés enamorado de Inglaterra que se hizo amigo del más grande poeta irlandés y que se llamaba Edmond Dulac.

Dulac nació en Tolouse (Francia) en 1882. Hijo de Pierre Henri Aristide Dulac y Marie Catherine Pauline Rieu, su familia era un ejemplo típico de la burguesía francesa acomodada de finales de siglo. Edmond creció siendo un joven introvertido pero con un gran talento para el dibujo. Fascinado por el nuevo estilo Art Nouveau, con 16 años era capaz de realizar trabajos casi profesionales imitando a los grandes cartelistas y pintores de la época, lo que despertaba la admiración de amigos y familiares. Pero el arte no era considerado una profesión, sino una afición. Una vez terminados sus estudios en el Liceo de Tolouse, Edmond comenzó a estudiar Derecho en la universidad de su ciudad. Pero no pudo aguantar más de dos años: dejó los estudios de Leyes y se decidió a ingresar en la Escuela de Bellas Artes para seguir aprendiendo a hacer aquello que amaba: dibujar. El trabajo académico de Edmond en la Escuela de Bellas Artes fue excepcional: ganó el primer premio de los concursos anuales de estudiantes en 1901 y 1903. Allí también descubrió las ilustraciones de Vincent Aubrey Beardsley, Edward Burne-Jones o William Morris. Admiraba profundamente el arte inglés, sobre todo a los pintores prerrafaelitas y los románticos. En 1903, fruto de su excelente trabajo, obtuvo una beca para asistir durante tres semanas a la Academia Julien de París, la misma donde hacía casi veinte años había estudiado uno de los grandes artistas del Art Nouveau, Alfons María Mucha.

Edmond se quedó en París más de esas tres semanas que le permitía la beca. Descubrió un mundo lleno de artistas, de música, de mujeres… El muchacho introvertido de apenas 21 años se enamoró locamente de una americana aficionada al arte llamada Alice May de Marini, trece años mayor que él. El matrimonio no duró mucho: a las pocas semanas se divorciaron y quizá eso fue el detonante para que Edmond decidiera trasladarse, en 1904, a su admirada Inglaterra. Dulac se estableció en Londres, cambió la grafía de su nombre para adaptarlo a su pronunciación inglesa y decidió hacerse un hueco en el mundo del arte y de la ilustración londinense. Edmund (ahora su nombre lo escribía así) se apresuró a ingresar en el Sketch Club, una asociación de dibujantes e ilustradores fundado en Chelsea en 1898 (del que era miembro también James Pryde, uno de los Beggarstaff Brothers) y en el que buscaba contactos que le permitieran desarrollar una labor profesional en Inglaterra. Pronto consiguió esos contactos. El mismo año de su llegada recibió el encargo de ilustrar las obras de las hermanas Brontë y pronto estableció un acuerdo con la Galería de Arte Leicester para vender sus obras a cambio de una comisión.

La imagen muestra una ilustración a color. En primer plano aparece un hombre elegantemente vestido sentado en una cerca de madera. Está cabizbajo y parece pensativo y melancólico. Su sombrero y su bastón están en el suelo ante él . Al fondo se ve la figura de una mujer joven vestida de negro que le mira con curiosidad. Todo ello parece ocurrir al ocaso ya que en último plano se adivina entre los árboles el sol poniéndose en el horizonte. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para «Jane Eyre» de Charlotte Brontë (1904)

Al poco tiempo, fue contratado por la editorial Hodder & Stroughton para realizar las ilustraciones de sus ediciones de lujo: Las mil y una noches (1907), La Tempestad de W. Shakespeare (1908) y Rubáiyat de Omar Khayyam (1909).

La imagen muestra un paisaje en el que se aprecia un lago a la izquierda. En primer plano y de espaldas al espectador está una pareja vestida con ropas árabes. El hombre está recostado sobre una roca y no podemos verle el rostro. La mujer apoya su espalda sobre el tronco del árbol que está a su lado y mira embelesada al hombre. Los colores son suaves y agradables y la luz es cálida, como indicando que es el fin del día. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para «Las mil y una noches» (1907)

A pesar del interés que despertaba en él el arte oriental, sus obras muestran un concepto totalmente tradicional del espacio y la forma, poniendo la nota exótica los detalles minuciosos con los que Dulac caracterizaba elementos como el entorno o el vestuario de sus figuras y que aún hoy en día hacen de sus ilustraciones un espléndido viaje a través del color y de la forma.

La imagen muestra una escena en la que aparecen un hombre maduro, con una larga barba blanca y vestido con una túnica larga. Frente a él hay una muchacha joven, su hija, que se dirige a él poniendo las manos en su pecho y mirándole con gesto implorante. El hombre extiende su brazo derecho sobre el hombro de la joven . Ambos están delante de un árbol retorcido y sin hojas que se yergue ante una costa abrupta. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – «No he hecho más que protegerte» (Ilustración para «La Tempestad» de W. Shakespeare, 1908)

Fue por ello que el trabajo de Dulac pronto se hizo famoso en el mundo de la ilustración editorial por la novedad de su estilo y de su resultado.

La imagen muestra a una mujer joven, vestida a la manera árabe, que baja por las escaleras de una casa de paredes blancas. Lleva sobre su hombro izquierdo un ánfora (se supone que de vino). Los tonos de la ilustración son apagados, el cielo y los muros de la casa tienden al gris. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac: «Filtrandose en la sombra, una silueta de ángel» – Ilustración para «La magia de la viña», quinta rubaiyat de Omar Khayyam (1909)

A finales del siglo XIX los métodos de impresión utilizados para carteles e ilustraciones no reproducían fielmente los colores utilizados por los artistas y éstos solían utilizar una gruesa línea negra para separar los campos de color. Esto otorgaba a las imágenes un aspecto de vidriera, muy ornamental pero también muy característico. En 1905 se generaliza en Europa (en Estados Unidos lo hizo unos años antes) la técnica de impresión en cuatricromía sobre papel, lo que permitía una impresión con un estilo mucho más pictórico al no tener que estar, obligatoriamente, supeditado a la utilización de la línea. Dulac utilizó este nuevo método desde un principio y eso le convirtió en un innovador dentro de la industria editorial. Su éxito le llevó a ser citado en la publicidad, como en este anuncio en prensa de la casa de modas parisina Paul Poiret en la que la caricatura del diseñador hecha por Dulac ocupa un lugar destacado:

La imagen muestra un anuncio de un periódico. Es de formato rectangular vertical y consta, en su mayor parte, de una fotografía de una modelo que luce un vestido creación del diseñador. En la parte superior izquierda del anuncio,  encerrado en un círculo, aparece el dibujo caricaturesco de Poiret, tocado con un bombín y anteojos. Un texto explica que esa caricatura fue realizada por Dulac en 1991. Pulse para ampliar.

Anuncio en prensa de la casa de modas Paul Poiret. En la parte superior, caricatura del diseñador hecha por Edmund Dulac en 1911.

La amistad de Dulac con Edmund Davis, un filántropo y coleccionista, le introdujo en los círculos literarios e intelectuales londinenses. Gracias a él trabó amistad con el pianista Arthur Rubinstein y al poeta irlandés William Butler Yeats, que se convertiría en uno de sus mejores amigos. En 1911, Dulac se casó con Elsa Arnalice Bignardi, una violinista inglesa de ascendencia alemana e italiana y siguió realizando trabajos para Hodder & Stroughton como las ilustraciones para los Cuentos de Andersen (1911).

La imagen muestra a dos personajes en una escalinata de mármol que desciende hasta el mar. En pie, apoyado en una columna, está un hombre vestido con ropas lujosas. Sentada en el último de los escalones, con los pies aún sumergidos en el mar, está una muchacha desnuda, que cubre su cuerpo con algas de color marrón y que alza la vista hacia el hombre con una expresión de tristeza. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac: «El príncipe le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí» – Ilustración para «La Sirenita» en «Cuentos de Andersen (1911)

La imagen muestra el interior de un lujoso dormitorio, decorado con un tapiz sobre la pared y con una lámpara de metal con velas. La mayor parte de la ilustración la ocupa una enorme cama con dosel, vista desde abajo, sobre la que se acumulan un montón de colchones forrados de telas de muchos  colores. En lo alto de la pila de colchones, una muchacha con gesto de cansancio hace además de incorporarse en la cama. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac: «¡Apenas he pegado ojo en toda la noche!» – Ilustración para «La princesa y el guisante» de los «Cuentos de Andersen» (1911)

La imagen muestra, en medio de un paisaje completamente cubierto de nieve del que sólo sobresalen algunos árboles, a una niña descalza que besa en la boca y acaricia la cara a un reno que está llorando. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac: «Entonces bajó a Gerda y la besó en los labios, mientras grandes lágrimas resplandecientes rodaban por su cara» – Ilustración para «La Reina de las Nieves» de los «Cuentos de Andersen» (1911)

No sólo ilustró con éxito ediciones de cuentos infantiles. Uno de sus mejores trabajos es el conjunto de ilustraciones para Las Campanas y otros poemas de Edgar Allan Poe, donde sus dibujos muestran una gran influencia de los pintores románticos y simbolistas.

La imagen muestra un plano general de un hombre de espaldas al espectador que está en lo alto de una montaña observando el cielo. Sólo se aprecia su silueta y el viento parece agitar sus ropas mientras el cielo adquiere tonos malvas y rosados. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para el poema «Solo» de «Las Campanas y otros poemas» de Edgard Allan Poe (1912)

La imagen muestra a una muchacha en primer plano, con un vestido en tonos morados y dorados. Tiene una pose lánguida y baja un poco la cabeza, como si estuviera pensativa. Detrás de ella se ve el mar, el perfil de una costa, y al fondo, parte de una ciudad amurallada. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para el poema «Annabelle Lee» de «Las Campanas y otros poemas» de Edgard Allan Poe (1912)

Dulac seguía investigando sobre otros lenguajes expresivos, atraído por la contundencia expresiva de los grabados japoneses y las ilustraciones persas, donde la representación del espacio rompía todos los esquemas de la tradición pictórica occidental. Y esta vez sí los aplicó a las ilustraciones que realizó para Sinbad el marino (1914).

La imagen muestra a un hombre subido a un caballo negro alado que se eleva sobre los tejados de una ciudad de casas de adobe de color tierra. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para «Sinbad el marino» (1914)

Las ilustraciones para Sinbad fueron las últimas que hizo para el floreciente mundo del libro ilustrado de lujo. Hodder & Stroughton rescindió su contrato con él: la I Guerra Mundial hizo que ese mercado especializado decayera y Dulac, necesitado de trabajo, se dedicó a diseñar sellos, panfletos y libros cuya venta estaba destinada a recaudar fondos para organizaciones benéficas, a veces a cambio de muy poco dinero, otras veces gratis, concienciado como estaba de que debía ayudar a su país de adopción (se había nacionalizado inglés en 1912) en esos momentos tan difíciles. Se dedicó más a la pintura y realizó retratos, con acuarelas por lo general, una técnica bastante inusual para este tipo de obras.

La imagen muestra a una mujer joven, sentada sobre un diván y que apoya su brazo izquierdo sobre un montón de cojines. Está vestida con un traje rosa y lleva sombrero, estola y manguitos de piel de color negro. Tiene la pìel muy blanca y sus ojos azules son grandes y tienen una expresión sosegada y risueña. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Retrato de Lady Cynthia Asquith, ayudante del escritor J. M. Barrie (1914). Acuarela sobre papel.

El fin de la guerra le obligó a diversificar su trabajo para poder sobrevivir. Ya había realizado caricaturas con anterioridad, pero ahora se dedicó a ello de manera periódica para la revista The Outlook.

La imagen muestra a un hombre alto y desgarbado, vestido con traje de tonos azulados. Lleva en las manos un mazo de croquet con el que intenta dar a la bola amarilla que tiene ante él. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Caricatura de personaje anónimo (c. 1919)

Diseñó barajas de cartas y sellos e ilustró algún libro como El reino de la perla (1920), un pequeño panfleto escrito por el joyero parisino Leonard Rosenthal. En este trabajo Dulac utilizó un estilo de colores planos y brillantes que recordaba las miniaturas medievales persas e indias.

La imagen muestra u paisaje con un río, rocas, un prado y algunos árboles, donde pacen un par de cervatillos. Al lado del río, y apoyados en una de las rocas, están un hombre y una mujer, Él vestido sólo con unos amplios pantalones a rayas y un turbante. Ella, completamente desnuda. Se abrazan y sus rostros se acercan como para besarse. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac: «La perla del amor» – Ilustración para «El Reino de la Perla» de Leonard Rosenthal (1920)

Pero la colaboración más fructífera la tuvo con su amigo W. B. Yeats, con el que emprendió una serie de proyectos artísticos. Dulac diseñó los decorados y el vestuario, e incluso compuso la música incidental y actuó, para la obra de teatro de Yeats At the Hawk´s Well (1916). Al finalizar la guerra, Dulac se dedicó con más intensidad a la dirección artística teatral, colaborando con el músico y director de orquesta Sir Thomas Beecham. Aficionado como era al arte y la cultura japonesa, Dulac también colaboró en la puesta en escena de algunas obras de teatro Nõ junto con Yeats y el poeta americano Ezra Pound.

El año 1923 fue muy importante para Edmund Dulac. Su amigo Yeats recibió nada más y nada menos que el Premio Nobel de Literatura y él se divorció de Elsa alegando incompatibilidad intelectual. Quizá el haber conocido a la escritora Helen Beauclerk, de quien había ilustrado algunos de sus libros, le decidió a tomar ese paso, ya que al poco de separarse de Elsa el ilustrador estaba conviviendo con la escritora.

La imagen muestra una ilustración hecha a base de líneas, en blanco y negro donde se aprecia a una joven sentada sobre un montículo de tierra, llevándose la mano izquierda al corazón, con gesto humilde mientras a su lado y tras un árbol, surge la figura de un ángel de grandes alas negras. El conjunto tiene un aspecto arcaico, como si fuera un dibujo medieval. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustracion para «Love of the Foolish Angel» de Helen Beauclerk (1929)

Dulac siguió colaborando con Yeats a los largo de los años. De hecho, el poeta le dedicó uno de sus más importantes libros de poemas, La escalera de caracol (1933). Uno de esos proyectos, que consistía en una serie de espacios radiofónicos donde el poeta recitaba sus obras mientras que Dulac acompañaba algunos de los versos con música compuesta por él, supuso el enfriamiento de su relación, ya que no tuvo el éxito que ninguno de los dos esperaba. A pesar del distanciamiento, tras la muerte de Yeats en Francia en 1939 y el posterior traslado de sus restos a Sligo (Irlanda), Dulac diseñó una inscripción en su memoria para que fuera puesta en el cementerio de Roquebrune, donde el poeta había sido enterrado en un principio.

La imagen muestra la fotografía de una lápida de piedra que en la parte superior está decorada con un bajorrelieve que muestra a un unicornio alado sobre el que luce una estrella. Bajo él, la inscripción:

Inscripción en memoria de W. B. Yeats en el cementerio de Roquebrune (Francia)

La II Guerra Mundial volvió a poner a Dulac contra las cuerdas, laboralmente hablando. No abundaban los encargos pero, al igual que en el conflicto anterior, trabajó de forma altruista esta vez para su antigua patria: diseñó billetes de banco y sellos para la Francia libre, encargados por el mismísimo Charles de Gaulle. Fue la única vez que volvió a firmar su trabajo con su nombre escrito en la grafía francesa.

La imagen muestra un sello de correos, de forma cuadrada, en el que se ve el perfil de la personificación femenina de Francia (llamada Marianne) tocada con el gorro frigio revolucionario. Los bordes están decorados con una orla vegetal y con espirales. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Sello de la Francia Libre (1942)

Tras la guerra volvió a su labor como ilustrador, aunque sin tanta actividad como antes. Hizo algún diseño filatélico, como los sellos de la coronación de Isabel II pero también realizó trabajos realmente interesantes, como las ilustraciones para The Masque of Comus de John Milton, publicadas en 1955 (dos años después de su muerte).

La imagen muestra una escena en un jardín en el que al fondo se ven una serie de árboles. En primer plano, y sobre un campo lleno de flores, se ve a una mujer desnuda y, delante de ella, un dragón rojo postrado a sus pies. Pulse para ampliar.

Edmund Dulac – Ilustración para «The Masque of Comus» de John Milton (publicada en 1955)

Edmund Dulac murió en 1953 víctima de un ataque al corazón provocado por el entusiasmo y el esfuerzo que le produjo el arrancarse a bailar flamenco una noche de fiesta. Dejó tras de sí un legado de obras espléndidas, muchas de ellas tan invisibles como un humilde sello de correos. Otras tan llenas de color y de exotismo que no pueden pasar desapercibidas. Fue un hombre lleno de curiosidad por todo aquello que significara “arte”, comprometido con su patria (con sus dos patrias, para ser exactos), lleno de alegría de vivir y que con sus imágenes trazó el atlas imaginario de ese país que no es para viejos. Porque, al igual que el Bizancio del poema de su amigo Yeats, el mundo de los cuentos está lleno de bellezas y riquezas incontables que detienen el tiempo cuando las contemplamos.

Y si el tiempo se detiene, ya no podemos envejecer.

La imagen muestra un plano general de una habitación. al fondo se aprecia un gran ventanal. En primer plano, y de perfil a nosotros aparece el artista, sentado en una silla acolchada de armazón metálico. ante él, está una mesa de trabajo sobre la que se dispone un atril de madera. En ese atril hay una lámina de papel. Dulac está mojando el pincel en las acuarelas que se pueden adivinar sobre la mesa a su lado mientras que con la mano izquierda sostiene la lámina de papel para que no se mueva. Pulse para ampliar.

Fotografía de Edmund Dulac trabajando en su estudio (sin fecha)

Tú, no

Me gusta ayudar a que las mujeres se ayuden a sí mismas y ese es, para mí, el mejor modo de plantear la cuestión feminista. Todo lo que podamos hacer y hagamos bien, tenemos derecho a hacerlo y no creo que nadie se atreva a negárnoslo.”

 

Louisa May Alcott (1832-1888), escritora estadounidense.

Quien ha nacido para derribar las barreras con las que el hombre intenta cercar las libertades, no conoce muro que pueda frenar su paso. Principalmente porque no ve el muro en sí, sino piedras amontonadas en su camino. Así que, con paciencia, coge esas piedras una por una, las sitúa en los márgenes de la senda y marca así la vía expedita para aquellos que vienen detrás.

Mary Cassatt (1844-1922) fue una de esas personas. Nació en Pennsylvania (Estados Unidos) en el seno de una familia de la alta burguesía, descendiente de hugonotes franceses emigrados al Nuevo Mundo. En una sociedad como la norteamericana, que comenzaba a ser cada vez más consciente de su propia idiosincrasia, los Cassatt no estaban dispuestos a olvidar sus raíces europeas. Y una buena parte de la educación de Mary en su niñez consistió en un viaje por Europa que duró cinco años. En ese tiempo, Mary aprendió a hablar francés y alemán con fluidez. Pero también tuvo la oportunidad, visitando la Exposición Universal de Paris de 1855, de contemplar las obras de grandes pintores como Ingres o Corot junto a las de jóvenes genios como Edouard Manet o Edgard Degas. La niña Mary, con sólo 11 años, contemplaba fascinada aquellos cuadros sin saber que Manet y Degas acabarían por ser no sólo sus maestros sino sus más grandes amigos.

De vuelta en Estados Unidos, Mary estaba cada vez más decidida a estudiar pintura. Un tipo de estudios estrafalarios, según su padre, orientados a una ocupación más estrafalaria aún. Una mujer de buena posición social no tenía necesidad de ejercer ninguna profesión. Sólo debía esforzarse en comportarse bien en sociedad y encontrar un marido que mantuviera su estatus. Aquellas mujeres pertenecientes a clases sociales menos favorecidas sí que debían ganarse la vida con profesiones más o menos dignas. Así que el empeño de Mary en estudiar pintura fue acogido con resignación por parte de su padre (y alentado por su madre, todo hay que decirlo) que aceptó con la esperanza de que toda aquella locura pasase en cuanto Mary hiciese un buen matrimonio. En 1860, con 15 años, Mary ingresó en la Academia de Bellas Artes de Pennsylvania y comenzó su formación como artista, con más piedras en el camino que facilidades. No había muchas mujeres que se dedicaran al estudio de la pintura de forma académica y la mayor parte de las que lo hacían lo consideraban más bien un pasatiempo. Además, las mujeres tenían prohibido el acceso a las aulas de dibujo al natural. Un modelo ligero de ropa no era apropiado para ellas. Incluso si ese modelo era (como sucedía con frecuencia) una mujer desnuda. Así que Mary y sus compañeras debían suplir esas clases con la copia de moldes y vaciados de escayola.

En 1861 Estados Unidos se fracturó en una guerra civil que se prolongó hasta 1865 y que transformó el panorama político y social del país en muchos aspectos. No sólo por el hecho de se aboliese la esclavitud o se impusiera el modelo económico y fabril de los estados del norte sino porque, de algún modo, la vida de las mujeres norteamericanas cambió radicalmente. En muchos hogares desaparecieron los ingresos económicos que aportaba el cabeza de familia que ahora estaba en el ejército y cuya paga llegaba o no a tiempo de saldar las deudas. Las mujeres de la casa (madres, hermanas e hijas) se vieron obligadas a abandonar el nido confortable y a ganarse la vida ejerciendo las profesiones más variadas: desde enfermeras a profesoras, pasando por obreras en las fábricas, jornaleras… o soldados. El caso de las mujeres soldado en la Guerra de Secesión americana fue extremadamente popular a finales del siglo XIX. Entre 600 y 800 mujeres se disfrazaron de hombre, cambiaron su aspecto y su nombre y se alistaron en el ejército. Por fervor patriótico en algunos casos; por la paga y la libertad que conllevaba no depender de nadie, en otros muchos. No es difícil pensar que el ejemplo de estas mujeres, ampliamente difundido en la prensa de la época (aunque olvidado hoy en día) hiciera pensar a Mary que si una mujer podía valerse por sí misma en medio del caos y la muerte ¿qué no podría hacer con su propia vida?

Quizá eso fue lo que la decidió a plantear a su familia su decisión de viajar a Europa y establecerse en París como artista. Y lo logró, aunque con la condición de que su madre y unas amigas fueran con ella, a modo de carabinas. Y en 1866 Mary se instaló en París con la intención de seguir estudiando pintura. Allí se encontró con otro obstáculo, y fue en la Academia de Bellas Artes de París. No se admitían mujeres como alumnas. Mary tuvo que optar por las clases particulares que impartían los propios profesores de la Academia, además de copiar y estudiar los trabajos de los grandes maestros. Sus esfuerzos se vieron compensados cuando uno de sus cuadros, La intérprete de mandolina fue seleccionado para el Salón de Otoño, la exposición de arte patrocinada por el propio emperador Napoleón III que quería ser el escaparate de las glorias artísticas (y oficiales) de Francia.

La imagen muestra un cuadro en el que aparece una muchacha joven,  de cintura para arriba que sostiene ante ella una mandolina en actitud de tocarla. La joven está casi en penumbra, iluminada sólo por un foco de luz que procede de la derecha y que ilumina parte de su rostro y se refleja sobre la camisa blanca que lleva. Tiene el rostro ligeramente vuelto hacia la izquierda lo que le da un aire un tanto melancólico. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «La intérprete de mandolina» (1868)

Aquello parecía el principio de una prometedora carrera para Mary. Pero apareció otro obstáculo en su camino. El estallido de la guerra franco-prusiana en 1870 la obligó a volver a Estados Unidos, para satisfacción de su padre. Una satisfacción que duró poco, porque Mary seguía empeñada en ser pintora a pesar de que, en un intento por sacarle esa idea de la cabeza, el señor Cassatt le negara cualquier tipo de financiación para comprar materiales, pinturas y, mucho menos, regresar a Europa. Mary expuso en galerías de Nueva York y Chicago, donde recibió buenas críticas y no vendió ningún cuadro. Estaba a punto de tirar la toalla cuando el arzobispo de Pittsburgh, admirador de su técnica, le encargó la copia de dos cuadros de Coreggio que estaban en Parma. Mary no podía creer su suerte: ya no necesitaba la financiación paterna para volver a Europa, así que ni corta ni perezosa marchó a Italia. Allí, en Parma, fue muy bien acogida por la comunidad artística de la ciudad y su trabajo, altamente elogiado. Tras terminar el encargo del arzobispo, decidió viajar por España, Bélgica y Holanda para conocer en primera persona a los grandes maestros barrocos: Velázquez, Ribera, Rembrandt y Hals desfilaron ante los ojos hambrientos de arte de Mary que, en 1874, decidió establecerse definitivamente en París. Su apartamento se convirtió en un punto de encuentro para los jóvenes artistas que llegaban a la ciudad, sobre todo si eran mujeres. Una de esas artistas fue Abigail May Alcott, hermana de la escritora Louisa May Alcott (que se inspiró en ella para el personaje de Amy en su célebre novela Mujercitas), que recogió tan bien los consejos de Mary que en 1877 uno de sus cuadros fue aceptado en el Salón en lugar de los de su mentora. La relación entre Mary Cassatt y el Salón de Otoño se tornó difícil: volvió a enviar cuadros, sí, pero pronto entró en conflicto con la organización de la exposición. Criticaba públicamente que las mujeres artistas fueran ignoradas a menos que tuvieran un protector o un amigo entre el jurado. “Yo no voy a flirtear con nadie para que cuelguen mis cuadros” dijo en voz bien alta.

Las puertas cerradas del Salón de Otoño supusieron, sin embargo, la entrada de aire fresco en la vida y en la obra de Mary Cassatt. Edgard Degas, un pintor al que ella admiraba profundamente (sobre todo su técnica con el pastel), la invitó a formar parte de la exposición de los Impresionistas. El rechazo del Salón había decidido a Mary a abandonar el estilo clásico y este grupo de artistas le ofrecía la oportunidad de probar nuevos desafíos. Entabló amistad con Edgard Degas y con otra mujer pintora, Berthe Morisot, alumna y cuñada de Edouard Manet. Y mantuvo una excelente relación con los otros miembros del grupo: Monet, Renoir, Pissarro o Sisley.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres jóvenes, tomadas en plano medio, que están sentadas en el palco del teatro. Una de ellas está de espaldas, como si el espectador compartiera el palco con ellas, y la otra, a su lado, mira con atención al escenario con un par de pequeños prismáticos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «En el palco» (1879)

El contacto con los impresionistas supuso un cambio en la pintura de Mary Cassatt: su paleta se aclaró y la luz, que siempre le había fascinado, se convirtió en la protagonista de sus cuadros. Aplicó la técnica abocetada para crear las sensación de inmediatez y de momento. Pero no cambió la temática de sus obras. Sus protagonistas siguieron siendo, en la mayor parte de los casos, las mujeres. Mujeres pensativas, solas o en grupo, en actitud cariñosa con niños o absortas en sus labores o lecturas. Mujeres por cuyas cabezas y corazones cruzaban pensamientos y emociones que podían adivinarse en un gesto o en una mirada.

La imagen muestra un cuadro en el que aparecen dos mujeres sentadas en un sofá de un salón decorado en tonos rojos. Ante ellas hay una mesa, de color rojo también, sobre la que hay una bandeja con tazas y una tetera. Una de ellas mira ensimismada hacia el lado izquierdo mientras la otra bebe de su taza de te, que le tapa la cara. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El te de las cinco» (1880)

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer joven, vestida de blanco, sentada en una silla en un jardín. Está a la sombra y con ambas manos sostiene una pequeña labor de costura que mira con atención. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Mujer cosiendo al sol» (1882)

Edgar Degas se convirtió en su mentor: bajo su influencia Mary revisó su trazo, el uso del color y la luz o la composición de sus cuadros. En esto último Degas era un auténtico maestro, un pintor que utilizaba el caballete como si fuera una cámara fotográfica. Fue Degas también quien animó a Mary a probar suerte con el grabado. Su relación fue muy estrecha, algo sorprendente en un hombre tan misógino, gruñón, susceptible y difícil como era Edgard Degas. Pero el talento de Mary hizo que se rindiera ante ella. A regañadientes, sí, pero se rindió.

La imagen muestra a un hombre remando de espaldas al espectador y tras él, y de frente, una muejer sonriente que lleva un bebé en brazos. Sólo se ve parte del bote, como si fuéramos de paseo con ellos. El agua está calma y es de un color azul intenso. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Paseo en barca» (1884)

La imagen muestra un grabado en el que aparece una mujer de pie ente un espejo vertical con un vestido de color claro. Delante de ella y agachada hay otra mujer (de espaldas a nosotros) que le está recogiendo los bajos del vestido (como se puede apreciar en el reflejo de sus manos en el espejo). Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El arreglo del vestido» (1890). Puntaseca y aguatinta.

Los padres y la hermana de Mary se trasladaron a París para vivir con ella. Su padre seguía negándole la financiación para su pintura y Mary se veía obligada a vender cuadros para seguir trabajando. A pesar de las malas críticas que las exposiciones impresionistas tenían entre el público más conservador, las obras de Mary y Degas eran alabadas con unanimidad. Poco a poco fue consolidando su fama y pudo dedicarse a pintar con toda tranquilidad. Sólo una vez dejó de hacerlo: cuando su hermana Lydia murió, en 1882, dejándola sin su modelo preferido y sin su amiga del alma.

A pesar de que el Impresionismo abrió a Mary las puertas de un nuevo estilo, no permaneció fiel a él. La influencia de Degas (cuyo estilo nunca dejó de depender de la línea) y el descubrimiento del grabado japonés con sus colores planos y siluetas definidas animaron a Mary a probar otras vías expresivas.

La imagen muestra un grabado donde una mujer de pie y de espaldas a nosotros, con el vestido desabrochado y bajado hasta la cintura, se está lavando la cara en una jofaina situada sobre un mueble lavabo de madera. la habitación está decorada en tonos azulados que contrastan con la piel blanca de la mujer. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «El baño» (1891). Puntaseca y aguatinta.

Su fama como pintora y entendida en arte la convirtieron también en referente para muchos coleccionistas norteamericanos que recorrían Europa en busca de nuevos talentos artísticos. Una amiga de la infancia, casada con el magnate del azúcar Henry Osborne Havemeyer, le pidió que les acompañara en un viaje por Italia y España con el fin de adquirir cuadros para su colección. Una colección que ahora es una parte realmente importante de los fondos del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

La imagen muestra un cuadro en el que se ve a una mujer vestida en tonos amarillos, sentada en una silla verde, que sostiene en su regazo a un niño rubio desnudo. El niño está casi de espaldas al espectador pero vemos su rostro porque la madre le enseña un espejo donde se refleja su cara. Ambos, además, están reflejados en un espejo colgado en la pared detrás de ellos. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt – «Madre e Hijo» (1905)

Mary Cassatt no dejó de viajar para seguir aprendiendo del arte de otras culturas. En 1910, una visita a Egipto y la visión de las obras de su antigua civilización la dejaron absolutamente anonadada, reflexionando sobre sí realmente ella podía aportar algo al arte. Aunque pronto se repuso del shock y siguió pintando hasta que la diabetes y las cataratas que sufría la dejaron casi ciega en 1915. Eso fue lo único que le hizo abandonar los pinceles.

Cuando se habla del nacimiento de la vanguardia artística a finales del siglo XIX con el grupo de pintores impresionistas es fácil recitar de carrerilla los nombres de los grandes pintores del grupo: Claude Monet, Auguste Renoir, Edgard Degas, Camille Pissarro, incluso el olvidado Alfred Sisley se menciona antes que a las dos mujeres que formaron parte de él. Un olvido común pero injusto, sin duda.

No en vano el cascarrabias que era Edgard Degas no pudo evitar elogiar el talento de su amiga. A su manera, claro. Pero viniendo de él, su alabanza debió sonar a cántico celestial en los oídos de Mary:

«La mayoría de las mujeres pintan como si estuvieran adornando un sombrero.
Tú, no.”

La imagen muestra una fotografía en la que se ve a la pintora cortada a la altura del busto. Lleva un traje oscuro, el pelo completamente blanco recogido en un moño elaborado en lo alto de su cabeza y tiene una expresión triste, aunque sus labios parecen sonreír un poco. Pulse para ampliar.

Mary Cassatt (c. 1900)