Le città invisibili

por MaríaVázquez

«Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira, la de los altos bastiones”.

Así comienza uno de los capítulos de un magnífico libro de Italo Calvino, a medio camino entre el relato de viajes y la poesía. En él se narra el encuentro entre Marco Polo y Kublai Khan en la corte de éste último. Ambos mantienen largas conversaciones acerca del mundo que han conocido y describen esas ciudades invisibles a las que se refiere el título. Pero las conversaciones entre Marco Polo y Kublai Khan son imposibles porque ninguno habla la lengua del otro. Sin embargo, a medida que avanza el libro, vemos que las ciudades y los sentimientos que provocan son descritos cada vez con más detalle. Polo y Kublai se comunican con gestos, miradas, con dibujos en la arena, con el tacto de las sedas y las pieles. Se prestan atención, absorben los sonidos que no comprenden y traducen el idioma extraño a partir de un suspiro. Y el lector se abandona a ese juego, descubriendo, con alegría, que él también va comprendiendo mejor con cada página que pasa, el corazón de estos dos hombres.

A veces el uso del lenguaje oral y escrito limita al hombre en su relación con el mundo que le rodea. Quizá un excesivo academicismo ha derivado en que centremos nuestra atención en la palabra, el código abstracto por excelencia, y dejemos de lado otras percepciones. Para captar las sutilezas del lenguaje hablado hay que estar atento a las inflexiones y a los matices, que no siempre se corresponden fielmente con aquello que se dice. Kublai Khan no entiende literalmente las descripciones de Marco Polo, sino que ve a través de los gestos y de los susurros del italiano la huella que esas ciudades han dejado en él. Y viceversa.

Para lograr tal nivel de entendimiento sólo es necesaria una cosa: ponerse en el lugar del otro. Intentar interpretar aquellas emociones que parecen asomar a un rostro, a las manos, a una espalda curvada por un peso invisible. En el libro de Calvino, el viajero de Occidente y el emperador de Oriente ponen en práctica la empatía para satisfacer su curiosidad: el respeto y el interés por el extranjero está empujado por el interés acerca de su vida y sus experiencias. Un interés que derriba todas las barreras que un idioma pueda levantar.

Este proceso es fácil de ver en el diseño gráfico, porque la comunicación es la parte fundamental de su finalidad. Pero quizá es más complicado de ver en el diseño de producto, en el de moda o en el de interiores. O en el arte. En este último caso, el cambio en los elementos de la comunicación ha transformado por completo las relaciones entre las obras y quien las contempla. Hasta el siglo XIX, el artista se esforzaba en realizar un trabajo cuyo mensaje debía ser comprendido con facilidad por aquellos a quienes iba dirigido. Para eso existían unas normas de representación: perspectiva, gradación tonal, dibujo, proporción, etc., que lograban que la obra fuera accesible para la inmensa mayoría pero que, a su vez, limitaba la capacidad de expresión del sentimiento interno del artista. A partir del siglo XIX, el contexto social, político y económico se transformó de tal modo (Revolución Industrial, democracias constitucionales, sufragio, etc.) que potenció el concepto de ser humano como individuo, y no como parte de un colectivo mayor. El arte (y el diseño, por extensión) reflejaron estos cambios en la idea de que las normas establecidas para la representación artística coartaban la libertad del artista para expresarse como individualidad. Y esas reglas comenzaron a romperse, primero de un modo muy sutil (con los pintores del Romanticismo, del Realismo o del Impresionismo o del Simbolismo) para llegar a la ruptura total con lo anterior e inaugurar las vanguardias artísticas a principios del siglo XX.

El arte contemporáneo muestra la inversión de los elementos comunicativos presentes en el arte clásico: ya no hay un código común de expresión, sino que cada artista explora su yo interior intentando buscar el modo de plasmar sus sentimientos, miedos, preocupaciones o denuncias. Ahora es el espectador el que debe hacer el esfuerzo para acercarse a la obra y comprender su mensaje; debe abandonar la molicie de la mirada fácil para escarbar en mensajes que no le llegan de modo claro. Y de este cambio en la comunicación derivan los maniqueísmos en cuanto a comprensión del arte: aquellas personas que captan con facilidad el mensaje tradicional, no están dispuestas, en muchos casos, a intentar comprender la subjetividad del arte contemporáneo; y aquellas que valoran y admiran esa subjetividad, no están dispuestas a reconocer mérito alguno en una obra academicista sujeta a normas.

Marco Polo y Kublai Khan podrían servir de ejemplo a estas dos concepciones del arte, en el sentido de que dos elementos opuestos pueden hallar siempre un elemento común (en su caso, las ciudades que han dejado huella en su alma). La comunicación siempre es posible si se hace desde la empatía: valorar el color rabioso de Krees van Dongen y el aterciopelado de Quentin de La Tour…

El sfumato de Leonardo y la línea cruel de Ludwig Kirchner…

O las proporciones maravillosas de los bronces de Riace y la fuerza del metal de Chillida…

Entender por qué cada uno de ellos, en su época, utilizaron determinadas formas, determinadas técnicas, determinados temas, es el primer paso para abrir la mente a sus mensajes y alejarse del temor a lo desconocido. Ya lo dijo Heráclito de Éfeso en el siglo VI a. C.: «Los perros, en verdad, ladran a quien no conocen».