Mudo y miserable

por MaríaVázquez

Así es como describió Beatrix Pietersdr Vekemans a su hijo Hendrick en un documento fechado en 1633 en el que dejaba una cantidad anual procedente de la fortuna familiar para su manutención. Además de «mudo y miserable» se refería a él como «soltero». Pero no como lo que realmente era, un gran pintor.

Quizá hoy en día nos suene un tanto cruel esa manera de considerar o de referirse a un hijo. Pero debemos intentar entender a Beatrix: era nieta de un erudito famoso, su padre regentaba una prestigiosa escuela latina y su marido, Barent Hendricksz Avercamp, era el boticario de la ciudad de Kampen. Toda la familia era culta y educada y gozaba de una posición social y económica más que holgada. Uno de sus hijos heredó la botica paterna; otro estudió medicina.

Y luego estaba Hendrick.

Hendrick nació sordomudo, para vergüenza de la familia Avercamp. Aún así, el bagaje intelectual y la prominente posición social de la familia impidieron que el niño fuera abandonado. Y desde muy joven le enviaron a Amsterdam para ser aprendiz de un afamado pintor danés, Pieter Isaacks, asegurándose, de algún modo, el futuro del muchacho en el caso de que ellos faltasen.

A pesar de haberse formado en Amsterdan, el estilo de Avercamp dista mucho de aquel de los pintores holandeses más famosos de su época. Si acaso guarda ciertas reminiscencias con algún maestro menor de Kampen o con los pintores flamencos, de quienes admiraba su minuciosidad. Pronto se especializó en paisajes invernales salpicados de pequeñas figuras que constituyen un mundo en miniatura en el que siempre se descubre algo nuevo.

En estos cuadros se aprecia la influencia en Avercamp de los pintores flamencos y alemanes de los siglos anteriores: no sólo en los detalles nimios que salpican todo el lienzo, dándole una viveza increíble, sino también en la alternancia de testimonio y anécdota, de reflejo de la realidad y de sentido del humor.

El mayor logro de la pintura de Avercamp es la captación del ambiente: las escenas invernales (su especialidad) están tamizadas por una neblina helada y por el vaho de la respiración de las figuras que las pueblan. La luz del sol lucha por llegar hasta el espectador e iluminar la escena para poder apreciarla. Y sin embargo sus cuadros están llenos de alegría, de vida, de conversaciones, de intercambios, de parejas que patinan abrazadas, de jugadores de kolf que se concentran en dar un buen golpe, de torpes patinadores que dan con su trasero en el hielo…

Hoy en día Avercamp es considerado el maestro de los maestros del paisaje invernal. Cualquiera que pueda ver sus cuadros al natural sentirá la tentación de acercar el oído para escuchar las conversaciones animadas que tienen lugar entre sus figuras, tal es la viveza con que las representa. Y, seguro, sonreirá y señalará con el dedo un detalle que le sorprenda. Como triste paradoja de su existencia, Avercamp hizo que sus cuadros hablaran por él y que sus historias llegaran hasta nosotros, cuatrocientos años más tarde, llenas de entusiamo y de alegría.

El hijo mudo y miserable de Beatrix nos sigue provocando una sonrisa mientras, con pinceladas, nos habla de cómo disfrutar de un frío día de invierno. Seguro que si ella pudiera verlo con nuestros ojos se enorgullecería de su talento.